Tenía doce años cuando, en un viaje familiar, hice un descubrimiento que iba a ser de suma importancia para el resto de mi vida. Estábamos en medio del monte espeso. A mí me asustaba un poco ese exceso brutal que a veces puede demostrar la naturaleza desatada (todavía me asusta), así que no me separaba demasiado de mi mamá que –tal y como es su costumbre- conversaba animadamente con la única persona ajena al núcleo familiar, en este caso, el guardaparque.
La conversación naufragaba en intrascendencias: alguna curiosa costumbre animal, alguna llamativa extravagancia climática. Súbitamente, en el corto horizonte que proponía la vegetación, hizo su aparición algo que se me antojó poco más que un espectro. Cubierto de harapos, con el pelo larguísimo, ajado y desordenado, y la barba tupida que le devoraba los rasgos, alcancé a señalar a ese hombre con un gesto interrogante y toda la discreción que exigían mis buenas y jóvenes costumbres ciudadanas.
-Un ermitaño –me contestó el guardaparque-. Vive en un rancho destruido, bien adentro del monte. No habla con nadie. Ni yo sé cómo se llama.
El hombre se perdió en lo verde y, con idéntica seguridad, con el mismo paso pesado, entró en mi memoria para siempre.
A partir de ese día, el ermitaño o, mejor dicho, la idea del ermitaño, se convirtió en mi válvula de escape, vivía en ese espacio íntimo y privilegiado que todos merecemos, ese lugar al que, si todo lo demás falla, iremos a caer. Desde entonces, todas las veces que sentí, que pensé que este mundo, lisa y llanamente, no era para mí, todas esas –desgraciadamente- muchas veces, el ermitaño vino en mi auxilio y con su caminar cansino, el paso del que no va al encuentro de nadie, me marcó el camino: si todo empeoraba aún más, si todo se iba un poco más al tacho, podría seguir su ejemplo, podría perderme en el bosque atroz y prescindir de una vez y para siempre del trato de los hombres.
La adolescencia se volvió más tolerable gracias al ermitaño. Mis amigos más depresivos imaginaban su suicidio, su funeral y se vengaban con esa muerte ficticia de sus padres, de sus novios y hasta de mí, seguramente. Mis amigos más optimistas fraguaban unas huidas estrambóticas, unas escapadas del seno paterno que dejarían a todos boquiabiertos y los depositarían, mediante maniobras desconocidas hasta para ellos mismos, en alguna playa del Caribe, en la que atenderían un bar y no tendrían que obedecer a las rígidas reglas ajenas.
Yo tenía al ermitaño.
Y pensaba que si me rompían mucho, mucho las pelotas, yo era perfectamente capaz de largarlo todo, pero todo, y para siempre.
Los años fueron pasando y la adolescencia me abandonó (pese a mis reclamos y pataleos) pero me dejó al ermitaño, al que, hasta ayer, todavía atesoraba, al que, hasta ayer a la tarde, nomás, todavía me abrazaba y sobre el que muchas veces pensé que era el núcleo constitutivo de mi personalidad, el centro intocable e inaccesible para el resto, mi frontera a defender.
En él estaba pensando ayer a la tarde. Estaba fatigada de toda fatiga. Estaba exhausta. Estaba empezando a seguir con la vista su camino hacia la espesura, su invitación y empezaba a decirme –como me digo- que esta vez sí, que esta vez sí podía no volver a hablar con nadie, podía no ver a nadie nunca más. Ser uno solo con el horror de la naturaleza.
En eso estaba ayer a la tarde en la farmacia cuando entró Susy Marino y leí en su rostro algo absolutamente nuevo.
Susy Marino, debo decirlo, es una persona absolutamente encantadora. Una mujer de unos cincuenta años sobre la que, si tuviera que decir una sola palabra, elegiría “efervescente”. Es simpática, divertida y apasionada, y si bien no comparto sus objetos de apasionamiento (a veces es la astrología, a veces los ángeles, a veces la aromaterapia), algo en la alegría con que los comunica al mundo, con que los comparte con el resto, genera un contagio, además de un profundo respeto. Para mí, que creo que el contagio de entusiasmo debería ser causal de canonización en vida, cada vez que Susy Marino entra a la farmacia y me pide alguna chuchería (es adicta a los esmaltes, vicio relativamente barato e inofensivo), es un placer ofrecerle posibilidades, colores, texturas, formas para que ella pase diez o quince minutos pensando, diez o quince minutos en los que su gesto pasa de serio y reconcentrado a la sonrisa única del que encuentra, por fin, exactamente eso que estaba buscando.
Ayer a la tarde, en cambio, ni bien entró, leí en su melena hirsuta y colorada, en su llamarada, el signo feroz de la tragedia. No demoró mucho en confirmarme la desgracia, su voz era casi un grito ahogado cuando me dijo que Cacho había muerto. Cacho, su marido, el amor de su vida, su compañero, tuvo un infarto que lo dejó durante horas asomado al abismo de la agonía. Horas que fueron vidas, me dijo Susy y la entendí a la perfección. Entendí a la perfección, también, que ahora ella necesitaba narrármelas detalladamente.
No voy a contar lo que me dijo Susy Marino. No voy a hacerlo porque no debo, porque no sabría cómo, y porque contar algo semejante sería exactamente igual que profanar lo más sagrado. Bastará decir que Cacho pudo despedirse serenamente de sus hijos, pudo resignarse a perder la vida y pudo hacerlo mirándose en los ojos de su mujer, mientras le decía un simple y contundente, un último “te amo”.
Después murió.
Y yo debo hacer silencio por un rato.
Cuando Susy Marino se fue de la farmacia sentí que yo también, serenamente, me había despedido. Había abandonado al ermitaño y su posibilidad para siempre, lo había dejado perderse en el monte, solo; que se convirtiera, por fin, en el ejemplo que yo nunca seguiría. Cuando Susy Marino se fue de la farmacia yo ya sabía que mi deber, mi única realidad, mi único escape posible estaba en el amor. Y no sólo en el amor romántico, no sólo en el amor de pareja, no sólo en la enorme valentía de atreverse a ser con otro, en otro. No. Supe que animarse a amar a otro era animarse a amar a todo y a todos. Supe que de nada me serviría el abandono de la sociedad, que la angustia no iba a obturarse no bien les diera la espalda a mis semejantes. Supe que mi lugar está en este mundo, que mi lugar está con el resto de los hombres y mujeres, que es con ellos con quienes quiero y debo construir, a su lado. Aquí y ahora. Que sólo se puede ser con los otros, honrándolos, rindiendo los profundos honores que merece el maravilloso acto de saberse acompañado.
Y supe que eso era, en toda su infinita extensión, la palabra amor. Y que el amor era una elección que ya me había tomado.
Me despedí del ermitaño para siempre.
Mi último deseo fue un mundo del que puedas despedirte diciendo te amo.
terreno baldío
jueves, 15 de noviembre de 2012
miércoles, 3 de octubre de 2012
pasto
No, el barro del tiempo está destinado a correr barranca abajo, porque cuando llega a la planicie, se vuelve un pantano. Y ya se sabe que los pantanos tragan todo, todo lo que hay a su alrededor.
Ha visto el espectáculo de lo que se hunde lento, despacio e indefectiblemente en el barro y, déjenme decirlo, no es agradable.
Es preferible un alud a un pantano.
El arquitecto de la entrada anterior vive en la nube hostil y cómoda de los noventa, es cierto. Un pantano tóxico, pero habitable. Desafortunadamente ese no es el caso de Romina, que vive desde hace años inmersa en la más apestosa y honda de las arenas movedizas.
Romina vive a la vuelta de la farmacia y viene muy seguido a comprar. Demasiado. Es que Romina sufre de un caso grave de Trastorno Borderline de la Personalidad, así que prefiero cuando viene a comprar su batería habitual de antipsicóticos/ansiolíticos/bombaatómicaparaelánimo. Porque cuando no viene a comprar eso es porque se le desató la bestia interna, una bestia como yo no he visto otra igual en toda mi vida de cuidador del bestiario.
Y se escapa de la casa.
Y con voracidad animal se mete todo lo que encuentra.
Y coge con todo lo que encuentra hasta que uno de los que se coge, o alguno que le dio merca, o varios juntos de esos hijos de remil puta, le pegan.
Y la cagan a patadas.
Y la dejan tirada en algún lugar remoto hasta que la policía la encuentra.
Y pasa por el hospital.
Y vuelve a su casa.
Y viene a la farmacia, donde no me pide la batería habitual sino la pastilla del día después. Una única pastilla, una sola a la que ella y yo, las dos, querríamos insuflarle el poder mágico de limpiarla de todo. Una vez, incluso, mientras miraba su ojo izquierdo en compota creo que agarré bien fuerte la caja y, en lo que fue un gesto desesperado sin precedentes ni consecuentes, le hablé al medicamento, sí, le hablé y le pedí que fuera fuerte, le pedí que fuera también un antiséptico emocional, y un veneno para bestias internas y externas.
Romina nunca está bien, porque después de la bestia desatada le sobreviene una depresión hondísima. Nada tienen que hacer el tabique de la nariz roto con el que vino una vez, las costillas fisuradas de otra, o los dos dientes menos de una tercera al lado de esa tristeza horrenda para la que, por otro lado, no hay palabras. Respeto el silencio triste de la Romina derrotada por su bestia y por los hijos de puta. O, más que respetarlo, lo comparto.
Porque Romina vive desde hace años inmersa en una masacre. Ella es su genocidio. Es su dictadura.
