jueves, 17 de noviembre de 2011

canibale

Si hay algo que creo me caracteriza es la lentitud con la que atravieso por algunos procesos, cosas que a algunos les toman minutos aprender a mí me llevan meses, cuando no años. No sé exactamente cuál es la verdad oculta tras esta demora, no sé si es mi inoperancia o mi férrea e indoblegable tendencia a la negativa, quizás incluso sea la lamentable combinación de ambas cuestiones. Por eso no llama la atención que en la lógica de mi biografía yo haya descubierto las distintas edades del ser humano muy tardíamente. Me explico: descubrí a los niños recién cuando fui tía, cómo hice para llegar a cumplir los quince años sin reparar jamás en la existencia del submundo infantil, es una pregunta para la que no tengo respuesta; pero lo cierto es que en mi absoluta ignorancia muy pronto yo misma dejé de ser niña muy tempranamente, quizás por el natural apuro que implica tener hermanos mucho mayores, o quizás por ser naturalmente agrandada. Pero el tema es que no fue hasta que nació (y empezó a crecer) Lara que yo comprendí que un niño no era un demente en miniatura (algo así como los locos bajitos de Serrat pero considerablemente más siniestros) sino alguien con sus especificidades, especificidades que con el tiempo aprendería a preferir respecto de las del resto de la gente.
De la misma manera (o por lo menos, de forma parecida) me pasó con los viejos; yo conocía a muchos viejos porque mi familia está llena (cada vez menos, igual) de ellos, pero creo que siempre pensé que eran algo así como un adulto gastado, como un auto antiguo y con muchos kilómetros al que el service le queda cada vez más corto, y si antes tiraba cinco mil kilómetros, ahora tira mil, y mañana quinientos y a lo mejor te deja en la Panamericana.
El hito que cambió mi perspectiva sobre ellos, en esta oportunidad, fue el trabajo en la farmacia. Porque es cierto que a veces reniego de ellos, que muchos son insoportables y otros son lisa y llanamente malos (igual que pasa con los chicos, por otra parte) pero no fue sino hasta que empecé a trabajar en la farmacia (o alguuuun tiempo después, de acuerdo a mis habituales tiempos retardados) que logré entender algo de las particularidades del ser viejo. Sé algunas pocas cosas sobre la ancianidad, sí, y aprendí a tratar con los viejos gracias a pequeños tópicos que manejo con cuidado, delicadamente, como si fueran un objeto de un vidrio muy muy fino.
De todas las cosas propias de los viejos que aprendí a ponderar en su justa medida, mi favorita es la caída. Porque a partir de determinado momento en la vida de las personas, caerse es muchísimo más que acceder a la voluntad de la fuerza de gravedad, muchísimo más también que dar con los huesos contra el piso. Caerse no es ni siquiera algo que ocurra en el momento en el que sucede, porque caerse es todo el tiempo. Lo primero que aprendí sobre los viejos es que la caída no es un evento, ni siquiera es una circunstancia, no es un peligro ni sus consecuencias, la caída es un estilo de vida.
Todavía recuerdo el momento en el logré por fin entender el concepto, como uno recuerda para siempre las condiciones en las que se produjeron ciertos (grandes) descubrimientos: Amelia me hablaba seriamente, con sus grandes ojos claros bien abiertos, me hablaba de los riesgos que traía aparejada su excursión (casi) diaria a la farmacia, las baldosas rotas de la puerta del edificio, el cordón de la vereda irregular, los chicos que vuelven del colegio a la carrera, los adultos que van tan preocupados que ni se fijan, la portera de acá al lado que baldea cuando quiere, todo un mapa plagado de señales de alerta que a uno quizás le pasan desapercibidas, como escrito con tinta de limón, un plano alarmista que requiere la decodificación de un fuego que, intuí, sólo nos es dado con los años.
“Qué trabajo es ser viejo”, recuerdo haber pensado mientras me entretenía imaginando a Amelia como el gaucho baqueano de Sarmiento, conociendo palmo a palmo, topografía perfecta, la manzana que hay entre su casa y la farmacia. Pero era mucho más que eso lo que quería decirme Amelia esa tarde, era mucho más y, si bien soy lenta, si bien a veces demoro más de lo recomendable en entender cabalmente lo que me están diciendo, lo cierto es también que siempre cedo ante la insistencia, y fue la insistencia de sus ojos la que me hizo comprender, por fin, qué quería decir cuando decía la más temida de todas, la palabra “caída”, porque finalmente entendí que eso que yo estaba interpretando como un fenómeno correspondiente al mundo de lo físico, era en realidad una categoría más cercana a lo moral. Por fin comprendí que Amelia (y con Amelia el resto de los viejos) no estaba apelando a mi capacidad de imaginar un accidente en el orden de lo material, sino que estaba interpelando a mi capacidad para la épica.
Tengo que aclararlo: la épica es mi mundo o, mejor dicho, el mundo que a mí me interesa es el mundo visto desde una perspectiva épica; y no me refiero con esto a que necesite yo de los grandes relatos, las grandes gestas, no, yo creo que hay una épica en el mundo cotidiano, una épica doméstica, si se quiere, y es esa dimensión la que me interesa explorar, es ese el terreno en el que vivo.
Así que yo sabía qué era lo que me querían decir los ojos de Amelia, y lo sabía exactamente. Ese mismo día entendí que para los viejos la caída, que no es sólo una categoría del mundo material, es algo homologable a lo que yo, en mi habla plagada de épica doméstica, llamo derrumbe.
Amelia estudiaba la calle porque tenía miedo de que el edificio endeble en el que se había convertido, simplemente, se derrumbase.
La entendí. Lo entiendo. Y a partir de ese momento tuve en muy alta estima todas las conversaciones en las que el gran tema era la caída: cómo evitarla, cómo subsanarla, miles de relatos pormenorizados que interpreto e interpreté como la narración de la épica diaria, con la emoción calculadora de quien ve a otro haciendo la relación de daños de su gesta particular. El respeto.

