lunes, 19 de diciembre de 2011

secreto

Que me cuenten un secreto es, para mí, una cárcel que otro me impone, en general, en virtud de sus propias faltas o delitos.
Pocas cosas me resultan menos halagüeñas y más atemorizadoras que esas graves confesiones que suelen estar encabezadas por frases como: “que no salga de acá”, “esto entre nosotros”, “te pido, eso sí, absoluta reserva”, “por favor, discreción sobre esto”, y las otras miles con las que la oralidad camufla el chisme. (y en la increíble variedad de estas expresiones que contabilizo y de las que acabo de mencionar tan sólo una muestra, leo la inacabable pasión que despierta en el ser humano el decir lo que, por naturaleza, no debería ser dicho).
Efectivamente, cuando alguien empieza a decirme que lo que me dicen no debo repetirlo, además de empezar a putear internamente por lo que me parece una decisión profundamente injusta, se prende en mí un cartel de alerta; porque para aquellos que tenemos una memoria lábil y selectiva como es la mía, contarnos un secreto es hacernos una doble exigencia, es exigirnos que recordemos el contenido –casi siempre polémico- de lo que se nos cuenta y demandarnos, además, que recordemos el significativísimo detalle de que no debemos repetir a los cuatro vientos (ni a uno solo, en realidad) eso que, por su misma naturaleza polémica llama, invita y nos emplaza a compartirlo, a comunicarlo, a discutirlo.
En definitiva, me molesta que me cuenten un secreto porque me cuesta espantosamente conservarlo y, en general, nadie me pregunta a priori si estoy dispuesta a realizar ese descomunal esfuerzo. Por lo general, entonces, fallo, como fallo casi siempre que algo me exige un descomunal esfuerzo. Y esto, que es una triste advertencia para mis conocidos y no tanto, es también una invitación a la reflexión, tanto para los emisores de secretos como para los receptores: ¿qué buscamos diciendo lo que decimos?, ¿cuánto queremos, sinceramente, que esa noticia no circule? y, por qué no, una más personal: ¿debemos imponerle a la comerciante barrial, digamos, la chica que atiende en la farmacia, por ejemplo, el pesado grillete de eso que estamos por contarle?, ¿lo amerita?, ¿tiene vinculación alguna con el rol que ella desempeña en nuestra vida o lo hacemos simplemente para soltar el lastre que alguien, a lo mejor, nos endilgó a su vez? ¿Estamos repitiendo con ella ese gesto mecánico de quien descarta un cadáver flojo de papeles en un descampado solitario para que, a lo mejor no, a lo mejor sí –ese ya no es nuestro problema- nadie lo encuentre?
Estas preguntas, todas, son las que circulan enloquecidas por mi mente, rebotando contra sus paredes acolchonadas cada vez que uno de esos desconocidos mentirosos que suelen ser los clientes frecuentes (condición ambigua, si las hay) decide soltar la bolsa de contenido dudoso sobre el mostrador de nuestra conversación, hasta ese momento regulada estrictamente por frases hechas.
Entonces el encabezado, el “te lo digo porque estamos en confianza”, el “eso sí, de esto que te voy a decir, ni una palabra a nadie”, o el “una tumba, con esto, por favor”.
Y el compromiso de recordar, de no decir; de retener y de callar.
Así tuve que no repetir, por ejemplo:
Que cuando el vecino de al lado, el del sexto piso viene y compra dos ejemplares del mismo perfume o el mismo par de aros, uno es para su mujer, y el otro para su novia. Y que esa mecánica le resulta muy útil, “para evitar confusiones”.
Que cuando el Arquitecto (así se presenta él, como si fuera el único) llama para encargar su pastilla especial para tratar la disfunción eréctil no debemos, bajo ningún punto de vista, enviársela a través de su esposa, que viene casi a diario. No debemos ni mencionar la existencia del encargo cuyos efectos, sospecho, no la tienen por destinataria.
No debo, ni por casualidad, decirle a la madre de la hija adolescente que la nena toma pastillas anticonceptivas; ni debo decirle a la hija que la madre tiene un novio con el que usa preservativos.
No debo decirle a otro padre que su hijo también toma antidepresivos, para no agigantar su propia depresión.
No debo decirle al marido que su mujer ya no se cuida, y que cambió la pastilla por el test de ovulación.
No debo decir tantas cosas, tantas cosas que siempre estoy al borde de olvidarme, que muchas veces pienso que más me valdría no emitir sonido alguno cuando hace su entrada un cliente. O que más les valdría a ellos ser sordomudos y casi ciegos como mi intrigante pero tranquilizador cliente del maletín.

Una vez estuve a punto de pisar el palito, una vez estuve a segundos de explotar, estuve a segundos de mandar uno de esos compromisos que nunca pedí bien mandado a la mierda.

Evelyn es jovencísima, ella y su madre (quien me pidió por favor que no divulgue la certera suposición de que a su hermano lo envenenaron) vienen seguido a la farmacia desde hace ya mucho. Digamos que cuando conocí a Evelyn era poco más que una nena, tomaba ibuprofeno en jarabe, todavía; así que me sorprendí enormemente el día que vino y me dijo, en tren de confesiones (ouch), que tenía un problemón, que el novio, su primer novio le había contagiado un HPV que le había agarrado con increíble virulencia, que por favor no le contara a la madre, que ella estaba yendo a un médico, se estaba haciendo un tratamiento costosísimo y dolorosísimo por igual. Me lamenté, por ella, por el HPV, por el tratamiento, y por el tiempo que llevo trabajando en la farmacia, que había pasado tan rápido como para que la pobre Evelyn saltara del antibiótico en suspensión a este mal trago sin que yo me diera por enterada del cambio. Recordé no mencionarle a su madre (a nadie, en realidad) este asunto y me limité a preguntarle discretamente si estaba mejor cada vez que venía sola a la farmacia.
El tiempo pasaba, sin embargo, y no había mucha mejoría para Evelyn, que un día me dijo –entre nos (ay)- que el problema era que el novio no quería someterse a la parte que le tocaba del tratamiento, que prefería seguir teniendo HPV; por esas cosas que tienen algunos hombres con su genitalidad, se negaba sistemáticamente a cualquier cuestión que obrase por la zona, no se sabe si asustado por la imaginaria posibilidad de que un tratamiento le genere la disfunción del arquitecto o por qué oscuro capricho. Para Evelyn, parece, la disyuntiva era cruel: o sanarse o seguir garchando con ese novio que empezaba a parecerme la mezcla insoportable e hiperhabitual de pelotudo y reverendo hijo de puta. No le dije, sin embargo, mi sincera opinión (y, por primera vez en este texto, no callé obedeciendo la orden o el pedido de nadie más, sino el mío propio, quizás ahora ya calle por reflejo condicionado) y me limité a condolerme de su penosa opción.
Pero a la cotidianeidad molesta del trabajo tiende a ponerme contra las cuerdas (económicas, morales, de mi paciencia) y por eso a todo este asunto le siguió aquel invierno que va a pasar a los anales del estudio de la paranoia como el invierno de la gripe porcina. Y los ánimos exaltados pusieron a muchos imbéciles los pelos de punta y a muchos, también, los puso en la farmacia. Fue este el caso del novio de Evelyn que un día entró como una tromba, arrastrando a su novia de la mano y me preguntó si teníamos barbijos -por esos días, el entelado y sacrosanto grial del estúpido-. No me sorprendió comprobar que, físicamente, era exactamente como lo había imaginado. Le contesté con la misma fingida calma que a todo el resto de los imbéciles que no, que no tenía y justo cuando estaba por empezar a explicar que, por otro lado, el barbijo no tenía sentido salvo que él fuese, por ejemplo, un trasplantado (y el trasplante de cerebro le hubiese venido bien), él arrancó a los gritos con una invectiva que provocó que, al terminar, no me sorprendiera comprobar que, mentalmente, era exactamente como lo había imaginado. El contenido de los gritos se resume, básicamente, en que todo esto era culpa del gobierno (¿?), que cómo podía ser que si él quería comprar barbijos para protegerse de tan peligrosa peste, el gobierno no le garantizase poder hacerlo. Que qué tenía que hacer él, ¿eh?, ¿ir al hospital público para obtenerlos? Porque a los negros sí que se los daban, los barbijos. El gobierno no nos cuidaba, no señor. Si era por el gobierno, que nos muriéramos todos, bien muertos.

Después de treinta segundos de soportar cómo la sangre iba toda hacia mi cabeza y de sentir que iba a explotar, literalmente, si no decía las dos palabras clave; después de medio minuto de feroz resistencia interior, el gen judeocristiano occidental logró imponerse y pude reprimirme, pude reprimirme como el dios de la biblia y el talmud mandan y logré evitar el “justo vos” que todavía hoy me atraganta.

Todavía hoy, que escribo esto con ningún objeto, todavía hoy que vuelvo a comprobar que la literatura no hace ninguna otra cosa más que repetir un gesto: tirar en un anónimo terreno baldío el cuerpo muerto del texto.

Sí, definitivamente, un secreto es una cárcel de la que a veces dan ganas de salir con la connivencia del comisario o del director de la penitenciaría, matar o robar, hacer un buen estrago ahí afuera y volver a entrar a la celda, solo, tranquilito, a seguir preso, nomás.