Bien atrás, al fondo de los ojos celestes de Romina puedo ver la tortura. Puedo ver el odio, el silencio cómplice. Juro por el dios que cuando veo a Romina me falta, que si miro con atención puedo ver a los asesinos. Querría insultarlos, anunciarles quizás un futuro con algo mucho más parecido a la justicia, algo con cadenas perpetuas, cárceles comunes. Querría pero no puedo, porque lo que no llego a ver al fondo de los ojos celestes de Romina por más que busco, es el borde de ese pantano, alguna orilla, aunque sea lejana, para estas arenas movedizas.
Romina tiene exactamente mi edad y por alguna razón que no me quiero preguntar eso me afecta especialmente.
Tiene mi edad y una familia con la que vive. Una madre comprensiblemente al borde del colapso y una hermana menor, Valeria. La madre provoca, en líneas generales, más tristeza que la propia Romina. Vive sumida en la desesperación y el miedo. La posibilidad permanente de la liberación de la bestia le ha ido estropeando los nervios quizás aún más que el largo peregrinaje de búsqueda que tiene que encarar cuando constata que su hija desapareció, peregrinaje que termina, casi siempre, con el llamado de la policía.
La hermana menor me parece tan frágil como una brizna de pasto, la veo tan flaca y tan chiquita que siento que un solo pisotón bien puesto bastaría para desprenderla para siempre de la tierra, para romperla. En el colmo de la sugestión, creo en más de una oportunidad haberle visto un tinte verde en la cara. Valeria vive también, como su madre, bajo el terror permanente de que aparezca la bestia.
Lo que quiero contar (no sé por qué, ni para qué, ni para quién, y ese desconocimiento me parece la razón más válida para escribirlo), empieza una tarde de viernes en la que la madre de Romina entró a la farmacia desencajada: Romina estaba en crisis, había logrado encerrarla para llegar hasta la farmacia. Quería saber si teníamos algo inyectable para tranquilizarla. No teníamos y no sé quedó a escuchar las inutilísimas explicaciones del caso, supongo, porque ya una vez Romina se había tratado de fugar descolgándose del balcón del departamento que, mala o buena suerte, estaba en el primer piso.
No supe nada más del tema hasta el lunes, y creo que hasta había logrado olvidarlo. Por lo menos hasta que la brizna entró y con pocas palabras y austeramente me actualizó. Romina se había escapado (no me aclaró si por el balcón o de otra forma), su madre, previsiblemente, no aguantó más y se tragó todas las pastillas de la casa, las propias y las de la bestia. Ahora estaba internada en el hospital, igual que Romina, que apareció el domingo a la madrugada en Santos Lugares (vaya paradoja, tuve tiempo de pensar). Valeria venía a pedirme, mejor dicho a transmitirme el pedido que le hicieron los psiquiatras del hospital: que no importa la receta que traigan (porque las consiguen), no les venda más nada, ni a una ni a otra.
Me pareció saludable. Más que saludable, sabio. Le pregunté si la pastilla del día después entraba en la prohibición. Lo pensó. Me dio la sensación de que se vio criando a un hijo de su hermana y me dijo que no, que la pastilla del día después estaba bien.
Se produjo un silencio extraño que yo decidí romper con tan pocas palabras, que sentí que no eran mías:
–¿Vos estás bien? –le dije, pensando en lo ridículo de la pregunta.
–Sí –me contestó.
Y miré al fondo de los ojos marrones de Valeria y vi, lejos, es cierto, pero vi la orilla del pantano. Vi la tristeza y el alivio de mi mayor descubrimiento, el vértice atroz de las libertades individuales: dejalo ir. Vi lo que ya sabía, que al espanto de ver a alguien perder literalmente la cabeza sólo se lo supera despidiéndose. Dejando que se suba al barco unipersonal de la demencia sin romanticismos ni adjetivaciones posibles, superando la propia negativa y el llanto. Después, el tímido, el tibio levantar la mano con el pañuelo al aire para agitarla desde el puerto en señal de duelo.
Valeria, pasto fuerte, había logrado hacerlo.
–Me voy a mudar –me dijo, y sentí la tierra firme.
–Me parece bien –contesté, como para bienvenirla de este lado.
Ha visto el espectáculo de lo que se hunde lento, despacio e indefectiblemente en el barro y, déjenme decirlo, no es agradable.
Es preferible un alud a un pantano.
El arquitecto de la entrada anterior vive en la nube hostil y cómoda de los noventa, es cierto. Un pantano tóxico, pero habitable. Desafortunadamente ese no es el caso de Romina, que vive desde hace años inmersa en la más apestosa y honda de las arenas movedizas.
Romina vive a la vuelta de la farmacia y viene muy seguido a comprar. Demasiado. Es que Romina sufre de un caso grave de Trastorno Borderline de la Personalidad, así que prefiero cuando viene a comprar su batería habitual de antipsicóticos/ansiolíticos/bombaatómicaparaelánimo. Porque cuando no viene a comprar eso es porque se le desató la bestia interna, una bestia como yo no he visto otra igual en toda mi vida de cuidador del bestiario.
Y se escapa de la casa.
Y con voracidad animal se mete todo lo que encuentra.
Y coge con todo lo que encuentra hasta que uno de los que se coge, o alguno que le dio merca, o varios juntos de esos hijos de remil puta, le pegan.
Y la cagan a patadas.
Y la dejan tirada en algún lugar remoto hasta que la policía la encuentra.
Y pasa por el hospital.
Y vuelve a su casa.
Y viene a la farmacia, donde no me pide la batería habitual sino la pastilla del día después. Una única pastilla, una sola a la que ella y yo, las dos, querríamos insuflarle el poder mágico de limpiarla de todo. Una vez, incluso, mientras miraba su ojo izquierdo en compota creo que agarré bien fuerte la caja y, en lo que fue un gesto desesperado sin precedentes ni consecuentes, le hablé al medicamento, sí, le hablé y le pedí que fuera fuerte, le pedí que fuera también un antiséptico emocional, y un veneno para bestias internas y externas.
Romina nunca está bien, porque después de la bestia desatada le sobreviene una depresión hondísima. Nada tienen que hacer el tabique de la nariz roto con el que vino una vez, las costillas fisuradas de otra, o los dos dientes menos de una tercera al lado de esa tristeza horrenda para la que, por otro lado, no hay palabras. Respeto el silencio triste de la Romina derrotada por su bestia y por los hijos de puta. O, más que respetarlo, lo comparto.
Porque Romina vive desde hace años inmersa en una masacre. Ella es su genocidio. Es su dictadura.
Bien atrás, al fondo de los ojos celestes de Romina puedo ver la tortura. Puedo ver el odio, el silencio cómplice. Juro por el dios que cuando veo a Romina me falta, que si miro con atención puedo ver a los asesinos. Querría insultarlos, anunciarles quizás un futuro con algo mucho más parecido a la justicia, algo con cadenas perpetuas, cárceles comunes. Querría pero no puedo, porque lo que no llego a ver al fondo de los ojos celestes de Romina por más que busco, es el borde de ese pantano, alguna orilla, aunque sea lejana, para estas arenas movedizas.
Romina tiene exactamente mi edad y por alguna razón que no me quiero preguntar eso me afecta especialmente.
Tiene mi edad y una familia con la que vive. Una madre comprensiblemente al borde del colapso y una hermana menor, Valeria. La madre provoca, en líneas generales, más tristeza que la propia Romina. Vive sumida en la desesperación y el miedo. La posibilidad permanente de la liberación de la bestia le ha ido estropeando los nervios quizás aún más que el largo peregrinaje de búsqueda que tiene que encarar cuando constata que su hija desapareció, peregrinaje que termina, casi siempre, con el llamado de la policía.
La hermana menor me parece tan frágil como una brizna de pasto, la veo tan flaca y tan chiquita que siento que un solo pisotón bien puesto bastaría para desprenderla para siempre de la tierra, para romperla. En el colmo de la sugestión, creo en más de una oportunidad haberle visto un tinte verde en la cara. Valeria vive también, como su madre, bajo el terror permanente de que aparezca la bestia.
Lo que quiero contar (no sé por qué, ni para qué, ni para quién, y ese desconocimiento me parece la razón más válida para escribirlo), empieza una tarde de viernes en la que la madre de Romina entró a la farmacia desencajada: Romina estaba en crisis, había logrado encerrarla para llegar hasta la farmacia. Quería saber si teníamos algo inyectable para tranquilizarla. No teníamos y no sé quedó a escuchar las inutilísimas explicaciones del caso, supongo, porque ya una vez Romina se había tratado de fugar descolgándose del balcón del departamento que, mala o buena suerte, estaba en el primer piso.
No supe nada más del tema hasta el lunes, y creo que hasta había logrado olvidarlo. Por lo menos hasta que la brizna entró y con pocas palabras y austeramente me actualizó. Romina se había escapado (no me aclaró si por el balcón o de otra forma), su madre, previsiblemente, no aguantó más y se tragó todas las pastillas de la casa, las propias y las de la bestia. Ahora estaba internada en el hospital, igual que Romina, que apareció el domingo a la madrugada en Santos Lugares (vaya paradoja, tuve tiempo de pensar). Valeria venía a pedirme, mejor dicho a transmitirme el pedido que le hicieron los psiquiatras del hospital: que no importa la receta que traigan (porque las consiguen), no les venda más nada, ni a una ni a otra.
Me pareció saludable. Más que saludable, sabio. Le pregunté si la pastilla del día después entraba en la prohibición. Lo pensó. Me dio la sensación de que se vio criando a un hijo de su hermana y me dijo que no, que la pastilla del día después estaba bien.
Se produjo un silencio extraño que yo decidí romper con tan pocas palabras, que sentí que no eran mías:
–¿Vos estás bien? –le dije, pensando en lo ridículo de la pregunta.
–Sí –me contestó.
