jueves, 27 de mayo de 2010

para elisa

Siempre tendí a dejarme impactar por intrascendencias, desde que la memoria me permite recordar (artefacto caprichoso e indócil, siempre se me revela), desde mi siempre, en definitiva (me apodero de la noción de eternidad porque el infinito me da vértigo), me gustó recalar sobre los pequeños detalles que hacen de la vida ese extraño y mullido lugar que habitamos (San Baudelaire, no me dejes caer en la tentación de sonar a libro de autoayuda). Las luces que se prenden al unísono a determinada hora de la tarde, la piel que se eriza de gusto cuando entra en el mar, el reloj digital, cambiando de las 11: 59 a las 12:00, el dibujo que las gotas de lluvia hacen sobre los vidrios, el atardecer desde el puente San Martín, rodear la plaza de Mayo a las cuatro de la mañana de un día de semana, esa carcajada sincera que robamos de soslayo a otro co-habitante del medio de transporte de turno, un perro ladeando la cabeza; miles de pequeñas cosas que se acumulan en mi memoria sensorial despertando gozo, miles de cosas que se me escapan y que me han hecho sentir feliz por un breve instante y que la injusticia de la máquina vetusta e incomprensible del cerebro nos obligó a borrar. El proyecto de mi vida, en algún momento en que lo ilusorio era posibilidad, consistía en salvar a esas pequeñas joyas cotidianas del abismo fagocitante del olvido, era tratar, con una erudición no intelectual, de recopilar todas esas perlas en un único objeto material que fue mudando su forma principal (un libro íntimo, una antología no personal, un registro de autograbaciones, un video documental sin argumento, un collage), todo junto, o todo sucesivamente, un trabajo de archivista para la sóla satisfacción de mi persona, para ver si así le gano al tiempo y a la injusticia, como un salvador, una heroína ignota y sin pretensiones de reconocimiento. Después vino el tiempo, y un penoso darme cuenta que tamaña tarea rozaba también el vertiginoso infinito que me aterra; después vinieron los años y me olvidé, me olvidé de los archivos, me olvidé de por qué quería tan tenazmente recordar aquello que me huía, sin embargo, un dejo de nostalgia siempre queda (San Baudelaire, ojalá nunca conozcas Buenos Aires y su melancolía omnipresente), y ciertos ritos se transforman en vicio inclaudicable sin que nos percatemos de ello y aunque más no fuese en mi memoria me obligué a mí misma siempre a conservar, a coleccionar minuciosidades. Probablemente todo esto que llevo escrito, toda esta profusión de anécdotas, no sea más que el producto de ese ejercicio irracional, probablemente sea la viejita bibliotecaria que vive adentro mío que no se quiere jubilar (perdoname Charlecito, no sé si podrás soportar esta ofensa hecha de mundanidad doméstica, no sé si la poesía me podrá perdonar).

He aquí un nuevo intento, la última y raída soga para rescatar algo del huracán del tiempo.

Elisa, una viejita maltrecha, con la cara comprimida y el cuerpo doblado mirando al piso; Elisa del caminar pausado, de los ojos húmedos ocultos tras una fina película blanca, su filtro mágico-visual personal o -como gustan despoetizar los médicos- sus cataratas.

Qué podría contar sobre Elisa, pienso ahora que la página me demanda un orden mental que hoy no vino (Santito, dame el poder de jerarquizar). Qué podría decir sobre alguien que no destaca del gris decorado (su piel es gris, su ropa es gris, su pelo es gris y su bastón es de un gris engreído disfrazado para salir, de un gris que juega a ser metal). Horas y horas de buscar en vano, llevo días tratando de buscar la razón, el motivo, la fuerza rectora que parece decirme que Elisa debe ser inmortalizada. No surge nada, nada risueño ni triste, ni patético. Empecé muchas veces con su real y bidimensional historia (al menos la que yo supongo, la que yo le creo, la que yo elijo que sea verdad para que el infinito que odio no me confunda tanto); entonces empecé contando sobre su marido general, sobre la enfermedad, sobre cómo él se suicidó comiéndose una pasta frola entera para provocarse un pico de glucosa. Pero eso no era sobre ella, estaba escribiendo sobre el general y San Baudelaire me libre y me guarde de dedicar una sola línea a las fuerzas armadas. Entonces volví a intentar (qué tezón, que enfermedad crónica es el obstinamiento) y empecé contando cómo ella entraba todos los días a la farmacia y con los ojos velados me decía: “¿se enteró que falleció mi marido no?”. Eso era todo, sólo tenía esa repetición rítmica como anécdota contable, y una frase no hace un texto para alguien que padece de mi incontinencia escritural (San Baudelaire, ¿por qué me negás desde hace tanto el don de la brevedad?).