jueves, 17 de noviembre de 2011

canibale

Si hay algo que creo me caracteriza es la lentitud con la que atravieso por algunos procesos, cosas que a algunos les toman minutos aprender a mí me llevan meses, cuando no años. No sé exactamente cuál es la verdad oculta tras esta demora, no sé si es mi inoperancia o mi férrea e indoblegable tendencia a la negativa, quizás incluso sea la lamentable combinación de ambas cuestiones. Por eso no llama la atención que en la lógica de mi biografía yo haya descubierto las distintas edades del ser humano muy tardíamente. Me explico: descubrí a los niños recién cuando fui tía, cómo hice para llegar a cumplir los quince años sin reparar jamás en la existencia del submundo infantil, es una pregunta para la que no tengo respuesta; pero lo cierto es que en mi absoluta ignorancia muy pronto yo misma dejé de ser niña muy tempranamente, quizás por el natural apuro que implica tener hermanos mucho mayores, o quizás por ser naturalmente agrandada. Pero el tema es que no fue hasta que nació (y empezó a crecer) Lara que yo comprendí que un niño no era un demente en miniatura (algo así como los locos bajitos de Serrat pero considerablemente más siniestros) sino alguien con sus especificidades, especificidades que con el tiempo aprendería a preferir respecto de las del resto de la gente.
De la misma manera (o por lo menos, de forma parecida) me pasó con los viejos; yo conocía a muchos viejos porque mi familia está llena (cada vez menos, igual) de ellos, pero creo que siempre pensé que eran algo así como un adulto gastado, como un auto antiguo y con muchos kilómetros al que el service le queda cada vez más corto, y si antes tiraba cinco mil kilómetros, ahora tira mil, y mañana quinientos y a lo mejor te deja en la Panamericana.
El hito que cambió mi perspectiva sobre ellos, en esta oportunidad, fue el trabajo en la farmacia. Porque es cierto que a veces reniego de ellos, que muchos son insoportables y otros son lisa y llanamente malos (igual que pasa con los chicos, por otra parte) pero no fue sino hasta que empecé a trabajar en la farmacia (o alguuuun tiempo después, de acuerdo a mis habituales tiempos retardados) que logré entender algo de las particularidades del ser viejo. Sé algunas pocas cosas sobre la ancianidad, sí, y aprendí a tratar con los viejos gracias a pequeños tópicos que manejo con cuidado, delicadamente, como si fueran un objeto de un vidrio muy muy fino.
De todas las cosas propias de los viejos que aprendí a ponderar en su justa medida, mi favorita es la caída. Porque a partir de determinado momento en la vida de las personas, caerse es muchísimo más que acceder a la voluntad de la fuerza de gravedad, muchísimo más también que dar con los huesos contra el piso. Caerse no es ni siquiera algo que ocurra en el momento en el que sucede, porque caerse es todo el tiempo. Lo primero que aprendí sobre los viejos es que la caída no es un evento, ni siquiera es una circunstancia, no es un peligro ni sus consecuencias, la caída es un estilo de vida.
Todavía recuerdo el momento en el logré por fin entender el concepto, como uno recuerda para siempre las condiciones en las que se produjeron ciertos (grandes) descubrimientos: Amelia me hablaba seriamente, con sus grandes ojos claros bien abiertos, me hablaba de los riesgos que traía aparejada su excursión (casi) diaria a la farmacia, las baldosas rotas de la puerta del edificio, el cordón de la vereda irregular, los chicos que vuelven del colegio a la carrera, los adultos que van tan preocupados que ni se fijan, la portera de acá al lado que baldea cuando quiere, todo un mapa plagado de señales de alerta que a uno quizás le pasan desapercibidas, como escrito con tinta de limón, un plano alarmista que requiere la decodificación de un fuego que, intuí, sólo nos es dado con los años.
“Qué trabajo es ser viejo”, recuerdo haber pensado mientras me entretenía imaginando a Amelia como el gaucho baqueano de Sarmiento, conociendo palmo a palmo, topografía perfecta, la manzana que hay entre su casa y la farmacia. Pero era mucho más que eso lo que quería decirme Amelia esa tarde, era mucho más y, si bien soy lenta, si bien a veces demoro más de lo recomendable en entender cabalmente lo que me están diciendo, lo cierto es también que siempre cedo ante la insistencia, y fue la insistencia de sus ojos la que me hizo comprender, por fin, qué quería decir cuando decía la más temida de todas, la palabra “caída”, porque finalmente entendí que eso que yo estaba interpretando como un fenómeno correspondiente al mundo de lo físico, era en realidad una categoría más cercana a lo moral. Por fin comprendí que Amelia (y con Amelia el resto de los viejos) no estaba apelando a mi capacidad de imaginar un accidente en el orden de lo material, sino que estaba interpelando a mi capacidad para la épica.
Tengo que aclararlo: la épica es mi mundo o, mejor dicho, el mundo que a mí me interesa es el mundo visto desde una perspectiva épica; y no me refiero con esto a que necesite yo de los grandes relatos, las grandes gestas, no, yo creo que hay una épica en el mundo cotidiano, una épica doméstica, si se quiere, y es esa dimensión la que me interesa explorar, es ese el terreno en el que vivo.
Así que yo sabía qué era lo que me querían decir los ojos de Amelia, y lo sabía exactamente. Ese mismo día entendí que para los viejos la caída, que no es sólo una categoría del mundo material, es algo homologable a lo que yo, en mi habla plagada de épica doméstica, llamo derrumbe.
Amelia estudiaba la calle porque tenía miedo de que el edificio endeble en el que se había convertido, simplemente, se derrumbase.
La entendí. Lo entiendo. Y a partir de ese momento tuve en muy alta estima todas las conversaciones en las que el gran tema era la caída: cómo evitarla, cómo subsanarla, miles de relatos pormenorizados que interpreto e interpreté como la narración de la épica diaria, con la emoción calculadora de quien ve a otro haciendo la relación de daños de su gesta particular. El respeto.

Toda esta larga parrafada es, como suele ser cuando soy yo la que está hablando, sólo un prólogo a la historia que quiero contar hoy, y tendría que ver si esta exagerada tendencia al prolegómeno no es un disfraz de mi lentitud inveterada.

Hoy quiero contar la historia de Carnevale, un viejito sin estridencias que viene a veces a comprar, un viejito relativamente simpático, relativamente tranquilo, relativamente tacaño, que no levantaría la cabeza por sobre la irrelevancia del resto si no fuera por dos detalles; el primero es el tiempo que hace que lo conozco, como la gota que horada la piedra nadie puede pasar desapercibido por casi diez años en continuado, o a lo mejor sí, pero esa sería una particularidad, un detalle curioso y Carnevale no los tiene. El otro detalle que lo singulariza es que tiene que caminar usando un andador, y ese tipo de artefactos en la lógica bautismal del comercio acaban por metonímicamente reemplazar a todo el personaje, y así Carnevale en realidad era conocido en general como Andador, de la misma manera en la que están Ojo de Vidrio, Parkinson y Labio Leporino, entre otros. En otras condiciones, más felices, sería algo llamativo que yo trajese a colación a Carnevale, su monocromía no tiene la virtud de destacarlo de un fondo plagado de ancianos que vienen desde hace años y que, incluso, requieren de algún tipo de ortopedia para asegurar su traslado. Pero el tema es que las condiciones a veces no son felices y este es un flagrante ejemplo de ello.
Apenas hace algunas semanas alguien entró por la tarde trayendo la pésima nueva: Carnevale había muerto. Los ancianos clientes regulares se mueren regularmente en la farmacia, y ese axioma se cumple tan a rajatabla que termina por no causar excesivos pesares o sorpresas, seamos sinceros. Sin embargo, las particularidades de la muerte de Carnevale lo llevaron a destacar de una manera en que no había destacado mientras estuvo imparticularmente vivo. Porque el relato de la portera que baldea cuando se le da la gana era escalofriante: cerca del mediodía, mientras cruzaba las vías con su paso lento, el andador se trabó contra el durmiente, o se rompió o simplemente dejó de cumplir su cometido asistencial y Carnevale cayó. Lo que siguió a eso lo evito ahora como la portera del balde no me lo evitó en su momento. Pero digamos que el tren pasó antes de que nadie pudiera hacer algo para evitarle todo esto a Carnevale.

Una caída. Por supuesto. No tenían ni que decírmelo. Una caída.

Haciendo los rápidos y macabros cálculos forenses que corresponden descubrí que Carnevale volvía desde la farmacia hasta su casa, después de comprarme el medicamento que tomaba habitualmente para su arritmia y el descubrimiento me produjo una zozobra muy fuerte, un mareo. La posibilidad de ser la última persona con la que habló me provocó náuseas, y repasé mi conducta buscando falencias, y la de él buscando presagios, señales. Por supuesto que no había nada, los dos habíamos hecho y dicho maquinalmente lo que hacíamos y decíamos siempre y esa intrascendencia era demasiado, incluso para mi afición vinculada a la épica miniaturizante, no había nada. La náusea me duró un buen rato y después se pasó como estaba destinado a pasarse todo lo vinculado a la existencia de Carnevale.
Se pasó hasta ayer, cuando vino una mujer y pidió hablar conmigo, la que cubría el horario del mediodía. Me acerqué ya con un aire belicoso, dispuesta a discutir por algo de lo que no tenía la menor idea (el empleado de comercio, en general, hace muy bien en ser paranoico) hasta que la mujer me presentó su inquietud: era la hija de Carnevale, “el señor mayor, del andador”, me aclaró, ignorando tanto la tendencia metonímica como la generalización ortopédica que padecen los ancianos del barrio. Me contó los pormenores del accidente que terminó con su padre (pormenores que en mi piedad escritural omito nuevamente) y yo dejé que lo hiciera porque otra de las enseñanzas que me dejó este trabajo es que el único consuelo que hay en la tragedia es la narración, convertirlo en literatura para el oído atento sana, así que soy capaz de escuchar mil veces, de ser necesario, el relato de una muerte y esa es mi forma de dar el pésame. Lo que siguió al detalle puntilloso fue el desconcierto, fue la pregunta, la indagatoria que explicaba su visita: “Mi papá tenía en el bolsillo una receta, ¿había pasado por acá?”. Me apuré a responderle solícita que sí, que yo misma lo había atendido. Y justo cuando esperaba el pedido de los pormenores de la visita, justo cuando creía que me iba a preguntar por los posibles presagios o señales, ella me dijo: “¿Y no sabe si mi papá tenía algo más? ¿Llegó a comprarle el medicamento? Porque cuando lo fuimos a reconocer al hospital no tenía nada, ni plata, ni la billetera, ni los documentos, absolutamente nada más que la receta. Nada. Nada”. Y esa última palabra demoró en entrar en mi oído, remolona se quedó dando vueltas por algún otro lugar del cuerpo.
Nada.
De golpe la entendí, de golpe entendí que de esa palabra, en este momento y para esta mujer, estaba dependiendo todo el tambaleante edificio de su vida. De pronto comprendí que lo que me estaba pidiendo era mucho más que una simple respuesta, me estaba pidiendo un mundo en el que vivir no le provocara mareos, no le diera náuseas.
Nada.
Me estaba pidiendo no caer, no derrumbarse.
Y yo que entiendo de épica, sé del valor que se requiere para caer, y sé del trabajoso coraje que implica, a veces, mantenerse de pie.

Le dije:
“No, vino a averiguar un precio. Me dijo que después volvía a comprar, que ahora estaba sin nada”.

Sin nada.

viernes, 14 de octubre de 2011

bordolino

Y por suerte advertí de este amor mío (y no tan mío) por la repetición, porque quizás deba insistir involuntariamente (voluntariamente) sobre lo ya insistido. Quizás me aboque a mi afición preferida, la reincidencia, cuando cuente lo que necesito contar hoy. Cuando cuente lo que ya conté, pero distinto, pero ligeramente diferente, tal vez. Cuando empiece por contar que Valentino es, sin lugar a dudas, mi cliente favorito, que es muy viejito, bastante endeble y completamente ciego. Que es optimista hasta la exasperación y que es ese optimismo sin mesura, en una de esas, el que lo motiva a usar anteojos con aumento, el aumento más inútil del mundo. En una de esas Valentino piensa que si al don de la vista se le da por volver, más vale estar preparado; no lo culpo.