Y miré al fondo de los ojos marrones de Valeria y vi, lejos, es cierto, pero vi la orilla del pantano. Vi la tristeza y el alivio de mi mayor descubrimiento, el vértice atroz de las libertades individuales: dejalo ir. Vi lo que ya sabía, que al espanto de ver a alguien perder literalmente la cabeza sólo se lo supera despidiéndose. Dejando que se suba al barco unipersonal de la demencia sin romanticismos ni adjetivaciones posibles, superando la propia negativa y el llanto. Después, el tímido, el tibio levantar la mano con el pañuelo al aire para agitarla desde el puerto en señal de duelo.
Valeria, pasto fuerte, había logrado hacerlo.
–Me voy a mudar –me dijo, y sentí la tierra firme.
–Me parece bien –contesté, como para bienvenirla de este lado.
jueves, 16 de agosto de 2012
historia
De mi pesado, pantanoso paso por la carrera de historia me quedaron algunos vicios mentales igual de pantanosos y pesados, inextirpables. El primero de ellos es la idea de que el conocimiento es acumulativo y que siempre está asociado a la cantidad de libros que uno leyó; una regla de equivalencias simple que bien podría expresarse así: leí veinte = sé veinte = soy veinte. El segundo de mis vicios es una tendencia a la certeza contra la que aún combato como quien combate a la mala hierba que le crece en el jardín y le quita sol, agua y espacio a las otras plantas, las que uno con esmero ha sembrado y que, en mi caso, bien podrían ser las dudas. El tercero es el único que abrazo con alegría y orgullo; más que vicio es un hallazgo.
El tercero de mis vicios es una recurrente, permanente e intencional tendencia a confundir la historia general con la íntima. Una intimidación de la historia general, diríamos. Este vicio está sustentado en una creencia personal gestada durante los años de estudio; esa creencia, ese axioma dice, en letra de molde, bien grande en el panteón de mis ideas: los sujetos tienden a copiar, palmo a palmo, en su propia biografía, la historia de su patria.
Parece no tener demasiado sentido, lo sé, y aún menos rigor histórico. Pero perdí la necesidad del sentido, por fortuna, y el rigor mortis es el único que me preocupa. (Qué buen nombre para ayudante de científico loco, Rigor Mortis).
La hipótesis que no necesito defender ni contrastar ni nada, porque más que hipótesis es un dogma de fe, dice que involuntariamente uno va, con el transcurso de los años, haciendo carne de la historia de su tierra. En mi caso particular, por ejemplo, tengo bien en claro que mi adolescencia fue mi Revolución de Mayo, que a los dieciséis años mi inconsciente estaba exultante en una plaza, festejando un logro menor, revoleando escarapelas de otras naciones, sin saber que se me venía un flor de quilombo encima. Sé que hasta promediar mi década del 20 viví un sinfín de guerras intestinas. Tuve unitarios, federales; no tenía constitución ni documento que me rigiera, así que no sabía muy bien a qué ley obedecer. Tuve un Rosas, un Facundo Quiroga, un Urquiza. Probé algunos modelos que se pretendían diferentes pero todos buscaban, en definitiva, manejarme la aduana. Mucha masacre del soldado raso de mi cerebro.
Cuando sostengo que uno repite la historia de su patria no debe pensarse, sin embargo, que la repite en el mismo orden. Una amiga, por ejemplo, tuvo su primer gobierno peronista, con las patas en la fuente y el Plan Quinquenal entre otras cosas, antes de tener su Campaña del Desierto.
No, claro, si uno repitiera en el mismo orden sería fácil prevenirse; uno ya sabría que a la primera huelga en los Talleres Vasena iba a seguirle, pegadita, la Semana Trágica. No, por desgracia, como siempre sucede con la historia sólo nos sirve para analizar post factum, para, mientras levantamos los cadáveres de la plaza, poder decirnos: estos fueron mis bombardeos del ’55, vinieron justo después de universalizar el voto, justo antes de mi Vuelta de Obligado.
Hay gente, sin embargo y por desgracia, que se estanca, que se queda en un período histórico de su nación durante toda su vida, y ahí anida. Digo “por desgracia”, porque justo los ejemplos que conocí no fueron felices. Aunque no me imagino que pueda ser saludable, nunca, estancar lo que es por naturaleza, mudable: la vida, la historia.
El arquitecto ya ha sobrevolado por estas tierras baldías, ya ha aparecido, más evidente o más solapado. El arquitecto, desde que lo conozco, hace casi diez años, vive estancado en su década del noventa. Se cree bello, talentoso y próspero pero en realidad es la pura decadencia, la corrupción moral. La falacia de su matrimonio es la falacia del 1 a 1. Ella lo odia, él la aborrece y la engaña con una muchachita que vive a unas pocas manzanas. En algún momento, uno piensa, la mentira del 1 a 1 va a volar por los aires, y ahí seguramente se venga una devaluación, unos saqueos. Sus hijos están cansados de sus chicanas emocionales, de sus medidas impopulares, alguno piensa en migrar, otro en protestar, otra en esperar bajo techo hasta que escampe. Él dice que es un as del tenis (en singles, porque eso de jugar en equipo no le cabe), y lo vi una vez en una cancha cerca de mi casa y daba lástima, el profesor le tiraba unas pelotas mustias para que se luzca y él, antes de sacar, hacía los movimientos ampulosos de Pete Sampras.
El arquitecto es el neoliberalismo y el individualismo de la pizza con champagne hasta el grado del ridículo y sin embargo, pese a todo eso, lo que más me molesta de él no es él (que me importa bien poco), sino lo que de él veo en otros, lo que de él veo en la historia de mi patria. Porque la cuestión funciona también en el sentido contrario y a veces una historia individual e íntima me sirve para entender la historia nacional. Lo que más me molesta del arquitecto no son sus miserabilidades, no es su conducta repelente, su jactancia, lo que más me molesta es su desprecio por la historia, su íntimo y selectivo convencimiento de que él se basta a sí mismo, que no precisa de sus semejantes que, si para algo están, es para entorpecerlo.
Me explico: llevo casi diez años conociendo al arquitecto, diez años en los que a la patria le han pasado muchas cosas que antes o después, seguramente, todos repetiremos. En esos diez años todos estuvimos mal y estuvimos mejor al unísono; el arquitecto, por supuesto, también. Se unió necesariamente al coro ese en el que todos cantamos juntos porque no nos queda otra. Sin embargo, y he aquí lo que me molesta sobremanera, el arquitecto parece sostener una teoría de curiosa factura: la crisis de principio de siglo, allá cuando nos conocimos y la construcción era un gremio inmóvil, cristalizado, fue enteramente culpa gubernamental, así es, la malaria económica que lo vapuleó y cacheteó intensamente era por completo responsabilidad de los otros. Por culpa de los otros él no tenía trabajo.
Sin embargo las cosas, más o menos perceptiblemente, fueron mejorando. Y tuvo una obra, que después fueron dos y después diez. Y prosperó lo suficiente como para mantener la falacia del 1 a 1 en su casa, la amante de acá nomás, y el viagra y el profesor de tenis condescendiente, para creerse su masculinidad. Pero eso, queridos amigos, para ustedes que se preguntan, eso no es culpa de nadie más. Eso, y me lo ha dicho tantas veces que puedo repetirlo literalmente, eso es gracias a que él es un profesional brillante, un arquitecto excepcional. Nada tuvo que ver en esto que la industria de la construcción comenzara a moverse, no, él era un gato apaleado y ahora es un toro erecto gracias a su talento, a su esfuerzo, a su maravillosa capacidad para moverse en un “país decadente, que se cae a pedazos, en el que no sé para qué nos quedamos”. Si los otros algo han hecho es entorpecer su crecimiento exponencial, con trabas legales, cargas sociales, impuestos. Gracias a él mismo, y a nadie más que a él, ahora es Gardel, Lepera, los guitarristas y el avión con el que va a estrolarse cuando vuelva de Colombia. Gracias a él y a nadie más que a él ahora es próspero y tiene trabajo.
El arquitecto desprecia la historia, cree que vive al margen de lo que les pasa a sus compatriotas, a sus contemporáneos. Su prosperidad, en el marco de, lo que él considera, es la miseria del resto, no hace otra cosa más que agigantar sus logros, su talento, su destreza.
El arquitecto, para mí, es un insulto. Porque yo creo, y estoy dispuesta a dejar la vida en eso, que no es posible mi prosperidad en la miseria de los otros, o, que si existe esa prosperidad, es la mejor prueba de que yo debo ser un buen pedazo grande de hijo de remil puta, de esos que hacen mucho porque el resto permanezca miserable.
Yo sé que vivo con mis contemporáneos, que con ellos, y no sola, construyo todos los días la historia que otros argentinos en el futuro –y tal vez yo misma- repetiremos palmo a palmo, punto por punto, en la intimidad de nuestras propias vidas.
El tercero de mis vicios es una recurrente, permanente e intencional tendencia a confundir la historia general con la íntima. Una intimidación de la historia general, diríamos. Este vicio está sustentado en una creencia personal gestada durante los años de estudio; esa creencia, ese axioma dice, en letra de molde, bien grande en el panteón de mis ideas: los sujetos tienden a copiar, palmo a palmo, en su propia biografía, la historia de su patria.
Parece no tener demasiado sentido, lo sé, y aún menos rigor histórico. Pero perdí la necesidad del sentido, por fortuna, y el rigor mortis es el único que me preocupa. (Qué buen nombre para ayudante de científico loco, Rigor Mortis).