Probé entonces falsear la realidad, como tantas otras veces me senté a mentir descaradamente, una historia compleja en realidad, porque en medio de una historia que hacía atravesar a Elisa por derroteros de lo más extravagantes (había intriga, política, sexo, y hasta un miembro de la generación beat involucrados), me di cuenta que estaba exagerando, que en mi afán de salvataje había construido a otra Elisa, le había insuflado la vida poniéndole este texto en la boca (¿el rabino de Praga está con vos San Charles? ¿el golem que lo atormentaba lo sigue como a vos tus flores del mal?, ¿comparten un edén post mortem destinado a los dadores de vida?, ¿quién más vaga por el paraíso literario?). Esa otra Elisa no era parte del pacto, no estaba urgida de perpetuación, la Elisa de verdad era viejita, demasiado anciana ya, no tuvo hijos ni nadie que fuera a recordarla, lo mío era contra reloj, deberé dejar los thrillers para más adelante, pensé, ahora hay una anciana de vida anodina que me urge la palabra.

Me entretuve mares de tiempo en encontrar una respuesta, siglos de pensamiento improductivo invertidos en lo inútil de buscar escándalos en quien carece de ellos, la Elisa real no es nazi, no es anarquista, Elisa no es ni peronista ni siquiera es radical (cosa que en mi escala evolutivo-política está apenas por encima de “ameba”); cultiva su forma personal, una suerte de credo político que busca fijar la vista en el árbol cercano, en ese árbol que –gracias a dios o al diablo- nos tapa por completo el bosque conflictivo. Elisa practica un catolicismo laxo y poco doctrinario, dice sentir un vínculo con dios que no precisa demasiados teatros intermediando. Ni siquiera eso me da Elisa, ni siquiera una excusa probable para dar rienda suelta a mi deporte favorito, a ese despotricar contra la religión de que gozo tanto (San Baudelaire, yo sé que comprendarás mi ateísmo, yo se que perdonarás que ni siquiera crea en vos mientras te hablo, exactamente igual que en cualquier iglesia, todos rezan para adentro y yo que pienso: a quién mierda le estarán hablando).

En fin, en todas estas cosas pensaba ayer, en mi casa cuando me armaba el porro que me iba a transportar hacia ese otro lugar del que disfruto tanto, y seguí pensando en Elisa más tarde, cuando ya estaba en ese espacio ingrávido y armónico en el que todo parece tener sentido, en el que entiendo todo, en el que pienso todo, en el que soy parte integrante del mundo.

(sí, lo logré, metí el ingrediente ilegal y polémico, sí, ahí está, una declaración estúpida para aderezar un poco la historia de la vieja Elisa, para destacarla sobre el montón de cuentos sosos; sacrifico uno de mis secretos para salvar a esta mujer del anonimato, me siento un cristo drogadicto en acto de crucifixión lisérgica). (autor busca corregirse: esto tendría que ir mucho más arriba en el texto: yo, lo aclaro, yo fumo marihuana y sé que Saint Charles, entre todos los santos, será el primero en disculpar mi desliz de humo evasivo).

No hay mucho más que sacar en conclusión sobre esta historia insertada por obra y gracia de mi capricho en un todo que siempre parece pretender expulsarla. Sólo una vieja solitaria que no me da nada para narrarla; sólo una obsesión de salvataje que me obliga a falsearla; una viejita sin hijos y con un marido diabético, goloso y suicida sobre el que mi conciencia anti-militarista impide que me explaye; solo yo, fumándome un porro, inmolándome en un altar de marihuana para que Elisa me acompañe hacia la otra orilla, hacia ese lugar en el que será un prócer de bronce, una estatua eterna de piedra gris y con bastón que yo sola admire. Una vez allí, mi santo poeta y yo, la contemplaremos extasiados.