Copio la lógica reiterativa de Valentino, como él copia la mía, hoy mismo cuando me contó que cuento que, habiendo recientemente perdido la visión, a sus jóvenes veintiséis años, con una promisoria carrera como técnico mecánico por delante y con la capacidad de aprender “esas cosas que saben los ciegos, como el braille”, definitiva y tristemente por detrás, su madre murió, añadiendo tormentas y tormentos a lo ya inundado. Y él quedó solo con un perrito que era toda su alegría, un perrito que a veces es Bobby, y a veces Toby pero que siempre pero siempre se le pierde. El optimismo sin límites tiene un límite bien claro, y si bien se banca que nos quedemos ciegos, si bien se banca que se muera nuestra madre, parece que no se banca que se nos pierda el perro, aunque no recordemos bien cómo se llama, así que Valentino se deprimió. Bobby se perdió y Valentino salió como loco por su querido y topográficamente mnemotecnizado barrio de Villa Real a buscarlo. A veces durante diez días, a veces durante veinte, el hecho es que lo buscó tocando puerta por puerta y no logró dar con él; un par le quisieron meter perro por perro y le dijeron que tenían a Toby y lo hicieron entrar a la casa y le ofrecieron –primero-, lo invitaron –después-, y pretendieron obligarlo -por último- a llevarse a ese pequinés o a ese cusquito tan temido, el que se querían sacar de encima a como diera lugar. Pero Valentino no quería cualquier perro, puede ser que el nombre hoy no lo preocupe demasiado, pero en aquel entonces quería al Toby y sólo al Bobby. Así que siguió buscando. Y siguió buscando hasta que, sin proponérselo, entró a un colegio. El director de ese colegio resultó un tipo sensible y perceptivo, charló con él un rato y le tiró la posta: el problema que usted tiene es que está deprimido, quédese con nosotros un tiempo en el colegio que se va a sentir mejor y, ya que está aprende algunas cosas que le van a servir para la vida. A veces se queda como alumno, a veces se queda ayudando a los docentes y a los chicos, pero el asunto es que se queda.
Los chicos eran todos víctimas y sobrevivientes de la polio, cada uno con su grado de tullidismo, iban a ese lugar donde les enseñaban, además de a leer y a escribir, algún oficio. Los pibes que lo sacaron de la depresión estaban todos peor que él, pero tenían un sentido del humor extraordinario; las anécdotas al respecto rozan el límite del buen gusto, porque incluyen –de acuerdo al día- un muchacho con una pata de palo que jugaba muy bien al fútbol pero que cuando se calentaba porque le cometían una falta se la sacaba la prótesis y le daba de a piernazos al rival; o dos que tenían un pequeño show montado para los incautos (y Valentino lo fue), que empezaba con una discusión que se iba tornando violenta hasta que se armaba un auténtico catch que terminaba con uno de los dos (el que estaba en silla de ruedas) subiéndose las piernas inertes al cuello, trabándolas atrás de su nuca y gritando a viva voz: “Pero ¡mirá lo que me hiciste! ¡Me rompiste!”.
Esos eran los jóvenes amigos de Valentino, y su salida de la depresión se inició ahí nomás, cuando después de que el director lo presentara al resto, uno de ellos le anunció: “¿Qué Valentino ni Valentino? ¿Te la das de actor de Hollywood, vos? ¡De ahora en más vas a ser Bordolino!”. Y con el apodo vino la remontada, una remontada que duró unos años largos.
Largos años le duró la escuela a Valentino, y de esa experiencia tiene infinidad de historias que contar, las historias de los chicos (por usar su expresión más que por precisión cronológica) que iban, de los profesores e incluso del director, que se jubiló en algún momento impreciso, antes de la década del ’60, y murió quince días después, (que a veces son veinte y a veces cinco) porque quizás, sensible y perceptivo como era, notó que no tener nada que hacer, lejos de ser un sueño, puede ser muy una pesadilla.
Alguna vez me contó, por ejemplo, la historia de Juan Carlos, un muchacho adorable que no podía mover la mitad inferior de su cuerpo. Juan Carlos un día apareció con una novia macanudísima, super buena, a veces es linda, a veces, más o menos. Al año, diez meses, año y medio, apareció con esa misma novia, embarazada. El misterio de la concepción es enemigo de todo tipo de pregunta, le pasó a la virgen María, le pasa a cualquiera; así que nadie le preguntó a Juan Carlos cómo es que había sucedido algo así, qué clase de milagro se había obrado.
Pero la historia argentina está plagada de baches y de golpes, en el sentido más literal y brutal de la palabra: de piñas. Y vino un golpe militar, el de Onganía y con él cayeron las medidas políticas y económicas que tanto suelen gustarles a estos sujetos de sacos tan decorados. La dictadura consideró innecesario el colegio al que asistían Valentino, Juan Carlos y otros tantos, una pérdida de dinero y espacio para el Estado, así que lo cerró o, mejor dicho, lo tercerizó: lo trasladó a la casona de una dama más o menos notable de Villa Luro, que se ofreció a cuidar y educar a estos jóvenes por una suma de dinero in-módica que le abonaban mensualmente de buenísima gana sus amigos del ministerio. De más está decir que la experiencia resultó penosa, Valentino me contaba (recontaba) hoy, que la señora en cuestión ataba a los muchachos; le molestaba su andar de acá para allá así que les ataba la silla de ruedas a un radiador, por ejemplo, o a una columna y ahí los dejaba, hasta que se cumpliera su horario escolar, estar atados era todo lo que hacían; se hablaban de columna a columna, o de radiador a radiador, en voz muy baja, para no molestar a la dueña de casa que tenía una cierta tendencia a la irritabilidad.
Además, mire usted, la doña en cuestión tenía la posibilidad de emitir certificados de estudios completos, cosa que hizo a diestra y siniestra, por dinero, por quedar bien, o por lo que fuese. Si hasta la hija de ella, que era un desastre y quería hacerse partera sacó así el título, si la piba no podía ni sumar dos más dos, viera usted, y ahora se da unos aires, unas ínfulas.

Momento, acá interrumpo la historia de Valentino de la misma forma en que lo interrumpí en su momento. No hay que preocuparse por saber más de él, por saber hasta dónde iba a llegar con su relato porque Valentino siempre vuelve, de donde sea, de donde esté, y yo volveré con él.

Lo que me interesa en este caso es ver cómo las historias se entrelazan, y cómo la hija de la dama de Villa Luro es ahora tan dama como su madre; sin saber cuánto es dos más dos se hizo partera y ahora cada tanto entra a la farmacia con un aire de plumas y alfombra roja y rezonga porque yo no la atiendo rápido, porque no le gusta lo que le ofrezco, porque los precios (que evidentemente imagina que yo fijo) son demasiado altos, por todo, en definitiva. Por absolutamente todo rezonga la partera, que una vez me dijo que los jóvenes de ahora (y, en lo que yo bien podría considerar un elogio, me señaló) no saben lo que es el sacrificio, porque cuando ella iba a la escuela tenía que pasarse horas y horas estudiando, y no había ni tiempo de pensar en hacer estupideces como eso de tomar el colegio, qué idea más descabellada. Es-tu-diar, como hizo ella, eso es lo que necesitan estos mocosos. A ver si se les pasa lo burros.

Siempre me interesó la forma en la que se consolidan, se solidifican las versiones que inventamos sobre nosotros mismos, sobre nuestras biografías. ¿En qué momento exacto convertimos en oficial una historia (posible, real o ficticia, no sé qué diferencia hay entre estas palabras) sobre nuestro pasado? ¿Cuándo y cómo tiene lugar esa justicia retrospectiva por la que de golpe fuimos o hicimos (siempre en el pasado) eso que siempre quisimos haber sido o hecho?

Valentino siempre cambia un poco la historia que cuenta y ese asunto me tiene muy sin cuidado; a lo mejor está probando qué versión solidifica, cristaliza mejor. En cualquier caso prefiero sus versiones transitorias antes que la monolítica versión de los hechos que me presenta la partera. A mí y justo a mí, como si yo no supiera que el pasado es materia plástica, maleable, móvil. Como si yo no estuviera ensayando las versiones de mi propia historia cada vez que escribo.

Valentino siempre me pide que escriba su historia. Y reescriba. Y así.

lunes, 5 de septiembre de 2011

inmoral

Creo, considero, estoy segura, afirmo, que buena parte de las repeticiones que en la vida se producen con una cíclica asiduidad son saludables, deseables, necesarias. Lejos está de mi voluntad la alabanza inmotivada de la novedad; la novedad no despierta en mí demasiado interés. Es la reiteración la que me resulta curiosa, la aparición de un mismo elemento, de una misma secuencia: el patrón. La novedad es vecina de la noticia, vive, en ese concubinato que es la sinonimia, pegada a uno de mis enemigos más antiguos: la originalidad. No pienso extenderme ahora en esa mentira ontológica, en esa quimera perniciosa que es el concepto de originalidad, ni siquiera emprenderé una de mis atronadoras invectivas contra la caterva de tramposos que la sostienen como bandera, no. Hoy, y sólo por hoy, el lema será vivir y dejar vivir; incluso a las palabras. O a los conceptos nocivos.
Estaba con las repeticiones, las cosas que suceden una y otra vez para mi deleite, para que yo desmenuce, con paciencia quirúrgica, el juego de similitudes y sutilísimas diferencias que se despliega ante mis ojos toda vez que me enfrento a la misma situación ya que atestigüé o protagonicé antes, que sostengo la misma conversación que ya sostuve, la misma discusión. Mi amiga Analía es, además de una extraordinaria poeta, una maravillosa conversadora; con ella siempre resulta fácil pasar de los temas mundanos de conversación (que muchas veces no me importan), a esas cuestiones de las que no me canso nunca, ni siquiera cuando ya estoy cansada de hablar de eso. Con ella sostengo cada tanto una discusión que me encanta; cada tanto, también, ensayamos nuevas argumentaciones sobre ese mismo tema y ella y yo traemos a la palestra nuevos ejemplos que estuvimos pensando, que estamos seguras, esta vez son capaces de convencer a la otra de que nuestra posición es la correcta. A veces creo que tenemos esta discusión incluso cuando no estamos juntas, o cuando estamos hablando de cualquier otra cosa, como si la polémica y nosotras fuésemos los verdaderos únicos dos bandos diferenciados. A veces, me parece, polemizo con ella mientras pienso en otras cuestiones y esa -de eso sí estoy segura- me parece una hermosa forma de amistad.
El tema de la polémica no es demasiado interesante, no es rimbombante como pueden ser la pena de muerte, el aborto o la legalización de las drogas; no discutimos sobre esas cosas, principalmente, porque en general estamos de acuerdo (no, sí, sí, son las escuetas respuestas, en ese preciso orden). No, con Analía discutimos sobre literatura. El problema lo originó el formato de la crónica, a Analía le encanta la crónica en la misma medida en que la enoja, o la conflictúa; ella dice que la crónica es, muchas veces, una forma de enmascarar un aprovechamiento; que cuando un cronista narra un suceso que tiene a otro por protagonista está, básicamente, abusando de la buena fe y de la buena voluntad del otro para hacer literatura que es –y en esto estamos de acuerdo- una forma privilegiada de embuste. Aparece, de vez en cuando en el discurso de mi amiga, un elemento interesante: ella dice que cuando un cronista toma por objeto de sus disquisiciones a un individuo pobre, y hace de él y de su paupérrima condición, literatura (que además de embuste, es una forma de comercio, sea o no mediatizada por el dinero), el cronista copia, reproduce la lógica infame de opresor-oprimido, es decir, duplica el peso de la bota que tiene aprisionado contra el piso al cuello del sujeto en cuestión. Nada más y nada menos. Y entonces se enoja con la crónica y putea a medida que la lee.
Yo le digo, también entonces y aprovechando el furioso recogimiento que requiere toda puteada, que eso es y no es así. Que es cierto que la literatura no es liberación para nadie, y que el cronicado (por ponerle un nombre) está siendo objeto de una doble explotación; pero que el cronicado y ella se equivocan si pretenden que la literatura, ese sucio trabajo de escribir, sea una forma que justicia. Pocas cosas son menos justas que la letra escrita y pocos sinsentidos hay más grandes que la expresión “justicia-poética”. Y, acto seguido y casi sin tomar aire, le agrego algo así (las expresiones de una y otra parte varían ligeramente cada vez, y en esa variación anida el centro del centro del gozo de mi entretenimiento): hay, por lo demás, un género de literatura que, fracasando como se fracasa siempre que alguien busca ser la justicia, opta por erigirse en el lugar de la justicia, reemplazándola, y desde allí condena y absuelve indistintamente, sentencias que no acata nadie. Esa literatura a mí no me interesa. A mí el arco literario que me gusta es el que va desde la inmoralidad hasta el crimen, pasando, por supuesto, por delitos varios. Y cuando digo ‘inmoralidad’ no me refiero al sexo, que para mí no es una categoría moral, de la misma forma que cuando digo ‘crimen’, no pienso en un asesinato, o al menos no en uno literal. Ambas para mí son categorías de lo siniestro, y es ese movimiento, el del dedo oprimiendo dichosamente la llaga, el que me interesa, ya sea leer o contar.
Las discusiones casi siempre, en este punto, se pierden en ejemplos, nos tiramos por la cabeza con autores, y ella dice Lemebel, y yo digo Poniatowska, y nos peleamos por Walsh. Un mar de gente volando por el techo del cuarto hasta que llega la política o el amor, o el previsible juntarse de ambas categorías y la polémica tiene que irse a otro lado, seguramente resentida por el abandono, se va, a seguir su curso independientemente de nuestra diletante e inconstante voluntad.