La hipótesis que no necesito defender ni contrastar ni nada, porque más que hipótesis es un dogma de fe, dice que involuntariamente uno va, con el transcurso de los años, haciendo carne de la historia de su tierra. En mi caso particular, por ejemplo, tengo bien en claro que mi adolescencia fue mi Revolución de Mayo, que a los dieciséis años mi inconsciente estaba exultante en una plaza, festejando un logro menor, revoleando escarapelas de otras naciones, sin saber que se me venía un flor de quilombo encima. Sé que hasta promediar mi década del 20 viví un sinfín de guerras intestinas. Tuve unitarios, federales; no tenía constitución ni documento que me rigiera, así que no sabía muy bien a qué ley obedecer. Tuve un Rosas, un Facundo Quiroga, un Urquiza. Probé algunos modelos que se pretendían diferentes pero todos buscaban, en definitiva, manejarme la aduana. Mucha masacre del soldado raso de mi cerebro.
Cuando sostengo que uno repite la historia de su patria no debe pensarse, sin embargo, que la repite en el mismo orden. Una amiga, por ejemplo, tuvo su primer gobierno peronista, con las patas en la fuente y el Plan Quinquenal entre otras cosas, antes de tener su Campaña del Desierto.
No, claro, si uno repitiera en el mismo orden sería fácil prevenirse; uno ya sabría que a la primera huelga en los Talleres Vasena iba a seguirle, pegadita, la Semana Trágica. No, por desgracia, como siempre sucede con la historia sólo nos sirve para analizar post factum, para, mientras levantamos los cadáveres de la plaza, poder decirnos: estos fueron mis bombardeos del ’55, vinieron justo después de universalizar el voto, justo antes de mi Vuelta de Obligado.
Hay gente, sin embargo y por desgracia, que se estanca, que se queda en un período histórico de su nación durante toda su vida, y ahí anida. Digo “por desgracia”, porque justo los ejemplos que conocí no fueron felices. Aunque no me imagino que pueda ser saludable, nunca, estancar lo que es por naturaleza, mudable: la vida, la historia.
El arquitecto ya ha sobrevolado por estas tierras baldías, ya ha aparecido, más evidente o más solapado. El arquitecto, desde que lo conozco, hace casi diez años, vive estancado en su década del noventa. Se cree bello, talentoso y próspero pero en realidad es la pura decadencia, la corrupción moral. La falacia de su matrimonio es la falacia del 1 a 1. Ella lo odia, él la aborrece y la engaña con una muchachita que vive a unas pocas manzanas. En algún momento, uno piensa, la mentira del 1 a 1 va a volar por los aires, y ahí seguramente se venga una devaluación, unos saqueos. Sus hijos están cansados de sus chicanas emocionales, de sus medidas impopulares, alguno piensa en migrar, otro en protestar, otra en esperar bajo techo hasta que escampe. Él dice que es un as del tenis (en singles, porque eso de jugar en equipo no le cabe), y lo vi una vez en una cancha cerca de mi casa y daba lástima, el profesor le tiraba unas pelotas mustias para que se luzca y él, antes de sacar, hacía los movimientos ampulosos de Pete Sampras.
El arquitecto es el neoliberalismo y el individualismo de la pizza con champagne hasta el grado del ridículo y sin embargo, pese a todo eso, lo que más me molesta de él no es él (que me importa bien poco), sino lo que de él veo en otros, lo que de él veo en la historia de mi patria. Porque la cuestión funciona también en el sentido contrario y a veces una historia individual e íntima me sirve para entender la historia nacional. Lo que más me molesta del arquitecto no son sus miserabilidades, no es su conducta repelente, su jactancia, lo que más me molesta es su desprecio por la historia, su íntimo y selectivo convencimiento de que él se basta a sí mismo, que no precisa de sus semejantes que, si para algo están, es para entorpecerlo.
Me explico: llevo casi diez años conociendo al arquitecto, diez años en los que a la patria le han pasado muchas cosas que antes o después, seguramente, todos repetiremos. En esos diez años todos estuvimos mal y estuvimos mejor al unísono; el arquitecto, por supuesto, también. Se unió necesariamente al coro ese en el que todos cantamos juntos porque no nos queda otra. Sin embargo, y he aquí lo que me molesta sobremanera, el arquitecto parece sostener una teoría de curiosa factura: la crisis de principio de siglo, allá cuando nos conocimos y la construcción era un gremio inmóvil, cristalizado, fue enteramente culpa gubernamental, así es, la malaria económica que lo vapuleó y cacheteó intensamente era por completo responsabilidad de los otros. Por culpa de los otros él no tenía trabajo.
Sin embargo las cosas, más o menos perceptiblemente, fueron mejorando. Y tuvo una obra, que después fueron dos y después diez. Y prosperó lo suficiente como para mantener la falacia del 1 a 1 en su casa, la amante de acá nomás, y el viagra y el profesor de tenis condescendiente, para creerse su masculinidad. Pero eso, queridos amigos, para ustedes que se preguntan, eso no es culpa de nadie más. Eso, y me lo ha dicho tantas veces que puedo repetirlo literalmente, eso es gracias a que él es un profesional brillante, un arquitecto excepcional. Nada tuvo que ver en esto que la industria de la construcción comenzara a moverse, no, él era un gato apaleado y ahora es un toro erecto gracias a su talento, a su esfuerzo, a su maravillosa capacidad para moverse en un “país decadente, que se cae a pedazos, en el que no sé para qué nos quedamos”. Si los otros algo han hecho es entorpecer su crecimiento exponencial, con trabas legales, cargas sociales, impuestos. Gracias a él mismo, y a nadie más que a él, ahora es Gardel, Lepera, los guitarristas y el avión con el que va a estrolarse cuando vuelva de Colombia. Gracias a él y a nadie más que a él ahora es próspero y tiene trabajo.
El arquitecto desprecia la historia, cree que vive al margen de lo que les pasa a sus compatriotas, a sus contemporáneos. Su prosperidad, en el marco de, lo que él considera, es la miseria del resto, no hace otra cosa más que agigantar sus logros, su talento, su destreza.
El arquitecto, para mí, es un insulto. Porque yo creo, y estoy dispuesta a dejar la vida en eso, que no es posible mi prosperidad en la miseria de los otros, o, que si existe esa prosperidad, es la mejor prueba de que yo debo ser un buen pedazo grande de hijo de remil puta, de esos que hacen mucho porque el resto permanezca miserable.
Yo sé que vivo con mis contemporáneos, que con ellos, y no sola, construyo todos los días la historia que otros argentinos en el futuro –y tal vez yo misma- repetiremos palmo a palmo, punto por punto, en la intimidad de nuestras propias vidas.
miércoles, 13 de junio de 2012
mal
Mi posmodernidad es muy limitada, tiene unos bordes profundos y anchos como el foso que rodea a todo castillo que se precie. Y, al igual que en esos fosos, en la frontera cercana de mi posmodernidad hay cocodrilos monstruosos, algún que otro dragón y algún que otro viejo esqueleto que me avisa (les avisa) sobre los peligros que implica cruzar lo que no debe ser cruzado.
Mi posmodernidad está rodeada de grietas inexpugnables por donde se la mire, la pobre. Está cercada. Pero a las fronteras se las mira de a una, necesariamente; por eso hoy sólo voy a hablar del mal. Porque sí, el relativismo de mi posmodernidad, su comprensión del otro y sus circunstancias se terminan acá nomás, en el momento en el que creo, anuncio y sentencio con puño férreo golpeando la mesa del texto, que el mal existe, que el mal es.
Creo que hay maldad, así, en líneas generales y creo que hay personas intrínsecamente malas, malvadas, malévolas. A la manera más arcaica creo que hay gente que trabaja para el mal, que opera con hilos invisibles instituciones miniatúricas o descomunales; creo que los hay.
Pero sin embargo, para ser tan antigua y tan maniquea, soy muy confiada. Así que, si bien creo que hay personas que trabajan para el mal, no creo conocerlas, dudo mucho que estén en contacto conmigo, que soy demasiado poco interesante para los planes universalistas del caos: no soy ni pura ni buena como para intentar corromperme, ni tengo la semilla, el gérmen de la maldad, como para pensar en tentarme o en convertirme. No tengo poder, no tengo dinero, no soy bella ni fea, no soy débil ni fuerte. A los fines del mal (¿sólo del mal?) soy intrascendente. Así que no espero toparme con él en mi cotidianeidad, y he ido, a lo mejor, en una de esas, perdiendo mi natural capacidad para reconocerlo. Me fui atrofiando, digamos.
Por eso no sospeché nada cuando conocí a Angélica. Angélica (sí, ese es su nombre, el mundo tiene una ironía para bautizar de la que yo carezco), es una visitante habitual de la farmacia. Una señora mayor, aquejada por un torturante dolor cervical, que no sobresaldría del resto si no fuera porque usa permanentemente un collarín para tratar de soportar su malestar (como siempre la ortopedia regalando toda su capacidad mnemotécnica). Una señora mayor, decía, a la que me fui acercando despacio: primero, su dolencia y mi empatía, la farmacia me dio una increíble tolerancia al discurso sobre el dolor, valoro y disfruto de mi tolerancia, así que: a mí me duele así, a mí asá, acá, acá y acá también. Después, la cercanía extraña, de cimientos no dichos, plagada de supuestos que dan los años, el verse una y otra vez, y suponer que el otro es de una manera; empezar intuyendo y terminar dando por sentado que el otro piensa lo mismo que uno. Seguro.
Pero llegó después el último elemento aglutinante, lo último que precisaba yo para terminar de confirmar que entre Angélica y yo el diálogo podía irse del medicamento, de la molestia, de la posología. Y entrar en un terreno boscoso y conocido por ambas: la poesía.
Porque Angélica es poeta.