jueves, 13 de mayo de 2010

espía

Me prometí hoy no contar ninguna historia triste, el día está soleado, es el cumpleaños de un buen amigo y ya conté demasiadas historias tristes; y leí por ahí que hay que evitar la repetición como quien evita a un leproso. Pero yo conozco a alguien con lepra y no lo evito, de hecho me parece que sus pequeños desarreglos físicos son preferibles a los ocultos y velados trastornos de la novedad. Por eso hoy, que no tengo nada más que hacer que contarme historias para paliar el miedo a no poder nunca más hacerlo, escribo que vi a alguien triste como quien pretende curarlo.
La mujer de Loperena no tiene cura, además de no tener tampoco un nombre de pila que me haya sido dado memorizar, desde ahora tendremos que llamarla así, como si el empleado del registro civil se hubiese equivocado en eso de llenar los casilleros y en donde decía “nombre” hubiese puesto “La mujer de Loperena” y en donde decía “estado civil”, hubiese agregado, yo qué sé, “Irma”. La mujer de Loperena no era alguien triste, pese a lo que el primer párrafo pudiese invitar a pensar; no, era alguien más bien alegre, hasta diría banal, que venía seguido a comprarse lápices de labios, esmaltes y tinturas; de vez en cuando venía también a tomarse la presión con su marido y a mí me gustaba atenderla porque era de esa gente que siempre lo bautiza a uno con nombres como: “querida” o “amorosa”, y para alguien que lleva como puede el beligerante nombre de “victoria”, semejante ternura nominal no es poca cosa.
(momento, acaba de pasar por la vereda de enfrente La mujer de Loperena, y si lo menciono no es porque quiera imitar a Cortázar en “Las babas del diablo” con el tema de las nubes que le pasan por abajo, sino porque es curioso que piense/escriba sobre ella y pase frente a mis ojos. quizás funcione con otras cosas, probaré en un secreto archivo aparte)
(no funcionó. he vuelto).
Hace algún tiempo atrás (el tiempo que hace que estoy tras las rejas de la farmacia es tanto que cuando digo tiempo quiero que vos leas años) vino La mujer de Loperena con su solícito y ligeramente lúgubre marido a tomarse la presión. La noté un poco nerviosa así que traté de actuar serenamente porque algo indescifrable en mí insiste en que la tranquilidad aparente contagia de la misma manera que la real. Sí, tenía una millonada de máxima y de mínima y traté de decírselo con calma para que no pensara en apocalipsis cardíacos. Fallé como falla siempre esta maniobra y La mujer de Loperena se puso muy nerviosa cuando escuchó el “veinte de máxima y doce de mínima” que no fue alivio para nada.
Si esto fuese una película, ahora una música intrigante estaría indicando que algo va a pasar; si esto fuese una obra de teatro, a lo mejor, el iluminador pondría ahora un seguidor con un blanco restellante sobre la camilla en la que estamos. Sería una película críptica, eso sí, como la que vi anoche, porque lo que dijo no fue a primera vista llamativo; sería una obra de teatro moderno, seguro, porque se limitó a decir una frase casi de uso doméstico, nada rimbombante o llamativa. Simplemente dijo: “Querido” (y me di cuenta de que mi nombre era también el nombre de todos, con los accidentes geográficos de género y número que correspondieran, queridos y amorosos éramos todos y hay ciertos socialismos que son decepcionantes) “deberíamos llamar a los chicos, a Silvia y a Ernesto, para avisarles”. El marido de La mujer de Loperena (cualquier mente sintética hubiese dicho Loperena, pero a esto se le llama ser vueltera) emitió un gruñido de afirmación no muy comprensivo que no entendí y la cosa siguió como venía: ella preocupada, él onomatopéyico, y yo que no sabía por qué el iluminador de la sala habría puesto el cha cha cha channnnn lumínico del seguidor. Al final se fueron a su casa a esperar a la ambulancia y yo volví a mi existencia anodina de mucho tiempo/años.
Al día siguiente el onomatopéyico marido de La mujer de Loperena vino a la farmacia y corrió el telón del arte escénico. Le hice las preguntas de rigor mortis y él me contestó lo esperable: su mujer estaba mejor, le habían dado algunas pastillas y poca cosa más. Se hizo un silencio. Interpreté que quería decirme algo más. No me equivoqué.
(empiezo a sospechar que ya no es curioso y, sobre todas las cosas, no es casual: escribo esto que pasó hace tiempo y entra el marido de La mujer de Loperena a comprar algo. quizás tras su fachada de casi anciano educado y aturdido haya un espía al servicio de una agencia internacional. quizás yo no sea esta intrascendencia con dedos que tipean sino alguien digno de ser vigilado. sueño el sueño de todo paranoico: tener un justificativo)