Hoy sigo la discusión por este medio, aun a sabiendas de que ella seguramente se moleste por no poder opinar; hoy sigo la discusión pensando en mí, que escribo esto, que si fuese algo, quizás, sería una crónica. Hoy sigo esta discusión, también, mientras pienso en Brunilda. Brunilda la buena, la asistente social retirada. Brunilda la tía que todos querríamos, la que les lleva regalos hasta a las cajeras del banco, para la que todos somos divinos y hermosos y talentosos y geniales en lo que hacemos. Brunilda, la que adoptó dos hermanos huérfanos en los sesenta, la misma que colabora en una fundación que busca conseguirles medicamentos a aquellos que no pueden comprarlos.
Brunilda es la persona más buena de todas las que yo conozco (con esa bondad, a mis ojos, no tan meritoria, la que tienen los que son buenos porque lo malo no los asalta como una necesidad, no los aqueja como una enfermedad, no los embosca).
Y es también, la más confiada.
Desde que la conozco, hace ya varios años, le han pasado algunas cosas bastante singulares: una vez le desvalijaron la casa; después se supo que ella se había olvidado las llaves en un bar y el mozo, un chico divino, maravilloso al que cómo no le voy a dar mi dirección, se llevó los dólares de la venta de un terreno en Entre Ríos, los trajes del hermano muerto y un teléfono inalámbrico (la selección es rara, lo sé), antes de desaparecer para siempre del bar al que Brunilda siguió yendo religiosamente, para conocer a otro mozo, igual de divino y maravilloso que el anterior e, intuyo, igual de confiable como para decirle en qué piso y en qué departamento del edificio de al lado vive.
Otra vez la sobrina (o algo así, porque en realidad era ahijada adoptiva), después de una noche (una vida) signada por el exceso de líquidos, sólidos y gaseosos, fue encontrada por el portero del edificio en el que vive su ¿tía? mientras subía a la terraza; creyéndola confundida por lo temprano de la hora, el encargado la guió hasta el departamento de mi clienta para comprobar poco tiempo después que la joven (no tan joven ya) no estaba confundida, se dirigía a la terraza porque era allí donde había levantado un sutilísimo campamento para pasar sus veraniegas noches de desalojada. Brunilda tuvo que darle unos pesos al encargado y hacerle un regalito a la divina de su mujer para que la historia de la sobrina okupa no trascendiera y en el edificio no echaran a la del tercero A (sí, hasta yo sé dónde vive) que, parece, es un peligro para el resto de los vecinos.
No me venían a la memoria más ejemplos que ilustraran lo confiada que es Brunilda, pero recién (las casualidades no existen, pero que las hay, las hay) acaba de llamarme por teléfono para encargarme un medicamento y, ya que está, contarme otra: desde hace un par de meses, cada vez que iba al banco para cobrar la jubilación, en la cuenta encontraba poco menos de la mitad de su sueldo. El misterio se resolvió hoy mismo y, como suele suceder cuando se trata de Brunilda, se resolvió por la delictiva: parece que ella una vez le dio los datos de su tarjeta a un chico macanudísimo que le dijo que era empleado del banco y… Bueno, para todos menos para Brunilda lo que sigue a esos tres puntos suspensivos es lo esperable.
Brunilda sufre una salidera bancaria, más o menos, cada seis meses. Quizás influya el hecho de que todo el barrio sabe que su documento termina en 0 y a qué sucursal del Banco Patagonia va en el 80 a cobrar la jubilación.
Brunilda subiría el índice de criminalidad hasta en Suecia, pero no es eso, o al menos no es eso solamente, de lo que quería hablar. Quería hablar de que la semana pasada vino y finalmente me contó una buena noticia: ella es la única heredera viva de sus padres, que le dejaron, por único legado, una casa en su Entre Ríos natal, una casa muy grande, tipo casco de estancia que para ella significa mucho porque es la casa en la que nació y se crió. Lamentablemente, su salud, deteriorada a fuerza de tanto disgusto, no le permite ir hasta allá a terminar los trámites de sucesión y toda esa historia; pero por suerte apareció un muchacho encantador que justo justo va a ese mismo pueblo y se ofreció a hacerle el trámite. Lo único que tiene que hacer ella es firmarle un poder para que él haga todo, absolutamente todo, en su nombre.

No pienso añadir ni una sola palabra a lo anterior. Me voy a quedar en completo silencio.
El mismo silencio libre de alertas en el que me quedé cuando Brunilda terminó de contarme, feliz, la historia. El mismo silencio que ahora escribo, hago crónica cómplice, inmoral.

Hay algunas discusiones que se resuelven, se ganan -o se pierden- en acciones, no en palabras. No sé cuál de las dos cosas acaba de sucederme.

viernes, 5 de agosto de 2011

batalla

Marcela era joven, muy joven, diecinueve años que pretendían aparentar más a fuerza de cansancio, pero no podían. No sé si fue mi detestable e involuntaria cara de psicoanalista en día franco, no sé si fueron sus ganas irrefrenables de hablar que yo no supe cómo coartar, pero lo cierto es que Marcela, a cuento de nada o casi nada, me hizo un resumen de su vida en veinte minutos que me dejó anonadada por su contenido, por un lado, y por su capacidad de síntesis por el otro; condensó en algunas palabras que espetó como si el hacerlo la liberara de algo, una vida que no por corta parecía carecer de complejidad. Marcela era una abanico de excesos, a los trece años, y para luchar contra el hastío de la media clase acomodada de Villa Devoto, había empezado una confusa carrera sexual, ‘todas las perversiones que puedas imaginarte’, me dijo ‘todas las viví’, e hizo un sucinto relevamiento que mi desparpajo no me alcanza para repetir; a los quince años y sintiendo que el mundo seguía cayéndose a pedazos, creyó en la liberación química de la angustia y se abocó a consumir todas las drogas que encontró a su paso; otros pocos años después cayó en la cuenta de que de nada se había liberado, de que seguía tan vacía como había empezado, y pensó (como se piensa pensó) que lo que precisaba era perpetuarse, que nada sino dejar una huella imborrable y humana en el mundo sería capaz de dotarla de sentido. Y tuvo un hijo.
La autobiografía oral de Marcela terminó con una sentencia que quedó tatuada en alguna inaccesible parte de mi espíritu, en mi museo de debacles, quizás; antes de irse, lacónicamente, como quien sabe todo me dijo ‘¿Y sabés qué descubrí? Que no era que yo no lo encontrara, es la vida la que no tiene sentido’.
Punto final para el desahogo.

Marcela se fue y me dejó dos cosas, físicas ambas. La primera: una sequedad en la boca, yo no había dicho una palabra, y sin embargo descubrí que al escuchar, muchas veces uno se cansa de hablar para adentro casi tanto como se agota de empatizar, uno se cansa. La segunda: el mareo. Como tragarse un huracán, sentir los techos de las moradas seguras girando enloquecidas por el cuerpo. Atestiguar cómo todo se licua.
Me llevó un tiempo la reconstrucción, después de toda catástrofe natural hay que coordinar voluntades, trabajar en conjunto, y lograr que yo trabaje conmigo fue una misión difícil; acostumbrada como estoy a la polémica y al cuestionamiento, la palabra ‘acuerdo’ es poco menos que una entelequia para mí.
Finalmente las aguas volvieron a su estatura habitual, sin embargo, y después de algún tiempo yo me encontré con la sentencia tranquilizadora grabada a las puertas de mi templo; todo lo que necesitaba era, como es siempre para mí, un consuelo. Una puerta entornada. Un espacio fortuito entre dos ladrillos de la gruesa pared externa de la casa. Ahí estaba, y esto era lo que decía.
Tallado hondo sobre el concreto, decía que si bien soy un soldado, una militante triste de que la vida, tal y como me enseñó Marcela, no tiene ningún tipo de sentido, jamás va a salir de esta boca, jamás va a escapar de estos dedos que el vivir, ese relevante acto de presentar batalla, tampoco lo tenga.

lunes, 4 de julio de 2011

el diario a diario

ANUNCIAN ESCASEZ DE GAS EN LOS HOGARES PORTEÑOS

Eso decía en su tapa el diario del cornetín militar y, después de leer el titular, supe, como si fuese una pitonisa con suerte, qué iba a pasar ese día. Con una precisión neuricirujánica (palabra que invento, a ver si compenso un poco todas las que mato) supe que en un momento no lejano de la mañana Silvia Coto iba a trasponer el pesado blindex de la farmacia, iba a comprarme el antidiarreico o el antiinflamatorio o el antiespasmódico o el sedante que compra con pasmosa regularidad (intuyo que cada una de las cosas que le vendo le produce la necesidad de otra, recreando así el viejo morderse la cola de una serpiente empastillada hasta las escamas) e iba a decirme con una desgraciada serenidad: “Es que en casa hace un frío de locos, porque no hay nada de presión de gas”.
No tuve que esperar mucho para que lo vaticinado se cumpliera con una exactitud de esas que generan desconfianza. Hoy fue el antidiarreico y el comentario, a lo mejor, agregó una coma entre “presión” y “de gas”; o tal vez la pausa haya sido ocasionada por la congestión pulmonar que el desabastecimiento calefaccionístico (sigo con el tema de la inventiva, aunque no sean muy originales, estas palabras cuentan como neologismos, y mi objetivo es una balanza comercial equilibrada, entre el idioma y yo) ya le estaba provocando y que, de paso, certificaba eso del:

RÉCORD DE AFECTADOS POR LA GRIPE

que anunciaba la página 24 del mismo matutino.

La lógica literaria que incumplo sistemáticamente, indica, sin embargo, que debería tratar de caracterizar primero a Silvia Coto, a quien originalmente llamábamos “changuito” y ahora, en general, le decimos simplemente Coto. Silvia lleva ese apellido improvisado no porque sea parte de la familia de las vacas y los hipermercados, no, lo lleva por pertenencia diaria, por rutina, porque Silvia Coto dos veces por día, una antes del mediodía y otra antes de la cena, se dirige a su supermercado homónimo, provista de su changuito (de ahí el apelativo anterior) y compra cosas que no podríamos precisar, más que nada, porque no nos interesa hacerlo. Llueva, truene o relampaguee, dos veces por día camina las cuatro cuadras que la separan del templo de los víveres y dos veces por día vuelve, indignada por unos precios que, de creerle, debería afirmar que suben por minuto. Silvia Coto, además de la cliente estrella del supermercado, es, de todas las personas que conozco, en la que más distancia hay entre la edad que aparenta tener y la edad que verdaderamente tiene, porque aparenta más de setenta y tiene apenas cincuenta, y no exagero en ninguno de los dos extremos. De todos modos, no quiero hablar en esta oportunidad de esa brecha que, cual foso de castillo feudal, se ha ido agrandando y llenando presumiblemente de cocodrilos y tal vez algunos dragones con el correr de los años, no. Hoy traigo a colación a Silvia Coto porque es el ejemplo más flagrante que conozco de una patología que, a falta de otra denominación homologada por ese auténtico bestiario moderno que pretende ser el DSM IV, he dado en llamar “hipocondría noticiosa”. Porque, debería aclararlo, a Silvia Coto siempre le pasa lo que dice el diario. Un siempre tan grande, que a veces da miedo, como dan miedo las cosas que se repiten con regularidad metronómica (cómo estoy innovando la lengua, hoy).
Redundar en ejemplos es lo mío, y así como el público ansioso espera el solo de trompeta del virtuoso jazzero, o la pirueta inútil del delantero habilidoso, yo me siento en la obligación de brindarles a mis lectores imposibles un sinfín (o “confín”, no hay que asustarse por la exageración, aunque creo que “confín” significa otra cosa) de situaciones que ilustran todo lo que dije anteriormente. Entonces:

NO HAY BILLETES DE $100 EN LOS CAJEROS

decía el titular, y ¿qué lamentaba como en una endecha mi patológica clienta? Que le habían pagado en billetes de $50.

DENUNCIAN IRREGULARIDADES EN LAS ELECCIONES

justo, justo en el cuarto oscuro no había boletas del partido al que ella quería votar, por eso tuvo que votar al candidato de la corriente ideológica exactamente opuesta.

ALERTAN SOBRE NUEVA MODALIDAD DE ROBO: LOS MOTOCHORROS

un sospechoso individuo trató de arrebatarle, o eso le pareció, el changuito, vacío, cuando iba hacia Coto.

EL CAFÉ PRODUCIRÍA CÁNCER DE ESTÓMAGO

desde el café con leche del desayuno ella está con una acidez inexplicable, y preocupante.

