miércoles, 6 de abril de 2011

canción para mi muerte

Hay relaciones que uno piensa que es absoluta y totalmente imposible que alguna vez se terminen, vínculos que hasta el más escéptico apocalipsista (o sea, yo) piensa que van a durar para siempre, que van a resistir los únicos imperativos irresistibles: la decadencia y la muerte (como es dable observar lo del esceptisismo apocalipsista no era ninguna exageración).
Me gustaría obviar los recuerdos más dolorosos y adentrarme en las menudencias de alguna relación romántica o sentimental de esas que, cuando se terminan, lo dejan a uno, además de más escéptico y apocalipsista todavía, completamente desnudo y sin armas para defenderse de nada ni de nadie. Me gustaría narrar lo más liviano de una ruptura, alguna tragedia familiar de esas que se van tejiendo durante años para súbitamente convertirse en la mortaja asfixiante que suele no resolverse en lo más mínimo con la asidua visita al psicólogo. O quizás, tal vez, la tristeza simple de una separación individual, el momento en el que nos despedimos tristemente de una parte importante de nosotros mismos; como la corteza de ciertos árboles, o la pintura en una pared con humedad: un descascararse. Todos esos ejemplos los tengo, pero no, la honestidad de la que carezco en todo otro ámbito de la vida me obliga a decir la verdad en este caso, y a hundirme de lleno en un barro que todavía lastima. Tendré que ponerle palabras, entonces, a un dolor que aún late, a una ausencia que me pesa, en el lugar en el que las ausencias más suelen pesarme, en la palma de la mano.
Porque hubo un tiempo que fue hermoso, el García joven y peludo tiene razón, y yo no sólo fui libre de verdad, sino que además, podía fumar, podía llevarme un cigarrillo a la boca, y aspirar despacio el humo liviano que entraba en mis pulmones como una marea amable y etérea; podía exhalarlo todavía más lentamente, mientras sentía que todo lo malo del mundo se iba, se mezclaba con el aire hasta volverse un todo indiscernible con él. Hubo un momento en que existió para mí esa promesa autocumplida que significaba encender el cigarro, ver y escuchar al papel y al tabaco empezar a prenderse con ese fuego sutil, el único que apenas quema. Hubo un tiempo en que los ciclos de mi vida se medían en atados, y algo verdaderamente importante empezaba cada vez que tiraba de la cintita plástica que liberaba el perfume del tabaco tostado, lo más parecido a la señorita de San Nicolás abriendo la puerta para ir a jugar que he visto en mi vida; y algo terminaba, también, y terminaba definitivamente, categóricamente, con ese bollo, ese cúmulo de papel vacío y reseco que estrujaba la mano. Sí, yo quizás no guardabá todos mis sueños en castillos de cristal, pero no salía de mi casa sin la maravillosa compañía de los cigarrillos, únicos capaces de caminar siempre conmigo, de esperar el colectivo conmigo, de leer conmigo, de mirar mi película favorita y escuchar el mejor disco del mundo conmigo. Una relación hermosa que, honestamente, pensé que iba a durar para toda la vida, pensé que la línea de llegada me iba a encontrar fumando y que, a lo mejor, si tenía suerte, lo último que harían mis dedos sería empujar el cigarro contra el piso del cenicero, para que ahí, en un acto de justicias poética y estética, ambos –cigarro y yo- nos apagáramos.
Pero no, como todo lo que es hermoso, bueno y puro, no tiene lugar en esta vida (estoy mejor del escepticismo apocalipsista, en otro momento hubiese sido más determinante, y hubiese dicho “en el mundo”, “en esta o cualquier otra vida”, “en el universo”, o -a lo mejor, en un arrebato- “en el infinito punto rojo, punto azul y punto multicolor”; estoy avanzando). Todo concluye al fin, nada puede escapar, todo tiene un final, todo termina. Y fumar no fue la excepción a la dolorosa regla de la Voz de dios (qué pretensiosos, por qué no se habrán puesto como la otra mitad de la sentencia, por qué no, Vox Populi). Tuve que dejar de fumar por razones que no puedo explicar, porque si lo hiciera la voz que en el texto no se escucha se me entrecortaría y yo, para evitar toda la falta de sinceridad que hoy me propuse evitar, tendría que escribir a los saltos, algo así como: l mé co blemas cir to os.
Tuve que dejar de fumar, a los fines de la continuidad alfabética, porque tuve que hacerlo y el horror de esa experiencia sólo se me ocurre graficarlo como alguien que tratara de arrancarse el dedo gordo del pie con los dientes.