Una poeta urgente, de esos a los que la inspiración asalta y deben escribir. Deben hacerlo, imperativo categórico, y tiene que ser en ese mismo momento. A Angélica la inspiración la asalta en el supermercado, en el cajero automático, en el masajista al que va al pedo desde hace años; en el 80 a las seis de la tarde cuando no hay lugar ni para el aliento; en la casa de la prima vieja y estropeada a la que hay que visitar aunque el Alzheimer no acuse recibo de la cortesía, en todos esos lugares ella siente, como un golpe, como una trompada que la empuja hacia el papel, la carilina, el ticket, la palma de la mano húmeda del sudor del mediodía, y tiene que escribir, tiene que copiar con letra puntuda y prolija lo que siente que le dictan.
Para mí, que amaso cada palabra con barro y sudor en la boca; a mí, que cuido esa única saliva como si estuviera en el desierto, esa furia poética me parece envidiable, ya quisiera yo algo de ese magma de palabras haciendo erupción. Y no esta canilla rota que ni se abre ni se cierra del todo para siempre.
Angélica escribe con furia. Con angustia. Con apuro.
Y sus poemas, pude comprobar cuando me los trajo (un día en el que haber sido testigo de uno de esos violentos arrebatos acrecentó la mutua confianza), eran buenos. Estaban cargados de imágenes sutiles y metáforas ambiguas. Algunos eran simples, unos pocos versos, y otros mucho más elaborados. Se percibía en todos, eso sí, un aire antiguo a alegoría. El tema es que, cada tanto me iba trayendo sus poemas nuevos y hablábamos sobre ellos, sobre la escritura, sobre escribir, y llegué a tomarles (a los poemas y a ella) cierto cariño, motivado, tal vez, por eso en común que nos unía.
El mal se mostró despacio, como si yo fuera un animal asustadizo y no quisiera alejarme, entonces un día me explicó un poema y me dijo que era para su madre enferma y que el verso que hablaba nubosamente de justicias era porque ella creía que su madre merecía su enfermedad, merecía su sufrimiento agónico. Yo pensé que hay madres guachas, sí, y que el resentimiento no sabe de diluciones en el tiempo ni de vínculos sanguíneos; pensé también que no hay vínculos sagrados. Pero al poco tiempo me dijo que ese verso, de otro poema, en el que hablaba vagamente de un dolor físico se refería al castigo que imaginó que podría provocarle al perro de su vecino, si tuviese los elementos (cortopunzantes, deduzco, por el texto) necesarios para hacerlo. Y poco después me mostró un hermoso poema moral que, me contó cuando terminé de leerlo, había sido inspirado por el testimonio radial de una mujer víctima de la violencia familiar. “Con este poema quise expresar lo que yo sé y siento: que toda mujer golpeada, en realidad, se lo merece, porque le gusta que le peguen, porque provoca al hombre para que él la faje”.
Ahí terminé de darme cuenta.
Pero con mi lentitud inveterada de siempre, me costó mucho tiempo cortar la relación, así que tuve que leer todavía muchos poemas más. Algunos me obligó el infortunio y mi clienta a saber por qué aberración estaban motivados, y me sentí mal. De otros, tuve la desgracia superlativa de que no me dijera nada, y entonces me vio obligada a sospechar, conjeturar, intuir, y me sentí peor, mucho peor.
Angélica es un agente del mal, y no sólo por el río de cadáveres y muerte que ocultan sus metáforas, no sólo por el catálogo de sentimientos bajos que la motiva a escribir, ni siquiera por el desfalco moral, la defraudación de la palabra que puede parecer el hecho de que enmascare lo horrendo tras la belleza. No, Angélica es, para mí, un agente del mal porque profanó un espacio que me era sagrado, me mostró que la palabra es una estafa, también, que es mentira de mentiras.
El efecto de semejante descubrimiento, era de esperarse, es contagioso. Y un signo de pregunta, ahora, sobrevuela todo lo que leo. Una hoz afilada acariciando el pasto tierno del texto. Una amenaza.
Sobrevuela también, necesariamente, todo lo que escribo.
Termino esto sin saber dónde poner el punto final, presa del mareo, el vértigo, el tembladeral
Mi posmodernidad está rodeada de grietas inexpugnables por donde se la mire, la pobre. Está cercada. Pero a las fronteras se las mira de a una, necesariamente; por eso hoy sólo voy a hablar del mal. Porque sí, el relativismo de mi posmodernidad, su comprensión del otro y sus circunstancias se terminan acá nomás, en el momento en el que creo, anuncio y sentencio con puño férreo golpeando la mesa del texto, que el mal existe, que el mal es.
Creo que hay maldad, así, en líneas generales y creo que hay personas intrínsecamente malas, malvadas, malévolas. A la manera más arcaica creo que hay gente que trabaja para el mal, que opera con hilos invisibles instituciones miniatúricas o descomunales; creo que los hay.
Pero sin embargo, para ser tan antigua y tan maniquea, soy muy confiada. Así que, si bien creo que hay personas que trabajan para el mal, no creo conocerlas, dudo mucho que estén en contacto conmigo, que soy demasiado poco interesante para los planes universalistas del caos: no soy ni pura ni buena como para intentar corromperme, ni tengo la semilla, el gérmen de la maldad, como para pensar en tentarme o en convertirme. No tengo poder, no tengo dinero, no soy bella ni fea, no soy débil ni fuerte. A los fines del mal (¿sólo del mal?) soy intrascendente. Así que no espero toparme con él en mi cotidianeidad, y he ido, a lo mejor, en una de esas, perdiendo mi natural capacidad para reconocerlo. Me fui atrofiando, digamos.
Por eso no sospeché nada cuando conocí a Angélica. Angélica (sí, ese es su nombre, el mundo tiene una ironía para bautizar de la que yo carezco), es una visitante habitual de la farmacia. Una señora mayor, aquejada por un torturante dolor cervical, que no sobresaldría del resto si no fuera porque usa permanentemente un collarín para tratar de soportar su malestar (como siempre la ortopedia regalando toda su capacidad mnemotécnica). Una señora mayor, decía, a la que me fui acercando despacio: primero, su dolencia y mi empatía, la farmacia me dio una increíble tolerancia al discurso sobre el dolor, valoro y disfruto de mi tolerancia, así que: a mí me duele así, a mí asá, acá, acá y acá también. Después, la cercanía extraña, de cimientos no dichos, plagada de supuestos que dan los años, el verse una y otra vez, y suponer que el otro es de una manera; empezar intuyendo y terminar dando por sentado que el otro piensa lo mismo que uno. Seguro.
Pero llegó después el último elemento aglutinante, lo último que precisaba yo para terminar de confirmar que entre Angélica y yo el diálogo podía irse del medicamento, de la molestia, de la posología. Y entrar en un terreno boscoso y conocido por ambas: la poesía.
Porque Angélica es poeta.
Una poeta urgente, de esos a los que la inspiración asalta y deben escribir. Deben hacerlo, imperativo categórico, y tiene que ser en ese mismo momento. A Angélica la inspiración la asalta en el supermercado, en el cajero automático, en el masajista al que va al pedo desde hace años; en el 80 a las seis de la tarde cuando no hay lugar ni para el aliento; en la casa de la prima vieja y estropeada a la que hay que visitar aunque el Alzheimer no acuse recibo de la cortesía, en todos esos lugares ella siente, como un golpe, como una trompada que la empuja hacia el papel, la carilina, el ticket, la palma de la mano húmeda del sudor del mediodía, y tiene que escribir, tiene que copiar con letra puntuda y prolija lo que siente que le dictan.
Para mí, que amaso cada palabra con barro y sudor en la boca; a mí, que cuido esa única saliva como si estuviera en el desierto, esa furia poética me parece envidiable, ya quisiera yo algo de ese magma de palabras haciendo erupción. Y no esta canilla rota que ni se abre ni se cierra del todo para siempre.
Angélica escribe con furia. Con angustia. Con apuro.
Y sus poemas, pude comprobar cuando me los trajo (un día en el que haber sido testigo de uno de esos violentos arrebatos acrecentó la mutua confianza), eran buenos. Estaban cargados de imágenes sutiles y metáforas ambiguas. Algunos eran simples, unos pocos versos, y otros mucho más elaborados. Se percibía en todos, eso sí, un aire antiguo a alegoría. El tema es que, cada tanto me iba trayendo sus poemas nuevos y hablábamos sobre ellos, sobre la escritura, sobre escribir, y llegué a tomarles (a los poemas y a ella) cierto cariño, motivado, tal vez, por eso en común que nos unía.
El mal se mostró despacio, como si yo fuera un animal asustadizo y no quisiera alejarme, entonces un día me explicó un poema y me dijo que era para su madre enferma y que el verso que hablaba nubosamente de justicias era porque ella creía que su madre merecía su enfermedad, merecía su sufrimiento agónico. Yo pensé que hay madres guachas, sí, y que el resentimiento no sabe de diluciones en el tiempo ni de vínculos sanguíneos; pensé también que no hay vínculos sagrados. Pero al poco tiempo me dijo que ese verso, de otro poema, en el que hablaba vagamente de un dolor físico se refería al castigo que imaginó que podría provocarle al perro de su vecino, si tuviese los elementos (cortopunzantes, deduzco, por el texto) necesarios para hacerlo. Y poco después me mostró un hermoso poema moral que, me contó cuando terminé de leerlo, había sido inspirado por el testimonio radial de una mujer víctima de la violencia familiar. “Con este poema quise expresar lo que yo sé y siento: que toda mujer golpeada, en realidad, se lo merece, porque le gusta que le peguen, porque provoca al hombre para que él la faje”.
Ahí terminé de darme cuenta.