Y así en un etcétera que produce preocupación, hastío y, por qué no, una ligera angustia. Silvia Coto encarna el titular a diario y estoy segura de que hay alguna cajera del supermercado que, como yo, se pregunta qué tanto habrá de cierto en esa mímesis informativa que se nos presenta todos los días, en ese periódico primopersonal y parlante. Y, como yo, seguramente, se debe haber contestado que Silvia Coto es la mismísima encarnación de la sugestión informativo-doméstica (bueno, acepto que a lo mejor la cajera no usa exactamente estas palabras).
Pero no hay que creer que desestimo las consideraciones de mi clienta porque sí, o que no las sopesé en algún momento, considerando qué había de cierto en lo que ahora llamo su hipocondría. El problema es que las otras opciones que me quedaban, si saco a la patología, implican riesgos; la primera cae por el contundente y pesado peso de todo lo que es palmariamente incorrecto: esta opción estaría dada por la posibilidad de que el diario esté diciendo la verdad y le haya tomado el pulso no ya a toda la población sino a cada uno de sus particulares. El hecho es que ningún diario nunca dice ni ha dicho nada parecido ni remotamente a la verdad, y que en este particular momento histórico, si la mentira aceptara matices, podríamos decir que el diario que lee Silvia Coto miente como si fuese la corporización real que genera la sombra del concepto “mentira” en las paredes de la caverna platónica. Y creo que a lo mejor no exagero.
La otra opción, como siempre para mí es una opción, es la de la conspiración. Que no sea Silvia Coto la que imita al diario, sino el diario el que copia lo que le pasa a Silvia Coto, porque la está espiando, porque la está controlando, porque la tiene vigilada. Esta opción la descarto porque el hecho de que espíen a Silvia Coto, eventualmente y por algunos procedimientos cuya lógica no llego a entender, termina siempre derivando en que, en realidad, están buscando espiarme a mí, y eso me provoca vértigo y lo tengo prohibido por prescripción médica.
Una tercera opción, morigerante y morigerada me invitaría a considerar que Silvia Coto quizás sea justo el tester que elige el diario, el individuo que resume las características del promedio, y que es por eso que las noticias son como su diario, más que íntimo, público. Y que la distorsión respecto de la realidad general se produce, entonces, no por la animadversión políticamente intencionada de los titiriteros que manejan el periódico, sino por el mismo mecanismo que llevaría a errores, por ejemplo, en el índice de contaminación ambiental si el sensor estuviese puesto, vaya casualidad, en el escape de un camión mercedes benz 1114 de la década del 70. Esa opción la descarto, no por delirante, como me ha sido sugerido, sino por tibia, por mesurada, por medida.
La opción que resta es entonces la que adopto: Silvia Coto, todos los días, en mi hipótesis, recibe el diario por la mañana convertida en una tabula rasa a la que nada le afecta; las noticias del día anterior son recuerdos más antiguos y vagos, incluso, que el código de Hammurabi, como un temporal de viento que está muy, muy lejos del valle en el que ella desayuna con calma. De golpe, algo lee que la transita de arriba a abajo, la recorre. El siguiente momento de mi hipótesis, ya la encuentra en la calle, muñida de su chango, sintiendo cómo cae la bolsa adentro suyo, cómo hallaron a una mujer muerta en un baldío de Ensenada, cómo Meryl Streep o Glenn Close (nunca sé cuál es cuál, así que supongo que Silvia Coto tampoco) son firmes candidatas al óscar, cómo el técnico del equipo revelación del campeonato no va a anunciar la formación antes del clásico. Todo eso siente Silvia Coto cuando entra a la farmacia y dice fuerte, en mayúsculas, en letra de molde de ser necesario que hay un

CAOS VEHICULAR POR EL PARO DE TRENES

y compra el antiespasmódico que necesita para paliar los dolores que le produce el antidiarreico y se va. Y yo no necesito ni pensar qué es lo que le afecta del tránsito si Coto queda a tres cuadras y el changuito, que yo sepa, todavía va por la vereda. Yo entiendo inmediatamente que a cada cual su forma de encarnar la literatura: a ella le tocó vivir el pasquín, y yo también tengo mis lecturas hipnotizadoras, las que me dicen qué hacer, y que si me dicen que salte como un conejo, salto, y si me dicen “cacareá”, cacareo.

En cualquier caso, no siempre le tengo tanta paciencia a Cotito (como le decimos a veces, cariñosamente), y en muchas oportunidades, después de escuchar sus lamentos titulares, me limito a desear intensamente que algo la deposite bien lejos, en la estratósfera de ser posible, la próxima vez que

PONEN EN ÓRBITA UN NUEVO SATÉLITE METEOROLÓGICO

En el diario no hablaban de ti, Sabina. En el diario no hablaban de ti ni de mí, a lo mejor. Pero parece que hablaban de Cotito, eso sí.

miércoles, 1 de junio de 2011

y anda

Lázaro es un hombre pequeño, mejor dicho un hombre empequeñecido (mucho, muchísimo más de lo aceptable estéticamente) por el peso de la soledad (quizás, son meras suposiciones urdidas por mi mente afecta a sentimentalismos), por el peso de la edad (aquí no caben suposiciones, es un hecho: Lázaro tiene todos los años, no creo que quede por ahí alguno que él no tenga), o por el peso de la enfermedad (no voy a acotar paréntesis para no herir susceptibilidades y/o sensibilidades aprehensivas).
Lázaro camina despacio, increíblemente despacio, avanza de a pasos minúsculos con sus dos pies abiertos hasta el límite de lo humanamente posible, se acerca hacia uno con un ritmo extraño, sincopado, fraccionado, como dos corcheas seguidas de un espacio breve, vacío de movimiento, quieto. Su cara es una conjunción de manchas oscuras de distintos tamaños, de piel que sobra por los cuatro costados, de dentadura postiza que quedó grande, que no está fijada en la mandíbula, que quedó bailando.
Imposible entender una sola palabra de lo que dice Lázaro, habla un idioma personal, un dialecto individual y privado, una lengua de uno; imposible saber si no se comunica con el resto de nosotros mortales, porque no puede, porque no quiere, porque no tiene la necesidad, o simplemente porque no tiene nada expresable que comunicarle al mundo. Lo único certero sobre su forma de hablar es que tiene un dejo nostálgico, como si en otro momento, allá en el otro extremo de la línea de la vida, casi cayéndose al pozo de la prehistoria, esa lengua hubiese servido para algo, hubiese comunicado algo al mundo; quizás porque él narraba para otros en idioma reconocible o porque todos los vivientes hablaban ese dialecto íntimo para uno (la diferencia es mucha, la diferencia entre una y otra opción es la misma que hay entre la locura y la melancolía).
Lázaro venía día a día, una eternidad demoraba en entrar y entablar una mínima conversación (una extraña charla en la que cada uno hablaba hacia adentro para liberarse, no para comunicar), tanto tiempo que yo fantaseaba con la infinidad de cosas que podía hacer en el tiempo que pasaba entre que él cruzaba el umbral y el momento en el cual se encontraba lo suficientemente cerca como para que empecemos nuestra falacia comunicativa. Muchísimas opciones destinadas a no concretarse, posibilidades varias que iban desde lo mundano (pintarme las uñas, coser el dobladillo de la pollera o improvisar una extensa carta a un amigo olvidado), hasta la proyección filosófica más compleja. Lázaro, sin él saberlo, era para mí, fuente de meditaciones profundas, y lo sigue siendo, de hecho este texto tiene por único objeto socializar ya no la historia de este diminuto individuo del que en realidad no sé nada (esto suena a desmoralizante aclaración de un narrador demasiado sincero, uno que rompe la magia ni bien empieza a contar), sino que es un intento vano por trasladar un poco de lo que Lázaro produjo en mí, de lo que él hacía en mi cabeza, de la forma exacta en la que yo lo veía, de mis ojos mirando a Lázaro, en definitiva (y qué otra cosa es escribir sino confiar, solamente por el lapso que dura un texto, pero confiar ciega y sordamente en la utopía de que es posible ese entendimiento).
En fin, el hecho puntual, es que el negocio barrial y su intrínseco caldo de cultivo para el chusmerío, me permitieron no perderle el rastro a Lázaro, y enterarme de algunos detalles, menores, pero pintorescos: saber que estaba un poco desorientado, saber que vive con su hermana, de la que nunca se separó, por ejemplo. Su hermana era una anciana apenas menos endeble, apenas menos deteriorada, apenas menos chiquita, apenas menos manchada. Sin embargo, algo en ella resuma confianza, y he ahí algo que está lejos, muy lejos, casi en la otra punta de la casa que habita nuestro Lázaro. Su hermana venía muy de vez en cuando (su mucho más saludable estado físico atentaba contra la prosperidad del negocio al que me dedico), y siempre que venía, por otra parte, era para tratar temas relacionados con Lázaro: si se había aplicado la inyección semanal que inútilmente trataba de paliar una anemia que, más que aquejarlo, lo definía; si había pagado sus deudas (otra vez la familia atentando contra el comercio: Lázaro no estaba al día, nunca); o para saber si había comprado el jarabe para esa tos que nunca lo abandonaba. La hermana de Lázaro, en definitiva, era una miniatura con los pies derechos, mirando ambos hacia adelante y bien en la tierra, la anciana depositaria de todo lo que a su hermano le faltaba.
Un día, sin embargo, la vi entrar, a paso inusualmente rápido y algo desencajada; sin ningún tipo de introducciones amables (a veces peco de exagerado apego a las frases hechas: la ausencia de un “buenos días”, o un “hola, qué tal”, al menos, cambian mi percepción de una persona e cuestión de segundos, como si yo fuese la anciana adoradora de las viejas fórmulas de la retórica conversacional), así, como en un rapto de violencia, escupió a mi sonrisa prefabricada un: “¿No vio usted a mi hermano?”. A veces, y solamente a veces, la urgencia en la voz de una persona logra lo imposible, logra que modere mi vicio verbal más exasperante, el reflejo condicionado que me obliga a deslizar bromas imbéciles, una tras otra, como si provocar la sonrisa comprometida y agotada de mi contraparte significase algo; así que casi milagrosamente, logré contener mis chistes estúpidos gracias a que su gesto de necesidad imperiosa me indicó algo (hubiese querido decir: “Sí, en alguna oportunidad lo he visto, es un hombre bajito que camina despacio, ¿no?”; ahora por fin lo dije, ahora por fin puedo descansar en paz sobre la tumba inerte en que se fue convirtiendo este texto). Logré apenas empezar a modular un “No”, cuyo final no tuvo testigos; la hermana de Lázaro, sin que mediara agradecimiento o explicación alguna se dio a la fuga dejándome nuevamente barruntando contra las faltas de cortesía (definitivamente, soy tan vieja y remilgada, que hasta los ancianos me parecen jóvenes impulsivos y maleducados).
No le di mayor trascendencia al hecho, acostumbrada como estaba a los pequeños desplantes de la mujer, esta era apenas una mancha más en el pelaje de ese tigre al que no le importaban las buenas maneras de lidiar con empleados.
No volví a pensar en Lázaro por un largo tiempo, en parte porque el atareamiento laboral no me lo permitió, y en parte porque esa era la mecánica de nuestro funcionamiento: Lázaro era promotor de innumerables cavilaciones, sí, pero de cuerpo presente, en cuanto él se ocultaba a mis ojos, el embrujo se rompía y yo volvía a mis cotidianas preocupaciones; era como si su pequeña humanidad no bastase para producirme mucho más, como si fuese un truco de magia brevísimo y efectista, su efecto en mi sensibilidad se evaporaba sin la presencia de su ejecutor, un mal mago, en definitiva.
Aproximadamente un mes después de la irrupción intempestiva fraternal, yo me encontraba en una de esas eternidades huecas que transcurren en las paradas en los colectivos, y en algunos inconducentes paseos mentales debía estar entreteniéndome cuando el poste que servía de sostén a mi agotada humanidad me reveló un secreto: una pequeña imagen borrosa, fotocopia de mala calidad, se recortaba desde el fondo anodino de papel gastado, una imagen conocida que saludaba desde el metal. Sí, era el mismísimo Lázaro ilustrando un cartel, exactamente al lado de un anuncio de clases particulares de inglés, tapado apenas por una hoja que promocionaba las mil y una soluciones ofrecidas por una adivina; ahí en el medio, Lázaro y la incógnita de su paradero, Lázaro y su hermana, y toda una familia desconocida y lejana para mí, desesperados por el reencuentro.
Mis ojos borroneados reeditaron la magia de su presencia, otra vez Lázaro me provocaba mil y un pensamientos. ¿Dónde estaría?, ¿qué estaría haciendo?, ¿se encontraría bien?, ¿habría sobrevivido a la incertidumbre de saberse perdido?, ¿cómo había hecho para alejarse del círculo conocido con su paso lento hasta la alevosía?
Todo el resto del día y toda la noche pensé en el pobre anciano mareado; le destiné mi primer pensamiento matinal, ese que considero capaz de cambiar la realidad; y, por primera vez en la larga historia de mis intentos fallidos, el truco intentado, esa palabra dicha a repetición que una y otra vez se demostraba inútil, funcionó; por primera vez, la magia o simplemente el azar (aunque prefiero creen en sobrenaturalidades esta vez, son tan pocas las ideas de este tipo que me regalo) quiso que el verbo pudiera con la realidad. Cuando llegué a la farmacia la noticia excluyente que convulsionaba al barrio era que Lázaro, después de un largo paseo por las calles porteñas, había ido a parar a una institución para ancianos indigentes y débiles mentales (esa palabreja me molestó, la escasez de Lázaro era netamente física u oral, en el peor de los casos, pero nada se entrevía de débil en su intelecto). En perfecto estado de salud, o al menos en el mismo estado en el que abandonara su morada, Lázaro había por fin vuelto a su casa, a la comodidad o incomodidad de los retos de su hermana, al paisaje habitual del barrio, las caras conocidas, la verdulería, el supermercado chino, la agencia de lotería; Lázaro había vuelto a mi farmacia. Las preguntas, sin embargo, caían en el pozo hueco de la inutilidad, nada recordaba de su gira, o al menos nada que quisiera divulgar a los oídos ávidos de anécdotas ridículas, nada que decir a todos aquellos que querían confirmar de una manera obsesiva que Lázaro se había ido muy en contra de su voluntad. Yo, por mi parte, opté como siempre hago por la opción silenciosa (cobarde, más bien) de no hacer referencia al asunto de su pequeño “extravío” (utilizo esa palabra no porque su concepto me convenza como posible explicación al caso, utilizo esta palabra por fascinación sonora, por el embeleso estético que me provoca su música). Nunca le dije nada y estoy completamente segura que él me lo agradeció, pasamos a ser cómplices de un vacío común.
Lázaro sigue siendo, que no confunda mi uso caótico del tiempo verbal, improbablemente sigue vivo, en su paupérrimo estado de salud sigue viniendo a la farmacia, con su paso de caracol borracho sigue hablando su idioma inextricable, sigue teniendo a su hermana mandona, sigue sin recordar (o sin decir que recuerda) nada de nada de su pequeña excursión por las calles de Buenos Aires.