Toda esta larga parrafada es, como suele ser cuando soy yo la que está hablando, sólo un prólogo a la historia que quiero contar hoy, y tendría que ver si esta exagerada tendencia al prolegómeno no es un disfraz de mi lentitud inveterada.

Hoy quiero contar la historia de Carnevale, un viejito sin estridencias que viene a veces a comprar, un viejito relativamente simpático, relativamente tranquilo, relativamente tacaño, que no levantaría la cabeza por sobre la irrelevancia del resto si no fuera por dos detalles; el primero es el tiempo que hace que lo conozco, como la gota que horada la piedra nadie puede pasar desapercibido por casi diez años en continuado, o a lo mejor sí, pero esa sería una particularidad, un detalle curioso y Carnevale no los tiene. El otro detalle que lo singulariza es que tiene que caminar usando un andador, y ese tipo de artefactos en la lógica bautismal del comercio acaban por metonímicamente reemplazar a todo el personaje, y así Carnevale en realidad era conocido en general como Andador, de la misma manera en la que están Ojo de Vidrio, Parkinson y Labio Leporino, entre otros. En otras condiciones, más felices, sería algo llamativo que yo trajese a colación a Carnevale, su monocromía no tiene la virtud de destacarlo de un fondo plagado de ancianos que vienen desde hace años y que, incluso, requieren de algún tipo de ortopedia para asegurar su traslado. Pero el tema es que las condiciones a veces no son felices y este es un flagrante ejemplo de ello.
Apenas hace algunas semanas alguien entró por la tarde trayendo la pésima nueva: Carnevale había muerto. Los ancianos clientes regulares se mueren regularmente en la farmacia, y ese axioma se cumple tan a rajatabla que termina por no causar excesivos pesares o sorpresas, seamos sinceros. Sin embargo, las particularidades de la muerte de Carnevale lo llevaron a destacar de una manera en que no había destacado mientras estuvo imparticularmente vivo. Porque el relato de la portera que baldea cuando se le da la gana era escalofriante: cerca del mediodía, mientras cruzaba las vías con su paso lento, el andador se trabó contra el durmiente, o se rompió o simplemente dejó de cumplir su cometido asistencial y Carnevale cayó. Lo que siguió a eso lo evito ahora como la portera del balde no me lo evitó en su momento. Pero digamos que el tren pasó antes de que nadie pudiera hacer algo para evitarle todo esto a Carnevale.