Pero con mi lentitud inveterada de siempre, me costó mucho tiempo cortar la relación, así que tuve que leer todavía muchos poemas más. Algunos me obligó el infortunio y mi clienta a saber por qué aberración estaban motivados, y me sentí mal. De otros, tuve la desgracia superlativa de que no me dijera nada, y entonces me vio obligada a sospechar, conjeturar, intuir, y me sentí peor, mucho peor.
Angélica es un agente del mal, y no sólo por el río de cadáveres y muerte que ocultan sus metáforas, no sólo por el catálogo de sentimientos bajos que la motiva a escribir, ni siquiera por el desfalco moral, la defraudación de la palabra que puede parecer el hecho de que enmascare lo horrendo tras la belleza. No, Angélica es, para mí, un agente del mal porque profanó un espacio que me era sagrado, me mostró que la palabra es una estafa, también, que es mentira de mentiras.
El efecto de semejante descubrimiento, era de esperarse, es contagioso. Y un signo de pregunta, ahora, sobrevuela todo lo que leo. Una hoz afilada acariciando el pasto tierno del texto. Una amenaza.
Sobrevuela también, necesariamente, todo lo que escribo.
Termino esto sin saber dónde poner el punto final, presa del mareo, el vértigo, el tembladeral
miércoles, 9 de mayo de 2012
pollera
Vos estabas caminando por la calle 2 en santa teresita, había mucha gente, muchísima. Entonces te quedaste mirando unos juguetes en un negocio y cuando te diste vuelta empezaste a seguir a la abuela, a la pollera de la abuela que caminaba por la calle, adelante. Cuando llegaste a agarrarte te diste cuenta de que no era la abuela esa señora sino una señora que tenía la misma pollera. Te asustaste mucho y no sabías qué hacer. Entonces llegó la abuela que te retó, te gritó y después te dio un abrazo. Vos llorabas y ella también.
Mi sobrina Lizi me cuenta esto incesantemente. Como todo artista de la narración, ya a sus cuatro años sabe perfectamente que la atmósfera lo es todo, así que para contarme esto me lleva a la habitación más apartada de la casa de la abuela del cuento que es, por supuesto, mi madre; no me deja prender la luz y hace que me siente en la cama. Pone su voz más truculenta y empieza a narrarme la verídica historia de mi pérdida. Una historia que no sé quién le habrá contado (aunque intuyo los propósitos aleccionadores por los que lo hizo) pero que se imprimió con tanta fuerza en su anecdotario que contármelo una vez, parece, no es suficiente. Así que cuando termina, después de que yo suelto alguna frase de tipo “qué interesante” o “mirá vos” y amago con irme, me agarra de la mano, me retiene con gesto desesperado y me dice: “Esperáaaaa, esperáa”.
Vos estabas caminando por la calle 2 en santa teresita, había mucha gente, muchísima. Entonces te quedaste mirando unos perritos…
Como si supiera de esta pasión mía por la variación mínima, altera algunos detalles, así que la pollera de mi mamá es a veces roja, a veces verde y a veces, incluso, azul con flores chiquititas, tal y como yo la recuerdo; a veces, se ve que de tanto perderme y encontrarme con mi mamá, de tanto bancarme la cagada a pedos y el abrazo, me agarra hambre, y entonces el negocio que produce mi distracción es un kiosco, por ejemplo. Como todo artista de la narración, a ella no le interesa en lo absoluto la verdad, así que las veces en las que traté, estúpidamente, de agregarle detalles que, pensé, agregaban precisión histórica y hasta documental al hecho, la propuesta no fue bienvenida, indefectiblemente fue rechazada con el más grande de los desdenes: la ignorancia.
El círculo virtuoso y perfecto de su narración, de otro modo incesante, se rompe cuando alguien nos reclama del otro lado de la casa, ese lugar menos teatral y peor iluminado en el que todos hacen como que el tiempo avanza, hacen como que yo volví, y no seguí a la pollera melliza a cuya dueña ahora, a lo mejor, llamo madre.
Hablando de circularidades, hoy Lizi, mi biógrafa circunstancial, me ayuda a traer a la memoria, a presentizar, a evocar a Hernán, un viejo cliente frecuente de estas cuatro paredes blancas muy blancas. Hernán, el anciano más educado del mundo (o al menos, del barrio) que venía a diario a cumplir con las exigencias de su mujer, un personaje sobre el que tendría también que escribir algo algún día, tal era la fascinación que ejercía sobre mí ese sujeto monstruoso, maravilloso y complejo que refería Hernán, otro evidente artista del relato circular. El tema con Hernán, además de su capacidad para fabular, es decir, de hacer fabuloso lo mundano, es que lentamente, trabajosamente y pacientemente se fue volviendo loco. Y estas no son mis palabras, poco afectas a pensar que la psicopatía es la excepción y no la regla, son las palabras del propio Hernán que, educado como es, me fue anunciando su locura progresiva, supongo que para evitar un escándalo que se parecería demasiado, para él, a una descortesía. Hernán se fue volviendo loco y yo lo fui viendo partir desde la orilla blanca muy blanca que es este mostrador. Lo despedí sin pañuelos que se agitan en el aire pero con la nostalgia cierta de ver un buque cuyo destino infalible es el hundimiento.
El hundimiento llegó, porque llega siempre, un día en el que Hernán entró a la farmacia y cambió los rituales circulares que interpretábamos tan bien, y los reemplazó por uno nuevo: con voz agitada, cansado, como si estuviese corriendo por la cubierta buscando por qué lugar del océano escapar del naufragio, me preguntó: ¿qué día es hoy?
Maquinalmente contesté un siete de febrero que no le sirvió, así que insistió: “no, pero, ¿qué día?”.
Lunes, contesté, con la satisfacción del que responde a una duda.
“No”. Me dijo, con impaciente tristeza, “que qué día es”.
Probé otras combinaciones, cifras, letras, en distintos órdenes; probé y probamos. Pero la caja fuerte no se abrió. No hubo caso. Ese día Hernán finalmente se fue, triste, pero con alguna esperanza. Y yo me quedé pensando en cuál sería la clave para desentrañar ese enigma.
Al día siguiente volvió y probamos. Yo había pensado, indagado, preparado preguntas y respuestas. Pero tampoco hubo caso.
El círculo pasó a hacer ese pero yo, presa de otras geometrías, agoté mi repertorio y mi capacidad de repetición. A la larga, a la pregunta de Hernán, respondía con un silencio, una mueca variable y el mismo eterno encogerme de hombros.
A la larga, entendí que no hay calendario posible cuando se está perdido. Y pensé en el tiempo imposible que habré pasado siguiendo a la pollera equivocada.
Tendría que preguntárselo a Lizi, la próxima vez que me cuente esa o alguna de las otras muchas veces que me he perdido y me perderé en mi vida.
Mi sobrina Lizi me cuenta esto incesantemente. Como todo artista de la narración, ya a sus cuatro años sabe perfectamente que la atmósfera lo es todo, así que para contarme esto me lleva a la habitación más apartada de la casa de la abuela del cuento que es, por supuesto, mi madre; no me deja prender la luz y hace que me siente en la cama. Pone su voz más truculenta y empieza a narrarme la verídica historia de mi pérdida. Una historia que no sé quién le habrá contado (aunque intuyo los propósitos aleccionadores por los que lo hizo) pero que se imprimió con tanta fuerza en su anecdotario que contármelo una vez, parece, no es suficiente. Así que cuando termina, después de que yo suelto alguna frase de tipo “qué interesante” o “mirá vos” y amago con irme, me agarra de la mano, me retiene con gesto desesperado y me dice: “Esperáaaaa, esperáa”.
Vos estabas caminando por la calle 2 en santa teresita, había mucha gente, muchísima. Entonces te quedaste mirando unos perritos…
Como si supiera de esta pasión mía por la variación mínima, altera algunos detalles, así que la pollera de mi mamá es a veces roja, a veces verde y a veces, incluso, azul con flores chiquititas, tal y como yo la recuerdo; a veces, se ve que de tanto perderme y encontrarme con mi mamá, de tanto bancarme la cagada a pedos y el abrazo, me agarra hambre, y entonces el negocio que produce mi distracción es un kiosco, por ejemplo. Como todo artista de la narración, a ella no le interesa en lo absoluto la verdad, así que las veces en las que traté, estúpidamente, de agregarle detalles que, pensé, agregaban precisión histórica y hasta documental al hecho, la propuesta no fue bienvenida, indefectiblemente fue rechazada con el más grande de los desdenes: la ignorancia.
El círculo virtuoso y perfecto de su narración, de otro modo incesante, se rompe cuando alguien nos reclama del otro lado de la casa, ese lugar menos teatral y peor iluminado en el que todos hacen como que el tiempo avanza, hacen como que yo volví, y no seguí a la pollera melliza a cuya dueña ahora, a lo mejor, llamo madre.
Hablando de circularidades, hoy Lizi, mi biógrafa circunstancial, me ayuda a traer a la memoria, a presentizar, a evocar a Hernán, un viejo cliente frecuente de estas cuatro paredes blancas muy blancas. Hernán, el anciano más educado del mundo (o al menos, del barrio) que venía a diario a cumplir con las exigencias de su mujer, un personaje sobre el que tendría también que escribir algo algún día, tal era la fascinación que ejercía sobre mí ese sujeto monstruoso, maravilloso y complejo que refería Hernán, otro evidente artista del relato circular. El tema con Hernán, además de su capacidad para fabular, es decir, de hacer fabuloso lo mundano, es que lentamente, trabajosamente y pacientemente se fue volviendo loco. Y estas no son mis palabras, poco afectas a pensar que la psicopatía es la excepción y no la regla, son las palabras del propio Hernán que, educado como es, me fue anunciando su locura progresiva, supongo que para evitar un escándalo que se parecería demasiado, para él, a una descortesía. Hernán se fue volviendo loco y yo lo fui viendo partir desde la orilla blanca muy blanca que es este mostrador. Lo despedí sin pañuelos que se agitan en el aire pero con la nostalgia cierta de ver un buque cuyo destino infalible es el hundimiento.