Como un símbolo, Lázaro es un signo, una flecha que señala a la nada tallada en la pared de mi laberinto, un hito nada atractivo de lo que es la vejez, de lo que significa estar desorientado, de lo frágil de nuestra memoria; Lázaro es una miniatura significativa, un objeto decorativo de esos que no nos gustan pero descansan en nuestros estantes por motivos sentimentales, Lázaro me enseñó, hizo carne la pesadilla habitual de estar perdidos, en toda la infinita y desértica extensión de la palabra.
Hasta aquí mi intento insolente por salvar a Lázaro de las tinieblas del olvido; hasta aquí mi intento inútil por salvarme a mí del extravío.

lunes, 9 de mayo de 2011

envidia

-Yo realmente te envidio, porque para vos, laburar es un placer.
-Bueno…
-No, siempre tenés alguna anécdota increíble sobre las cosas que te pasan en la farmacia, sobre la gente que conocés, sobre algo que te deja pensando.
-Bueno, tampoco es tan así, dejame aclararte algo, en primer lugar, yo, por definición, por configuración biológica, odio trabajar, lo considero una alienación -como bien me enseñara el viejo barbudo hace tanto-, creo fervientemente que violenta mi derecho constitucional al ocio, que me violenta a mí como persona, en definitiva, poniéndole un precio a mi tiempo y que, siendo el tiempo una parte central de mi persona como es, termina poniéndome un precio a mí, en definitiva. Trabajar es prostituirse, no tengo en lo absoluto la visión rosa e idealista del trabajo (quizás porque nunca me faltó, eso es cierto), trabajar es, para mí, la peor forma de perder mi tiempo; además la sola introducción del componente monetario inherente al hecho del trabajo es capaz de degradar a mis ojos la actividad hasta sus límites más bajos: sea el trabajo que sea, si me pagan por hacerlo, debe ser porque no es tan bueno. En segundo lugar, no hace falta que te aclare que este trabajo en sí no tiene nada que ver conmigo, nunca me interesaron los antibióticos, ni los analgésicos, ni ningún tipo de legalidad medicamentosa, sólo me interesa la gente (ya sabés que el ser humano es casi mi religión, yo no tengo dios, solamente tengo mi fe en la humanidad que se expresa de una extraña forma negativa), y ni siquiera me interesa todo sobre la gente, su anatomía, por lo general me tiene bastante sin cuidado, por lo que el correcto o mal funcionamiento de la misma no es un tema que ocupe mi cabeza habitualmente. En definitiva: trabajar no me gusta, y este trabajo en particular, menos.
-Pero…
-Sí, pero sin embargo, encuentro pequeñas joyas todos los días que hacen del yugo algo menos penoso, que lo disfrazan. Ahora bien, ¿esas joyas están a la vista de todos?, ¿sí?, ¿entonces por qué el resto parece no advertirlas? Bueno, para eso tengo un par de explicaciones posibles: por un lado yo tiendo a prestar desmedida atención a los detalles en detrimento del todo; mi suerte de teleobjetivo personal funciona de esa manera, por lo que quizás tiendo a magnificar una porción minúscula de la persona con la que me encuentro, algo que por alguna razón indeterminable me resulta interesante. Alguien más generalista tal vez notara, viendo como ve, la totalidad del individuo, aspectos francamente penosos que mi deformidad visual no me permite notar. Lo mío es una suerte de discapacidad positiva. Y por otra parte, como ya dije antes, la humanidad funciona como una religión para mí, y como cualquier feligrés resulto terca, niego aquellos aspectos que contraríen a mi dogma con la misma obstinación con la que un cristiano, por ejemplo rechaza la idea de que Jesús sea un cuento. Yo, obcecada, insisto en maravillarme todos los días como quien reza, y encuentro genialidades donde no las hay, como un caballero en la edad media dejaba su casa para encontrar el santo grial. ¿Qué quiero decir con todo esto? Que encontraría anécdotas entretenidas en cualquier otro contexto, de hecho las encuentro a menudo, en el colectivo, en la calle, en todos lados, sólo que el tedio del trabajo, quizás, me obligue a aguzar la mirada, y el hecho de que esté nueve horas por día en el mismo lugar, las haga numéricamente más significativas.
-Bueno…pero la pasás mejor que yo en la oficina
-No, claro, con una oficina no se puede ni comparar.

miércoles, 6 de abril de 2011

canción para mi muerte

Hay relaciones que uno piensa que es absoluta y totalmente imposible que alguna vez se terminen, vínculos que hasta el más escéptico apocalipsista (o sea, yo) piensa que van a durar para siempre, que van a resistir los únicos imperativos irresistibles: la decadencia y la muerte (como es dable observar lo del esceptisismo apocalipsista no era ninguna exageración).
Me gustaría obviar los recuerdos más dolorosos y adentrarme en las menudencias de alguna relación romántica o sentimental de esas que, cuando se terminan, lo dejan a uno, además de más escéptico y apocalipsista todavía, completamente desnudo y sin armas para defenderse de nada ni de nadie. Me gustaría narrar lo más liviano de una ruptura, alguna tragedia familiar de esas que se van tejiendo durante años para súbitamente convertirse en la mortaja asfixiante que suele no resolverse en lo más mínimo con la asidua visita al psicólogo. O quizás, tal vez, la tristeza simple de una separación individual, el momento en el que nos despedimos tristemente de una parte importante de nosotros mismos; como la corteza de ciertos árboles, o la pintura en una pared con humedad: un descascararse. Todos esos ejemplos los tengo, pero no, la honestidad de la que carezco en todo otro ámbito de la vida me obliga a decir la verdad en este caso, y a hundirme de lleno en un barro que todavía lastima. Tendré que ponerle palabras, entonces, a un dolor que aún late, a una ausencia que me pesa, en el lugar en el que las ausencias más suelen pesarme, en la palma de la mano.
Porque hubo un tiempo que fue hermoso, el García joven y peludo tiene razón, y yo no sólo fui libre de verdad, sino que además, podía fumar, podía llevarme un cigarrillo a la boca, y aspirar despacio el humo liviano que entraba en mis pulmones como una marea amable y etérea; podía exhalarlo todavía más lentamente, mientras sentía que todo lo malo del mundo se iba, se mezclaba con el aire hasta volverse un todo indiscernible con él. Hubo un momento en que existió para mí esa promesa autocumplida que significaba encender el cigarro, ver y escuchar al papel y al tabaco empezar a prenderse con ese fuego sutil, el único que apenas quema. Hubo un tiempo en que los ciclos de mi vida se medían en atados, y algo verdaderamente importante empezaba cada vez que tiraba de la cintita plástica que liberaba el perfume del tabaco tostado, lo más parecido a la señorita de San Nicolás abriendo la puerta para ir a jugar que he visto en mi vida; y algo terminaba, también, y terminaba definitivamente, categóricamente, con ese bollo, ese cúmulo de papel vacío y reseco que estrujaba la mano. Sí, yo quizás no guardabá todos mis sueños en castillos de cristal, pero no salía de mi casa sin la maravillosa compañía de los cigarrillos, únicos capaces de caminar siempre conmigo, de esperar el colectivo conmigo, de leer conmigo, de mirar mi película favorita y escuchar el mejor disco del mundo conmigo. Una relación hermosa que, honestamente, pensé que iba a durar para toda la vida, pensé que la línea de llegada me iba a encontrar fumando y que, a lo mejor, si tenía suerte, lo último que harían mis dedos sería empujar el cigarro contra el piso del cenicero, para que ahí, en un acto de justicias poética y estética, ambos –cigarro y yo- nos apagáramos.
Pero no, como todo lo que es hermoso, bueno y puro, no tiene lugar en esta vida (estoy mejor del escepticismo apocalipsista, en otro momento hubiese sido más determinante, y hubiese dicho “en el mundo”, “en esta o cualquier otra vida”, “en el universo”, o -a lo mejor, en un arrebato- “en el infinito punto rojo, punto azul y punto multicolor”; estoy avanzando). Todo concluye al fin, nada puede escapar, todo tiene un final, todo termina. Y fumar no fue la excepción a la dolorosa regla de la Voz de dios (qué pretensiosos, por qué no se habrán puesto como la otra mitad de la sentencia, por qué no, Vox Populi). Tuve que dejar de fumar por razones que no puedo explicar, porque si lo hiciera la voz que en el texto no se escucha se me entrecortaría y yo, para evitar toda la falta de sinceridad que hoy me propuse evitar, tendría que escribir a los saltos, algo así como: l mé co blemas cir to os.
Tuve que dejar de fumar, a los fines de la continuidad alfabética, porque tuve que hacerlo y el horror de esa experiencia sólo se me ocurre graficarlo como alguien que tratara de arrancarse el dedo gordo del pie con los dientes.
Pero, increíblemente, lo logré y hace hoy dos años que no toco un cigarrillo. Tanta es la contundencia del aniversario que mis dedos, huérfanos de toda orfandad, estuvieron recién a punto de amotinarse y escribir: “hace hoy dos años que la vida no tiene sentido”.
Tanta es la contundencia de ese aniversario que me pasé el día hoy pensando en él, o pensando, en realidad, en aquellos buenos tiempos en los que pensaba fumando.
Navegando esa cortina de humo de nostalgia, casi sintiendo el perfume del más minúsculo y gratificante de los incendios estaba cuando entró Ana María, una ‘señora paqueta’, como a ella le gustaría que la llame, una ‘vieja cheta’, como la llamo yo, en mi desobediencia inútil.
Ana María, quisiera aclararlo de entrada, me cae mal (como casi toda la gente que entra a la farmacia, pensarán ustedes, lectores inexistentes, a juzgar por estos textos, y a juzgar por mí misma no se estarán equivocando, como no se equivocarían tampoco si me dijeran que ya es hora de ir renunciando). Y me cae mal por una cuestión de aspiraciones y de clase: ella aspira a pertenecer a una clase que yo aspiro abolir. No existe, a partir de esta definición tajante, mucho más diálogo posible entre los dos extremos de esa línea fronteriza, sólo mirarnos con desconfianza y un cierto desprecio mal ocultado voluntariamente. Pero lo cierto es que la carencia desdibuja con su sórdido borrador las líneas que la ideología marcan en la carne; y así como dos soldados abandonarían sin miramientos sus trincheras opuestas para hablarse y compartir los pormenores del hambre y el frío de la guerra, de la misma forma Ana María y yo estábamos llamadas a coincidir en la falta.
Y esta vez, la viudita de San Nicolás abrió la puerta, pero para ir a llorar y el ábrete sésamo, al parecer, fue la frase con la que ella inició el diálogo: ‘estoy desesperada, dejé de fumar y es lo peor que me pasó en la vida’. Ahí nomás olvidé todos mis prejuicios de aspiración de clase y me aboqué al viejo arte de compartir dolencias con un perfecto (casi) desconocido; ahí nomás empezamos a narrarnos la miseria en sus detalles más humillantes: efluvios corporales, toses huérfanas, ansiedades, cubrimos, todos los temas y por unos instantes, un destello de tiempo casi, sentí un hermano en la tragedia y pensé que no estar solo debe ser también para el soldado una forma de paliar el hambre. Un destello de tiempo en el que fumar y hablar de fumar se me antojaron casi una misma cosa, y sentí el peso leve entre los dedos, y toqué el papel suave con los labios; y pensé que a lo mejor la vieja cheta con su corte de pelo a la garon y yo no éramos tan distintas, que a lo mejor nos pasaban las mismas cosas por dentro y por fuera del cuerpo, que en una de esas la línea entre ambas no calaba tan hondo.
Y entonces ella habló.
Y entonces ellla habló y dijo: “Pero sí, me digo cuando creo que ya no tengo más fuerzas, tengo que lograrlo, tengo que dejar de fumar porque ya no es como antes, ya no es como en los setentas, o en los ochentas, que fumar estaba bien visto y si no fumabas en una fiesta todos te miraban con cara. Ahora es al revés, y si fumás sos un paria. El otro día en una reunión a un ingeniero amigo de mi esposo y a mí nos mandaron afuera, al balcón; imaginate, toda la fiesta en el balcón porque el humo decían que les hace mal y no sé cuántas otras cosas. Fumar no está más de moda, ahora lo que se usa es no fumar”.

