Marcela era joven, muy joven, diecinueve años que pretendían aparentar más a fuerza de cansancio, pero no podían. No sé si fue mi detestable e involuntaria cara de psicoanalista en día franco, no sé si fueron sus ganas irrefrenables de hablar que yo no supe cómo coartar, pero lo cierto es que Marcela, a cuento de nada o casi nada, me hizo un resumen de su vida en veinte minutos que me dejó anonadada por su contenido, por un lado, y por su capacidad de síntesis por el otro; condensó en algunas palabras que espetó como si el hacerlo la liberara de algo, una vida que no por corta parecía carecer de complejidad. Marcela era una abanico de excesos, a los trece años, y para luchar contra el hastío de la media clase acomodada de Villa Devoto, había empezado una confusa carrera sexual, ‘todas las perversiones que puedas imaginarte’, me dijo ‘todas las viví’, e hizo un sucinto relevamiento que mi desparpajo no me alcanza para repetir; a los quince años y sintiendo que el mundo seguía cayéndose a pedazos, creyó en la liberación química de la angustia y se abocó a consumir todas las drogas que encontró a su paso; otros pocos años después cayó en la cuenta de que de nada se había liberado, de que seguía tan vacía como había empezado, y pensó (como se piensa pensó) que lo que precisaba era perpetuarse, que nada sino dejar una huella imborrable y humana en el mundo sería capaz de dotarla de sentido. Y tuvo un hijo.
La autobiografía oral de Marcela terminó con una sentencia que quedó tatuada en alguna inaccesible parte de mi espíritu, en mi museo de debacles, quizás; antes de irse, lacónicamente, como quien sabe todo me dijo ‘¿Y sabés qué descubrí? Que no era que yo no lo encontrara, es la vida la que no tiene sentido’.
Punto final para el desahogo.
Marcela se fue y me dejó dos cosas, físicas ambas. La primera: una sequedad en la boca, yo no había dicho una palabra, y sin embargo descubrí que al escuchar, muchas veces uno se cansa de hablar para adentro casi tanto como se agota de empatizar, uno se cansa. La segunda: el mareo. Como tragarse un huracán, sentir los techos de las moradas seguras girando enloquecidas por el cuerpo. Atestiguar cómo todo se licua.
Me llevó un tiempo la reconstrucción, después de toda catástrofe natural hay que coordinar voluntades, trabajar en conjunto, y lograr que yo trabaje conmigo fue una misión difícil; acostumbrada como estoy a la polémica y al cuestionamiento, la palabra ‘acuerdo’ es poco menos que una entelequia para mí.
Finalmente las aguas volvieron a su estatura habitual, sin embargo, y después de algún tiempo yo me encontré con la sentencia tranquilizadora grabada a las puertas de mi templo; todo lo que necesitaba era, como es siempre para mí, un consuelo. Una puerta entornada. Un espacio fortuito entre dos ladrillos de la gruesa pared externa de la casa. Ahí estaba, y esto era lo que decía.
Tallado hondo sobre el concreto, decía que si bien soy un soldado, una militante triste de que la vida, tal y como me enseñó Marcela, no tiene ningún tipo de sentido, jamás va a salir de esta boca, jamás va a escapar de estos dedos que el vivir, ese relevante acto de presentar batalla, tampoco lo tenga.