El hundimiento llegó, porque llega siempre, un día en el que Hernán entró a la farmacia y cambió los rituales circulares que interpretábamos tan bien, y los reemplazó por uno nuevo: con voz agitada, cansado, como si estuviese corriendo por la cubierta buscando por qué lugar del océano escapar del naufragio, me preguntó: ¿qué día es hoy?
Maquinalmente contesté un siete de febrero que no le sirvió, así que insistió: “no, pero, ¿qué día?”.
Lunes, contesté, con la satisfacción del que responde a una duda.
“No”. Me dijo, con impaciente tristeza, “que qué día es”.
Probé otras combinaciones, cifras, letras, en distintos órdenes; probé y probamos. Pero la caja fuerte no se abrió. No hubo caso. Ese día Hernán finalmente se fue, triste, pero con alguna esperanza. Y yo me quedé pensando en cuál sería la clave para desentrañar ese enigma.
Al día siguiente volvió y probamos. Yo había pensado, indagado, preparado preguntas y respuestas. Pero tampoco hubo caso.
El círculo pasó a hacer ese pero yo, presa de otras geometrías, agoté mi repertorio y mi capacidad de repetición. A la larga, a la pregunta de Hernán, respondía con un silencio, una mueca variable y el mismo eterno encogerme de hombros.
A la larga, entendí que no hay calendario posible cuando se está perdido. Y pensé en el tiempo imposible que habré pasado siguiendo a la pollera equivocada.
Tendría que preguntárselo a Lizi, la próxima vez que me cuente esa o alguna de las otras muchas veces que me he perdido y me perderé en mi vida.
martes, 27 de marzo de 2012
pantano
“Ahora estoy sola ya, nadie que me venga a visitar, nadie que me llame por teléfono, no sé para que tengo el teléfono, por alguna emergencia, por no dejar de tenerlo, porque sacar el teléfono sería como asumirlo, como perder las esperanzas del todo, aunque las esperanzas ya las perdí, qué se le va hacer, no tuve suerte en esta vida, estoy sola como un perro en una casa muy grande, enorme, una casa que desde que se murieron mis padres está cada vez más vacía, ya ni la limpio, es demasiado grande y ya no me importa, me hace sentir más sola”.
Yo no hablo hoy, yo no voy a decir ni siquiera una palabra, yo no tengo nada que decirle a esta pobre mujer, este proyecto amputado, no, yo me limito a mover mi cabeza de arriba para abajo para simular una comprensión y una piedad que no tengo. Porque hoy no me interesa, hoy no quiero saber, no tengo ninguna gana de escucharla; yo estoy pensando en por qué mierda no se va y le cuenta sus depresiones a alguien más, a cualquiera, que pare a alguien en la calle y le cuente sus miserias, que esta sola como un perro, que nunca conoció el amor, que extraña a más no poder a sus padres, esos seres únicos y maravillosos que la convirtieron hace casi un siglo en la ostra monstruosa que es hoy; que querría haber tenido hijos pero no pudo, que querría que algo le gustara en la vida, un poco al menos, no una pasión, pero una tarea aunque sea, tejer, bordar, algo. Pero no, no tiene ni tuvo nada y por alguna extraña razón le parece que a mí me importa saber algo de todo eso, no tiene ni tuvo nada salvo una casa enorme que se la está devorando y que es la prueba hecha cemento de un abandono autogestionado. Una casa fría y una mujer.
Por qué no se va, pienso yo que trato de retener una lágrimas de impotencia que quieren estallar, andate que vos no sos quién para disponer de mi tiempo, que no sos quién para disponer de mis oídos, andate porque no me pagan para escucharte, en el precio no estaba incluida la porción de mi cerebro que te estás consumiendo, andate vieja chota y que tu casa te chupe como un pantano, que no puedas salir, que el barro te haga el favor de ahogarte y de retirarte de una vez por todas del mundo de los vivos, andate y que tu casa te coma de una vez por todas, y que mastique tus huesos tal y como yo no puedo.
Andate.
No quiero ver espejos hoy, es mi derecho, no quiero escuchar lo que el oráculo tenga para decirme, porque ya lo sé, porque no hay nada que yo no sepa, porque mi teléfono no suena y mi casa está vacía, mi diminuta casa está realmente mucho más vacía que si nadie la habitara, porque están sólo mis pasos retumbando contra las paredes, y una mancha de humedad bestial imitando a un ser humano.
Andate profeta, nadie te quiere en esta tierra, dejame a mí descreer de horóscopos de la misma manera en que descreo de todo. Mi destino es mi plan oculto, y lo conozco mejor, muchísimo mejor que vos, que vos, bruja disfrazada de anciana, lo conozco perfectamente. Saberlo, no es mi tarea hoy, mi trabajo es más arduo, mucho más exigente que cualquier vaticinio, mi trabajo ahora es acostumbrarme; mi oficio es la resignación.
Yo no hablo hoy, yo no voy a decir ni siquiera una palabra, yo no tengo nada que decirle a esta pobre mujer, este proyecto amputado, no, yo me limito a mover mi cabeza de arriba para abajo para simular una comprensión y una piedad que no tengo. Porque hoy no me interesa, hoy no quiero saber, no tengo ninguna gana de escucharla; yo estoy pensando en por qué mierda no se va y le cuenta sus depresiones a alguien más, a cualquiera, que pare a alguien en la calle y le cuente sus miserias, que esta sola como un perro, que nunca conoció el amor, que extraña a más no poder a sus padres, esos seres únicos y maravillosos que la convirtieron hace casi un siglo en la ostra monstruosa que es hoy; que querría haber tenido hijos pero no pudo, que querría que algo le gustara en la vida, un poco al menos, no una pasión, pero una tarea aunque sea, tejer, bordar, algo. Pero no, no tiene ni tuvo nada y por alguna extraña razón le parece que a mí me importa saber algo de todo eso, no tiene ni tuvo nada salvo una casa enorme que se la está devorando y que es la prueba hecha cemento de un abandono autogestionado. Una casa fría y una mujer.
Por qué no se va, pienso yo que trato de retener una lágrimas de impotencia que quieren estallar, andate que vos no sos quién para disponer de mi tiempo, que no sos quién para disponer de mis oídos, andate porque no me pagan para escucharte, en el precio no estaba incluida la porción de mi cerebro que te estás consumiendo, andate vieja chota y que tu casa te chupe como un pantano, que no puedas salir, que el barro te haga el favor de ahogarte y de retirarte de una vez por todas del mundo de los vivos, andate y que tu casa te coma de una vez por todas, y que mastique tus huesos tal y como yo no puedo.
Andate.
No quiero ver espejos hoy, es mi derecho, no quiero escuchar lo que el oráculo tenga para decirme, porque ya lo sé, porque no hay nada que yo no sepa, porque mi teléfono no suena y mi casa está vacía, mi diminuta casa está realmente mucho más vacía que si nadie la habitara, porque están sólo mis pasos retumbando contra las paredes, y una mancha de humedad bestial imitando a un ser humano.
Andate profeta, nadie te quiere en esta tierra, dejame a mí descreer de horóscopos de la misma manera en que descreo de todo. Mi destino es mi plan oculto, y lo conozco mejor, muchísimo mejor que vos, que vos, bruja disfrazada de anciana, lo conozco perfectamente. Saberlo, no es mi tarea hoy, mi trabajo es más arduo, mucho más exigente que cualquier vaticinio, mi trabajo ahora es acostumbrarme; mi oficio es la resignación.
domingo, 26 de febrero de 2012
atizador
A veces pienso que la vida es lo que me pasa en los breves intervalos que me deja la lectura. A veces pienso que mi vida es mi lectura y el resto, sólo un compás de espera, el tamborilear de los dedos sobre la mesa mientras espero el libro nuevo, viejo, el mejor libro de todos: el próximo.
No sé cómo suele el resto dividir el tiempo cuando ordena su biografía. Hablo de la división que cuenta, de la importante, no la de horas, días y meses; hablo de la división interna. Hay gente que ordena los sucesos por domicilio, por ejemplo: “me acuerdo, eso fue antes de mudarme al departamento de la calle Pacheco, todavía vivía en Lugones”. Otra gente lo organiza por compañía: “Cuando pasó eso yo estaba saliendo con Gonzalo, me acuerdo”. Hay gente, también, que lo mide por trabajos: “Fue antes de que entre a trabajar a la empresa, todavía laburaba con mi viejo”. Todos medimos el tiempo de una forma personal, usamos una unidad íntima y de acuerdo a ella ordenamos nuestra historia para hacerla (fin último de toda historia y, me temo, de todo en este mundo) algo narrable.
Mi vida se cuenta en libros.
Sé cuándo decidí dejar la carrera de historia porque estaba leyendo El innombrable de Beckett.
Sé cuándo decidí irme a vivir sola porque estaba leyendo La música del azar, de Auster.
Sé cuándo quise escribir una novela porque estaba leyendo El llano en llamas, de Rulfo (creo, de hecho, poder marcar la página).
El método funciona para los grandes hitos de la vida, sí, pero también para los más pequeños: sé cuándo tuve la última patada al hígado porque estaba leyendo Los jardines de Kensington de Fresán, por ejemplo. (y bajo ningún punto de vista asocio una cosa con la otra, aclaro).
Mi vida se cuenta en libros y a veces no sé si, en realidad, no estaré forzando el verdadero significado de las palabras cuando escribo “vida” y “libros” así, separadamente.