Pero, increíblemente, lo logré y hace hoy dos años que no toco un cigarrillo. Tanta es la contundencia del aniversario que mis dedos, huérfanos de toda orfandad, estuvieron recién a punto de amotinarse y escribir: “hace hoy dos años que la vida no tiene sentido”.
Tanta es la contundencia de ese aniversario que me pasé el día hoy pensando en él, o pensando, en realidad, en aquellos buenos tiempos en los que pensaba fumando.
Navegando esa cortina de humo de nostalgia, casi sintiendo el perfume del más minúsculo y gratificante de los incendios estaba cuando entró Ana María, una ‘señora paqueta’, como a ella le gustaría que la llame, una ‘vieja cheta’, como la llamo yo, en mi desobediencia inútil.
Ana María, quisiera aclararlo de entrada, me cae mal (como casi toda la gente que entra a la farmacia, pensarán ustedes, lectores inexistentes, a juzgar por estos textos, y a juzgar por mí misma no se estarán equivocando, como no se equivocarían tampoco si me dijeran que ya es hora de ir renunciando). Y me cae mal por una cuestión de aspiraciones y de clase: ella aspira a pertenecer a una clase que yo aspiro abolir. No existe, a partir de esta definición tajante, mucho más diálogo posible entre los dos extremos de esa línea fronteriza, sólo mirarnos con desconfianza y un cierto desprecio mal ocultado voluntariamente. Pero lo cierto es que la carencia desdibuja con su sórdido borrador las líneas que la ideología marcan en la carne; y así como dos soldados abandonarían sin miramientos sus trincheras opuestas para hablarse y compartir los pormenores del hambre y el frío de la guerra, de la misma forma Ana María y yo estábamos llamadas a coincidir en la falta.
Y esta vez, la viudita de San Nicolás abrió la puerta, pero para ir a llorar y el ábrete sésamo, al parecer, fue la frase con la que ella inició el diálogo: ‘estoy desesperada, dejé de fumar y es lo peor que me pasó en la vida’. Ahí nomás olvidé todos mis prejuicios de aspiración de clase y me aboqué al viejo arte de compartir dolencias con un perfecto (casi) desconocido; ahí nomás empezamos a narrarnos la miseria en sus detalles más humillantes: efluvios corporales, toses huérfanas, ansiedades, cubrimos, todos los temas y por unos instantes, un destello de tiempo casi, sentí un hermano en la tragedia y pensé que no estar solo debe ser también para el soldado una forma de paliar el hambre. Un destello de tiempo en el que fumar y hablar de fumar se me antojaron casi una misma cosa, y sentí el peso leve entre los dedos, y toqué el papel suave con los labios; y pensé que a lo mejor la vieja cheta con su corte de pelo a la garon y yo no éramos tan distintas, que a lo mejor nos pasaban las mismas cosas por dentro y por fuera del cuerpo, que en una de esas la línea entre ambas no calaba tan hondo.
Y entonces ella habló.
Y entonces ellla habló y dijo: “Pero sí, me digo cuando creo que ya no tengo más fuerzas, tengo que lograrlo, tengo que dejar de fumar porque ya no es como antes, ya no es como en los setentas, o en los ochentas, que fumar estaba bien visto y si no fumabas en una fiesta todos te miraban con cara. Ahora es al revés, y si fumás sos un paria. El otro día en una reunión a un ingeniero amigo de mi esposo y a mí nos mandaron afuera, al balcón; imaginate, toda la fiesta en el balcón porque el humo decían que les hace mal y no sé cuántas otras cosas. Fumar no está más de moda, ahora lo que se usa es no fumar”.

Cómo escribir el sonido del muro de Berlín cuando se levanta. Cómo ponerle palabras a los miles de kilómetros de la muralla china.

La guerra es la guerra, me dije mientras me volvía cabizbaja a mi trinchera solitaria. Y esta mujer y yo no podemos construir ningún diálogo que no esté basado en un error, en una confusión, en la mala lectura de una situación. Porque su ponderación de la moda me ofende, como me ofendería quien abandona a su mejor amigo porque no combina con el color de sus zapatos. Como me ofende su permanente arañar con uñas postizas las puertas cerradas de la oligarquía.
Me quedé en silencio mientras ella terminaba su perorata para la que nunca precisó interlocutor alguno. Y a la larga, como por suerte siempre sucede, se fue.
Se fue y yo me quedé pensando en que encendería un cigarro para sentir que algo está empezando, y exhalaría con el humo el mal trago de saber que no puedo hacerlo, que mi única moda –parece ser- es no querer morirme, aunque la espera en la trinchera se me haga larga, sin un amigo al que aspirar lenta, muy lentamente.