Cómo escribir el sonido del muro de Berlín cuando se levanta. Cómo ponerle palabras a los miles de kilómetros de la muralla china.

La guerra es la guerra, me dije mientras me volvía cabizbaja a mi trinchera solitaria. Y esta mujer y yo no podemos construir ningún diálogo que no esté basado en un error, en una confusión, en la mala lectura de una situación. Porque su ponderación de la moda me ofende, como me ofendería quien abandona a su mejor amigo porque no combina con el color de sus zapatos. Como me ofende su permanente arañar con uñas postizas las puertas cerradas de la oligarquía.
Me quedé en silencio mientras ella terminaba su perorata para la que nunca precisó interlocutor alguno. Y a la larga, como por suerte siempre sucede, se fue.
Se fue y yo me quedé pensando en que encendería un cigarro para sentir que algo está empezando, y exhalaría con el humo el mal trago de saber que no puedo hacerlo, que mi única moda –parece ser- es no querer morirme, aunque la espera en la trinchera se me haga larga, sin un amigo al que aspirar lenta, muy lentamente.

martes, 15 de marzo de 2011

indigente

“Antes, muy pero muy atrás en el tiempo, así como me ve yo tenía un buen pasar, una casa con jardín en Ramos Mejía, un plato de comida seguro, y un trabajo que no me gustaba, pero me dejaba vivir con algunas comodidades. Después vino el año ochenta y nueve, la hiperinflación y mi trabajo en una empresa deudora de bancos extranjeros, al igual que todas las otras cosas de esta bendita patria, se desmoronó. Durante un tiempo largo anduve como bola sin manija, a veces lloraba por la gloria perdida, a veces, incluso, pensé en matarme y de una vez por todas dejar de ser un peso muerto para mi familia. Sin embargo, poco a poco, y pese a que no soy de naturaleza positiva, empecé a notar que junto con todos los problemas que me habían nacido con la miseria, había otra serie de desgracias en las que yo no pensaba. Vea usted, resulta que mientras yo tenía trabajo y un futuro supuestamente asegurado, solía hacerme problemas enormes por las cosas más estúpidas, sobre el rumbo que había tomado mi vida, sobre por qué siempre recibía menos de lo que merecía, sobre si este o aquella me querían verdaderamente, sobre la luz, el gas, entel, los impuestos, sobre cómo mi vida (que no tenía absolutamente nada de malo, en realidad) no estaba a la altura de mis expectativas. Con la pobreza, sin embargo, el tiempo resultó ser otro, con la resignación, descubrí un montón de posibilidades. No tenía ni tengo un cobre, ni un solo peso partido al medio, sí, eso es cierto, pero tampoco tenía ni tengo ya esas preocupaciones. Ahora me paso todo el tiempo pensando en cómo voy a hacer para comer dentro de un rato, me paso todo el tiempo buscando un lugar donde dormir más abrigado en invierno. Usted pensará ‘este tipo está loco, dice que es mejor no tener adónde caerse muerto’, y quizás tenga algo de razón, sí, quizás yo ya no esté en mis cabales; pero me siento mucho mejor, sí, me siento mucho mejor que cuando pensaba que mi vida era una cagada (disculpe la expresión) por motivos que no sabía cuáles eran. Me siento mucho mejor que cuando gastaba el mismo tiempo que ahora gasto en pensar cómo voy a hacer para morfar, en pensar cuál era el sentido de mi vida, en qué había fallado, por qué no era ese ser humano espléndido que siempre soñé ser.
Quizás sean los años, ya sé, quizás es que ahora ya soy un viejo de sesenta y largos que aprendió a vivir lo que le tocó, puede ser, pero usted sabe tanto como yo que hay gente de mi edad que sigue sin tolerar su vida, que se tienen que llenar de esas pastillitas porque la angustia no los deja dormir; usted no va a creerme, quizás; usted va a decir qué conformista es este tipo; y puede ser, sí, puede ser que yo sea un vago al que lo que le gusta es que le hayan sacado la tortura del laburo; puede ser que esté mal. Pero esta pobreza es mi mejor forma de soportar la vida. Y no me parece muy triste que digamos, en realidad me gusta bastante ser como soy.
Lo que le quiero decir con esto es que no se preocupe demasiado por su vida, que no esté con esa cara larga por cosas que no valen la pena; lo que le quiero decir es que se cuide, porque si se queja tanto ahora, después puede venirle el hambre, puede venirle la enfermedad o la falta de trabajo, y ahí, entonces, de qué se va a quejar. Porque no se equivoque, a mí la pobreza me arregló la vida, pero esto no es para cualquiera, hay muchos que no lo pueden soportar, es un trabajo difícil mantenerse a flote a veces, hay mucha porquería dando vueltas.
Bueno, mi amiga, ¿me va a ayudar con dos pesitos?; yo le dije toda la verdad, no me gusta engañar a la gente”.

Y yo, que pienso en qué clase de ayuda me brindó este hombre, que pienso en qué voy a hacer con todo lo que me dijo, que pienso en qué voy a hacer con vos, que no sos un problema tan grave como la indigencia, conmigo que no sé lo que es la miseria, con mi vida que no está tan necesitada; que pienso en para qué seguir escribiendo y me doy cuenta de que todos necesitamos nuestras carencias. Pienso en mí mientras este hombre me habla, y en cómo la pregunta de cómo hacer para pagar el gas la semana que viene me ahorra otras tantas; pienso en que cuando no tenía mis preocupaciones monetarias, hace no mucho, cuando vivía mi existencia acomodada de hija de la clase media pudiente, cuando no me interesaban los vencimientos y tenía siempre plata en el bolsillo, y buscaba la forma más rápida de gastarla, recorría los cien barrios porteños buscando la pala que me permitiera aspirarme la culpa de no carecer de nada. O algo así, porque no me importa demasiado saber qué quería encontrar cuando buscaba durante horas un dealer que tuviera algo, eso se lo dejo a los psicólogos, esa gente que, exactamente igual que yo, no sabe absolutamente nada de mi persona, y a la que, como a mí, en realidad yo no le importo en lo más mínimo. Me quedo con la idea intelectualmente vaga (no tengo ganas de pensar en eso) de que tomaba toda esa cocaína simplemente porque podía hacerlo, y que si ahora no lo hago, no es porque alguna herida mental haya sanado o porque algún depósito de angustia se me haya obturado, no, cambié la merca por la factura del gas pagada sobre el estante de la biblioteca, en algún momento tomé una decisión de la que no fui testigo; así como algunos huyeron de Europa hacia América buscando olvidar la heroína (sí, Luca, te estoy mencionando, me emociona poder nombrarte aunque sea en este texto extraño y sin valor), yo me fui de la casa de mis viejos y, sin quererlo intencionalmente, dejé ahí la cocaína. No soy una adicta perdida, porque ya no tengo el dinero para serlo, porque tendría que tener veinte trabajos para mantenerme a mí y a mi descomunal vicio.
Otra vez la carencia que suma tranquilidades al alma; este hombre que se aferra a la pobreza como a una tabla de salvación, es igual a mí, que descanso del peso de las preguntas imposibles sobre la página en blanco, a mí, que hasta la merca me abandonó por insolvente, como a él lo abandonaron las dudas existenciales improductivas.
De elegirse un sacrificio, se trata, de inmolarse de a poco -y sin plata- para evitarnos ciertas torturas.
Le ofrezco los dos pesos al hombre y me parece un precio irrisorio para pagar por su maravilloso descubrimiento. Con mis dos pesos se van él y algunas incógnitas más: ¿habría algo cierto en esa historia sobre su vida? Me volví descartando desconfianzas, después de todo a quién le importa una irrelevancia tan minúscula como la verdad. Esa incerteza, sin embargo, creo entrever, funciona de manera idéntica a la pobreza, no sirve para todos, pero a algunos nos salva.

Hay una canción que me gusta mucho y que dice que “Sin dinero no puedo pensar”, menos mal, agrego yo en el intersticio que me deja el fin del estribillo, quién quiere hacerlo todo el tiempo.

lunes, 21 de febrero de 2011

anacrónica

¿Cuándo se envejece? ¿Cuál es el punto exacto en que se abandona para siempre un momento de la vida –la juventud- para pasar al siguiente? ¿Cuál es el punto de inflexión, la modificación inobjetable que se opera en el cuerpo o en la mente y que dice a gritos que una etapa (esa etapa, la etapa de crecimiento objetivo y subjetivo) ha finalizado? ¿Cuándo sucede ese cambio? ¿Es un dolor en los huesos?, ¿una arruga en la cara?, ¿la pérdida de ese único pelo que era frontera entre una caída normal y un prospecto de pelada? ¿En qué momento puntual de nuestra historia abandonamos la juventud para afrontar la decadencia?
En mi caso puntual recuerdo una mañana, una mañana particular en la que miré hacia atrás y la vida se me hizo pasillo, un túnel de puertas cerradas; una mañana exhausta en la que la juventud y el mundo pleno de posibilidades fueron una ruta ya transitada, un camino pedregoso rodeado de montañas, una ruta imposible de ser retomada.
De allí en más: la resignación de quien fuera un insurrecto y ahora se aboca con nostalgia a recordar un pasado –a veces vergonzoso, a veces glorioso- en el que la modificación general del orden establecido era un “proyecto”, diferente en todo, pero fundamentalmente en su perspectiva de posibilidad al nuevo “sueño libertario”, que la vejez nos permite portar.
Una mañana sola en la que los años le ganan por cansancio a nuestra voluntad. Despertar de una vez y para siempre a las puertas de un nuevo edificio, de un nuevo pasillo o un camino inédito que -sabemos- no conduce a ningún lugar agradable.