Y me empezó a contar que sus dos hijos habían muerto, Silvia en un accidente de tránsito y Ernesto de cáncer de pulmón, hace ya años, sí; pero que su mujer (dijo “mi mujer” y quizás ahí haya nacido mi dificultad para retener su nombre) a veces lo olvida. Me quedé en silencio como quien entiende perfectamente y él interpretó que no había comprendido, así que se explayó y me contó que le pasa seguido, casi todos los días, sencillamente se olvida de que sus hijos están muertos y lleva la existencia de lápices de labios, esmaltes y queridas y amorosas que me eran familiares. Hasta ahí su vida es una maravilla, porque nada más deseable para aquel que perdió a toda su progenie que, literalmente, olvidarlo. El problema parece ser que la existencia nunca es una maravilla, por definición es más bien todo lo contrario, y por eso mismo todos los días La mujer de Loperena se topa con algo, puede ser insignificante, puede ser verdaderamente importante, pero el tema es que en determinado momento algo del conspirativo mundo exterior, le da la pauta de que sus hijos están muertos. Y se entera de nuevo. Y ahí todos los días viene el llanto sin medida de una mujer súbitamente huérfana de hijos. Un llanto inenarrable al que, por respeto, sólo describiré con este punto y aparte.
Supongo que no le habré dicho nada demasiado inteligente en ese momento, sobre todo porque no hay mucho, imbécil o brillante, que decir. Seguramente debo haber huido verbalmente como huyo siempre que tengo miedo y le debo haber preguntado si consultó el asuntito este –del olvido, no de la orfandad de hijos para la que no hay especialista- con el médico. El marido de La mujer de Loperena es un lord inglés perdido en la selva de Sudamérica, así que seguramente me habrá explicado que sí, y que no hay mucho para hacer al respecto. Yo me debo haber mostrado recién informada, como si no supiera ya que no hay pastilla ni estudio para la tragedia. Los dos, satisfechos con nuestra esperable labor, nos habremos saludado como quien responde con reverencias al aplauso del público, y él se habrá ido, como bajando el telón.
(las novelas de espías suelen ser previsibles pero mi vida suele serlo mucho más; resultaba evidente que antes de que pudiera yo ponerle el punto final a esta historia, antes de que yo pudiera clausurarla como sus propios protagonistas no pueden, los espías tenían que volver, quién sabe si para controlarme, quién sabe para demostrarme qué; o a lo mejor fue para corregir esta historia, a la que el tiempo y mis dedos equívocos dieron un rumbo inexacto. lo cierto es que a manera de coda, como si los actores volvieran a escena mucho tiempo después del último y tardío aplauso, después de haber escrito ‘telón’ entraron La mujer de Loperena y su marido con una excusa tonta, ocultando mal lo que vos, yo, Philip K Dick, el Indio Solari y todos los paranoides del mundo bien sabemos: que nos están observando. observada la corrección que buscaban, procedo a plasmarla porque, si hay algo que no me caracteriza, es la valentía, si viene la CIA y me pide que ponga por escrito “Yo maté a Kennedy”, lo único que voy a preguntarles es si además necesitan que aclare mi nombre y ponga número de documento; si los ancianos espías, por desvalidos que parezcan, quieren que cambie algo de este texto, no tengo más que decirles: “esperen que tomo nota” y copiar lo que me dicten, coma por coma. La mujer de Loperena ya no es lo que era, pasando por la vereda de enfrente de la farmacia no pude yo, más temprano, notarlo; poco queda de su coquetería ya, despeinada y con el pelo blanco, traslúcida, grisácea. deshecha. me dio vergüenza mirarla así que me limité a tener contacto, casi exclusivamente, con su marido, él me miró durante un segundo y tras su porte de mayordomo alicaído pude leerlo todo: ya no había más amnesia selectiva, no había más descubrimientos trágicos, no había, literalmente, más penas ni olvidos; había en cambio ese término medio, la deriva blanca, el desconcierto de quien vive exactamente en cada escisión de la tierra agrietada. como si fuera su cruz, llevaba para siempre el gesto de sorpresa, el espasmo.
no miré a la espía a la cara, por pudor y por cobarde. con los ojos fijos en el suelo, me limité a desear con violencia que ella y el mayordomo inglés se fueran. apenas si alcancé a escuchar –o a recordar- su voz que me dijo: “Adiós, amorosa”; y me apuré a quedármelo, furtiva, como quien se lleva una piedra de las ruinas).