Una caída. Por supuesto. No tenían ni que decírmelo. Una caída.

Haciendo los rápidos y macabros cálculos forenses que corresponden descubrí que Carnevale volvía desde la farmacia hasta su casa, después de comprarme el medicamento que tomaba habitualmente para su arritmia y el descubrimiento me produjo una zozobra muy fuerte, un mareo. La posibilidad de ser la última persona con la que habló me provocó náuseas, y repasé mi conducta buscando falencias, y la de él buscando presagios, señales. Por supuesto que no había nada, los dos habíamos hecho y dicho maquinalmente lo que hacíamos y decíamos siempre y esa intrascendencia era demasiado, incluso para mi afición vinculada a la épica miniaturizante, no había nada. La náusea me duró un buen rato y después se pasó como estaba destinado a pasarse todo lo vinculado a la existencia de Carnevale.
Se pasó hasta ayer, cuando vino una mujer y pidió hablar conmigo, la que cubría el horario del mediodía. Me acerqué ya con un aire belicoso, dispuesta a discutir por algo de lo que no tenía la menor idea (el empleado de comercio, en general, hace muy bien en ser paranoico) hasta que la mujer me presentó su inquietud: era la hija de Carnevale, “el señor mayor, del andador”, me aclaró, ignorando tanto la tendencia metonímica como la generalización ortopédica que padecen los ancianos del barrio. Me contó los pormenores del accidente que terminó con su padre (pormenores que en mi piedad escritural omito nuevamente) y yo dejé que lo hiciera porque otra de las enseñanzas que me dejó este trabajo es que el único consuelo que hay en la tragedia es la narración, convertirlo en literatura para el oído atento sana, así que soy capaz de escuchar mil veces, de ser necesario, el relato de una muerte y esa es mi forma de dar el pésame. Lo que siguió al detalle puntilloso fue el desconcierto, fue la pregunta, la indagatoria que explicaba su visita: “Mi papá tenía en el bolsillo una receta, ¿había pasado por acá?”. Me apuré a responderle solícita que sí, que yo misma lo había atendido. Y justo cuando esperaba el pedido de los pormenores de la visita, justo cuando creía que me iba a preguntar por los posibles presagios o señales, ella me dijo: “¿Y no sabe si mi papá tenía algo más? ¿Llegó a comprarle el medicamento? Porque cuando lo fuimos a reconocer al hospital no tenía nada, ni plata, ni la billetera, ni los documentos, absolutamente nada más que la receta. Nada. Nada”. Y esa última palabra demoró en entrar en mi oído, remolona se quedó dando vueltas por algún otro lugar del cuerpo.
Nada.
De golpe la entendí, de golpe entendí que de esa palabra, en este momento y para esta mujer, estaba dependiendo todo el tambaleante edificio de su vida. De pronto comprendí que lo que me estaba pidiendo era mucho más que una simple respuesta, me estaba pidiendo un mundo en el que vivir no le provocara mareos, no le diera náuseas.
Nada.
Me estaba pidiendo no caer, no derrumbarse.
Y yo que entiendo de épica, sé del valor que se requiere para caer, y sé del trabajoso coraje que implica, a veces, mantenerse de pie.

Le dije:
“No, vino a averiguar un precio. Me dijo que después volvía a comprar, que ahora estaba sin nada”.

Sin nada.