Más adelante, quizás, encuentre explicación este verano de 1990 que traigo a colación, con la casa de veraneo demasiado chica para la familia numerosa. La vacación que pasé leyendo mi primer libro de Agatha Christie (uno cuyo título no diré por razones obvias), y peleándome con mis hermanos por todo lo imaginable. La vacación que recuerdo por la lenta y esforzada lectura que le demandaba el libro a mis diez años que se empantanaban fácil, todavía, con todo aquello que no tuviera dibujos acompañando. La vacación que culmina, en mi memoria, en una pelea con mi hermana Cecilia por algún estúpido motivo que no sería, seguramente, más que un disfraz del hacinamiento. Una pelea que mi hermana decidió terminar con una frase que hasta el día de hoy me duele: señalando con el dedo índice el libro, esas doscientas páginas leídas hasta el momento que se habían llevado mi sangre, mi sudor y mis lágrimas, me dijo, a manera de venganza:
“Fue Jane. Lo mató con el atizador de la chimenea”.
Poco importó que yo no supiera qué es un atizador, y que la Yein que ella pronunciaba no fuese para mí identificable con la Jane, literal, de la que yo ya venía sospechando. Se me desmoronó la lectura y, en la versión narrable de mi historia que caprichosamente elijo, se terminaron con ese gesto mis vacaciones del año 1990.
El mismo gesto, juraría que el mismo índice señalando fue hoy el que me dejó Osvaldo antes de irse.
Osvaldo es un hombre encantador, aclaro, para que no se piense que el ademán trágico que me regaló es producto de su mala voluntad. Un hombre de unos cincuenta años que a menudo viene a la farmacia y con quien siempre, invariablemente, me quedo hablando de esa forma de periodización del tiempo que ambos compartimos: libros. Osvaldo ha leído muchísimo, mucha literatura rusa, alemana, libros de los que me encanta escucharlo hablar, quizás porque me cuesta leerlos, porque me empantano a veces, como me empantanaba, cuando intento su lectura. La desgracia (y los años de desatención) hicieron que la diabetes de Osvaldo lo dejara ciego hace algún tiempo. Y esa ceguera fue para él un castigo: no más libros o, al menos, no más la maravillosa, privada e irreemplazable sensación de leer, de pasar la vista por el texto y creer, por lo que dure el embrujo, que hay un sentido en la vida, al menos, que es decodificable. Leer es una conquista y Osvaldo vivió la ceguera como quien pierde la guerra y, para siempre, todo el territorio al que alguna vez llamó patria.
Como si no hubiese perdido, viene y me dice que Pushkin, que Gorki, que Tolstoi, que Mann. Y yo lo escucho como si fuera los dibujos que me salvan de caer en las arenas movedizas del texto, y pienso que es un hombre encantador y que si me fuera concedido el poder mágico en el que su literatura rara vez cree, le devolvería el don de la vista, nomás, para verlo leer.
Pero Osvaldo entró a la farmacia un día, un día en el que la noticia era una amputación segura y un destino en silla de ruedas. Y no quiso hablar de libros. Por supuesto. No quiso más que el horror mudo que se le escapaba de la boca demasiado abierta. Ensayé un consuelo, como siempre hago, más por tic que por razonamiento y le dije que Susana, su mujer, le dije que Anahí, su hija. Como el alarido seguía ahí, muy silencioso, me desesperé y pensé en escapar por la literaria, que es por donde suelo escaparme de todos lados, por otra parte. Y ahí, después de mi torpe, torpísima de torpeza absoluta alusión a los libros, él decidió terminar la conversación con una frase que hasta el día de hoy me duele, y mientras salía de la farmacia a tientas y con paso torpe, me dijo:
“Para lo que me han servido”.
“Para lo que me han servido”, y podría jurar que vi a su dedo índice señalando las doscientas hojas que –sangre, sudor y lágrimas- eran hasta el momento mi vida.
A veces pienso que “vida” y “libros” no son la misma palabra. Sin embargo podría jurar que: “Fue Jane. Lo mató con el atizador de la chimenea” y “Para lo que me han servido” son expresiones, en todo, absoluta y completamente idénticas.
No sé cómo suele el resto dividir el tiempo cuando ordena su biografía. Hablo de la división que cuenta, de la importante, no la de horas, días y meses; hablo de la división interna. Hay gente que ordena los sucesos por domicilio, por ejemplo: “me acuerdo, eso fue antes de mudarme al departamento de la calle Pacheco, todavía vivía en Lugones”. Otra gente lo organiza por compañía: “Cuando pasó eso yo estaba saliendo con Gonzalo, me acuerdo”. Hay gente, también, que lo mide por trabajos: “Fue antes de que entre a trabajar a la empresa, todavía laburaba con mi viejo”. Todos medimos el tiempo de una forma personal, usamos una unidad íntima y de acuerdo a ella ordenamos nuestra historia para hacerla (fin último de toda historia y, me temo, de todo en este mundo) algo narrable.
Mi vida se cuenta en libros.
Sé cuándo decidí dejar la carrera de historia porque estaba leyendo El innombrable de Beckett.
Sé cuándo decidí irme a vivir sola porque estaba leyendo La música del azar, de Auster.
Sé cuándo quise escribir una novela porque estaba leyendo El llano en llamas, de Rulfo (creo, de hecho, poder marcar la página).
El método funciona para los grandes hitos de la vida, sí, pero también para los más pequeños: sé cuándo tuve la última patada al hígado porque estaba leyendo Los jardines de Kensington de Fresán, por ejemplo. (y bajo ningún punto de vista asocio una cosa con la otra, aclaro).
Mi vida se cuenta en libros y a veces no sé si, en realidad, no estaré forzando el verdadero significado de las palabras cuando escribo “vida” y “libros” así, separadamente.
Más adelante, quizás, encuentre explicación este verano de 1990 que traigo a colación, con la casa de veraneo demasiado chica para la familia numerosa. La vacación que pasé leyendo mi primer libro de Agatha Christie (uno cuyo título no diré por razones obvias), y peleándome con mis hermanos por todo lo imaginable. La vacación que recuerdo por la lenta y esforzada lectura que le demandaba el libro a mis diez años que se empantanaban fácil, todavía, con todo aquello que no tuviera dibujos acompañando. La vacación que culmina, en mi memoria, en una pelea con mi hermana Cecilia por algún estúpido motivo que no sería, seguramente, más que un disfraz del hacinamiento. Una pelea que mi hermana decidió terminar con una frase que hasta el día de hoy me duele: señalando con el dedo índice el libro, esas doscientas páginas leídas hasta el momento que se habían llevado mi sangre, mi sudor y mis lágrimas, me dijo, a manera de venganza:
“Fue Jane. Lo mató con el atizador de la chimenea”.
Poco importó que yo no supiera qué es un atizador, y que la Yein que ella pronunciaba no fuese para mí identificable con la Jane, literal, de la que yo ya venía sospechando. Se me desmoronó la lectura y, en la versión narrable de mi historia que caprichosamente elijo, se terminaron con ese gesto mis vacaciones del año 1990.
El mismo gesto, juraría que el mismo índice señalando fue hoy el que me dejó Osvaldo antes de irse.
Osvaldo es un hombre encantador, aclaro, para que no se piense que el ademán trágico que me regaló es producto de su mala voluntad. Un hombre de unos cincuenta años que a menudo viene a la farmacia y con quien siempre, invariablemente, me quedo hablando de esa forma de periodización del tiempo que ambos compartimos: libros. Osvaldo ha leído muchísimo, mucha literatura rusa, alemana, libros de los que me encanta escucharlo hablar, quizás porque me cuesta leerlos, porque me empantano a veces, como me empantanaba, cuando intento su lectura. La desgracia (y los años de desatención) hicieron que la diabetes de Osvaldo lo dejara ciego hace algún tiempo. Y esa ceguera fue para él un castigo: no más libros o, al menos, no más la maravillosa, privada e irreemplazable sensación de leer, de pasar la vista por el texto y creer, por lo que dure el embrujo, que hay un sentido en la vida, al menos, que es decodificable. Leer es una conquista y Osvaldo vivió la ceguera como quien pierde la guerra y, para siempre, todo el territorio al que alguna vez llamó patria.
Como si no hubiese perdido, viene y me dice que Pushkin, que Gorki, que Tolstoi, que Mann. Y yo lo escucho como si fuera los dibujos que me salvan de caer en las arenas movedizas del texto, y pienso que es un hombre encantador y que si me fuera concedido el poder mágico en el que su literatura rara vez cree, le devolvería el don de la vista, nomás, para verlo leer.
Pero Osvaldo entró a la farmacia un día, un día en el que la noticia era una amputación segura y un destino en silla de ruedas. Y no quiso hablar de libros. Por supuesto. No quiso más que el horror mudo que se le escapaba de la boca demasiado abierta. Ensayé un consuelo, como siempre hago, más por tic que por razonamiento y le dije que Susana, su mujer, le dije que Anahí, su hija. Como el alarido seguía ahí, muy silencioso, me desesperé y pensé en escapar por la literaria, que es por donde suelo escaparme de todos lados, por otra parte. Y ahí, después de mi torpe, torpísima de torpeza absoluta alusión a los libros, él decidió terminar la conversación con una frase que hasta el día de hoy me duele, y mientras salía de la farmacia a tientas y con paso torpe, me dijo:
“Para lo que me han servido”.
“Para lo que me han servido”, y podría jurar que vi a su dedo índice señalando las doscientas hojas que –sangre, sudor y lágrimas- eran hasta el momento mi vida.
A veces pienso que “vida” y “libros” no son la misma palabra. Sin embargo podría jurar que: “Fue Jane. Lo mató con el atizador de la chimenea” y “Para lo que me han servido” son expresiones, en todo, absoluta y completamente idénticas.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)