Despertarse una mañana, una mañana radiante de domingo, despertarse como si nada fuese a suceder, despertarse con la secreta conciencia (o esperanza, vaya uno a saber), de que el día transcurrirá en la apacibilidad acostumbrada. Los pequeños ritos, esos diminutos salvavidas que nos rescatan de la angustia de no saber qué hacer con el tiempo libre, esos ritos, me ayudan a empezar el día.
Un pie afuera, la ducha, y visitar a la familia, a los amigos, hacer las compras, lo que sea que sea necesario, o que yo quiera pensar que es necesario, o que yo elija convencerme de que estoy convencida de que es necesario. Lo que sea.
Ese día, sin embargo, infausto domingo lluvioso, lo primero que asaltó a mi cabeza después de cortado el hilo del sueño (o siguiendo estrictamente a aquel, no lo sé), fue una imagen, una suerte de certeza de la imposibilidad, un cuadro hermoso que nos deja quietos (nunca lograremos tal belleza, ni posar, ni pintar, las dos dimensiones de un mismo quedarse afuera); ya nunca iba a poder amanecer ese domingo con una voz que ame respirando musicalmente su sueño, ese domingo iba a empezar, así, exactamente igual a sí mismo por los siglos de los siglos.
Uno tras otro llovieron los territorios vedados en mi vida, así me di cuenta que ya nunca podría ser una niña prodigio del piano, nunca iba a ser premio nobel de física, ni de química, ni de nada, nunca iba a ser deportista, ni iba a jugar la copa davis, ni iba a ser la primer mujer argentina en jugar de nueve en un mundial, ni iba a ser como barbie cuando creciera, muy probablemente nunca ganara un oscar, tampoco un martin fierro, tampoco el premio a mejor compañera de séptimo grado, que no iba a ser un pibe chorro, que no iba a ser una niña madre, que no iba a ser víctima de los tratantes de blancas, que era tarde para ser blanco de malas influencias, que ya estaba fuera de la competencia para santa, que tampoco podría ya ser precoz estrella porno, que ni siquiera iba a poder ser la diputada más joven del mundo, que si ahora me cagaba la vida, no iba a ser demasiado temprano, que si ahora me moría, no era un atentado contra las estadísticas de expectativa de vida. Que ya estaba vieja y cansada para poeta maldita.
Es increíble como uno no escucha el cerrarse de puertas a su paso, sigue caminando convencido de que las puertas permanecen de par en par abiertas, de que siempre podremos volver y visitar esos cuartos que la urgencia y la obligación de optar, nos obligaron a ignorar.
Es increíble la cantidad de caminos que ya no podré tomar.

Cuánta exageración, dirán ustedes, cuánta necedad juvenil agrandada, cuánta ansiedad a destiempo por aparentar y demostrar una experiencia de vida que aún no tengo. Puede que sea verdad, puede ser perfectamente cierto que los años que me pesan aún no sean muchos, puede ser válido acusarme de ampulosa. Están plenamente autorizados por mi soberbia voluntad de escritora a abandonar este texto si herí su sensibilidad de ancianos. Acúseme, si quiérese, de lo que quiera acusárseme, pero de por sí descarto en este momento los cargos que puedan imputárseme sobre falta de honestidad. Sepan ustedes, queridos restantes de la deserción que imagino, sepan ustedes, queridos sobrevivientes, veteranos, sepan ustedes muchos, sepan ustedes nadie, que esta vejez que proclamo como propia no me fue dada por los años, es vejez autogestada, es vejez a mi criterio; que peco de extremadamente sincera, mucho más sincera de lo que quisiera, que es exactamente así como me siento y el sentimiento no se juzga (o sí se juzga, siempre se juzga, pero a mí no me importa), no hay sentimiento ni más cercano, ni más lejano a La Verdad, porque La Verdad no existe y sí existe este agotamiento que vence a mis años.
Pongámonos de acuerdo, querido usted (si es que existe, si es que a esta altura del aburrimiento textual quedó al menos uno solo leyendo en la agradable confortabilidad del baño/bondi/cama todo este devaneo idiota que yo escribo en mi incomodidad de pretendida literatura), acordémonos al menos, de esto: yo soy vieja (/me siento vieja ), pero vivo con mi vejez reposada y resignadamente; lo que aquí quiero tratar es un caso particular de patología, es mi versión antagónica (anti-agónica, el lenguaje obsequia juegos como si todos los días fuesen navidad); el caso de alguien que no se aviene a la orden cronológica de envejecer, o por lo menos no piensa acusar recibo de los años transcurridos.

Nilda despertaba miradas, ese es un hecho indudable y carente de toda posible adjetivación; quien quiera que se cruzara con ella estaba indudablemente obligado a destinar un repaso a su persona; las ponderaciones posibles de lo observado dependen en todo del ser que observa (qué de implicancias científicas tiene ésta, mi más reciente estupidez verbal). Así, la mirada podría estar cargada de extrema libidinosidad, o hasta de cierto chancho goce observatorio. O, por el contrario, (y olvidando toda la gama intermedia, que siempre me aburre soberanamente) podría tener la secreta ambición de asesinarla y la expresa intención de burlarse de “esa vieja pedorra que se hace la pendeja”.
A la autora de esta diatriba espantosa, Nilda no le caía nada en gracia (este súbito hablar en tercera persona sigue teniendo una honestidad primopersonal, es un artificio imbécil sin sentido alguno); al principio sin que yo lo notara, más adelante con absoluta conciencia, el hecho es que cada vez que Nilda entraba a la farmacia me poseía un súbito malestar, me vencía un repentino dolor de cabeza que no le debía nada a mi cuerpo sino que era exclusiva responsabilidad de esa mujer ataviada con polleras reveladoras y remeritas lujuriosas; a esa cara pintada exageradamente, a esas cirugías plásticas inocultables, a esos estudiados ademanes adolescentes que imitaba como quien parodia, pero imitaba con seriedad. No, Nilda no era mi clienta favorita, ella era más bien una caricatura de lo indeseable, de lo imposible a esta altura de mi vida, era la imagen que ilustra la no-aceptación del paso del tiempo, ese mismo tiempo que quizás yo he aceptado prematura, apresuradamente y de antemano; Nilda tenía una juventud hecha de prótesis y yo buscaba un bastón aún antes de necesitarlo.
Si alguna vez alguna persona deslizara sus ojos por sobre estos dibujos, si alguna vez alguien que no sea yo –y yo porque me veo obligada a leerlo al escribirlo, que si no...-, si alguna vez algún ser perseverante y terco se estuviese paseando aún por estos lugares, seguramente podría verse tentado de llamar al malestar que la que suscribe sufría cada vez que veía a Nilda, lisa y llanamente de envidia, y no estoy del todo segura de poder hacer oídos sordos de la acusación. Pero lo cierto es que, créaseme o no, desconozco la envidia como sentimiento puro, igual que desconozco el amor, el odio, el placer o cualquier otra cosa que atiborre los libros y que se suponga que deba ser sentido.
No, lo que me molestaba de Nilda no era que fuese bella y atractiva para los hombres, no; tampoco hería mi sensibilidad estética con su mala elección de vestuario –está bien, lastimaba un poco mis retinas, pero tampoco es que yo soy Coco Chanel- no, lo que me molestaba de Nilda era ver corporizado en ese esperpento sobremaquillado, lo que de Nilda hay en mí, como si fuera un augurio, ver desde afuera un espejo ridiculizante; cada vez que veía a Nilda me veía a mí misma atenazada a la juventud que ya no tengo; me veía incurriendo mil veces en los mismos confusos errores, no por necia, tampoco por débil o imbécil, tropezar con las mismas piedras es mi pequeño homenaje personal a la adolescencia, bella etapa de la vida en la que la capacidad de aprendizaje está puesta en todos lados menos en uno mismo, uno puede aprender de los libros, de las clases, de la calle, uno puede aprender de otras personas pero nunca de uno mismo.
Qué contradictorio, dirán ustedes, se proclamaba anciana por elección hace tan sólo unas páginas, y ahora declara con toda la premeditación y alevosía propia de un enfermo de amnesia o de un político que es adolescente a destiempo. Cuánta ligereza, contesto yo ante las acusaciones probables y por ahora inexistentes, están descuidando mi mayor característica, yo, señora, yo señor, soy una anacrónica perpetua, no fui niña cuando debía serlo (demasiada política internacional, impidió que invirtiera tiempo en las muñecas), no fui adolescente cuando correspondía (la apatía típica de la edad, era un insulto a mi inteligencia), y, por supuesto, ahora que debería marchar recto por el camino de la adultez, como no podía ser de otra manera, me niego. (Cuando sea anciana, quién sabe, quizás haga las paces con el calendario y teja al crochet, o quizás hasta me niegue a hacer como hacen todos que en determinado momento vuelven a ser bebés).
Como un guerrero peleado con el tiempo, me le resisto, con una tenacidad, con una tozudez preocupante, me niego a estar fija en el punto exacto que la línea cronológica me indica. Toda yo soy un collage de tiempos pretéritos incoherentes: aferrada con uñas y dientes a una doctrina política del siglo XIX (dejo que adivinen, aunque no parezca un gran desafío), practicante de costumbres sociales dignas del medioevo, la generación romántica abona mi teoría de la desmesura y del exceso, y escribo barrocamente, sí, ya habrán notado un cierto pánico al vacío, una superabundancia innecesaria de detalles adjetivos.
Nilda, cultiva como yo, el anacronismo, Nilda se niega una y mil veces a despertarse una mañana radiante de domingo haciendo la operación idéntica que me lleva a mí a rechazar a diario, por ejemplo, una economía verbal que me resulta aberrante.

Como siempre, como con todo en la vida, yo, por principio, me niego.

sábado, 8 de enero de 2011

epifanía

Hay un género de literatura oral que siempre me ha fascinado, es un género menor, sin lugar a dudas, pero que concentra, para mí, todo lo que tiene que tener una buena historia; ya en el colmo de las alegrías literarias, este género me suele brindar un hermoso ejemplo de esos relatos que me encantan: la epifanía laica; intolerante a toda clase de epifanías religiosas (católica, judía, musulmana, mormona y los etcéteras que, en este caso, son todos) y crecientemente denostante de la epifanía amorosa (no por hacer gala de un antirromanticismo que no profeso, sino porque considero que ha caído en una superabundancia que encuentro falsa, dañina y mentirosa además de hastiante, no sé si he sido clara), la epifanía política es, para mí, un relato del que simplemente no me canso; de hecho –y este detalle me resulta curioso- me fascina tanto cuando relata una conversión hacia la izquierda como cuando narra una hacia la derecha (dejo que el posible lector ubique el signo político y las siglas de su partido del lado que quiera de la rosa de los vientos ideológica, no porque no tenga mis certezas, sino porque lo que no tengo ahora es tiempo para desarrollarlas).
Así acumulo en mi anecdotario de historias robadas algunas perlas que saco de vez en cuando de su polvoriento cajón para lustrarlas y, casi siempre, para verlas yo solita, porque me encanta su brillo opaco que para casi todos es intrascendente. Recuerdo alguna en que el rojo de una bandera flameando en una manifestación bastó para tocar algo, una cuerda oculta vibrando al unísono con otra y, de golpe, décadas de militancia. Recuerdo otra en la que una sola conversación de media hora develó una verdad que, no por evidente, había sido descubierta en toda una vida de charlas.
Todas las historias tienen el común denominador del golpe: un uppercut de contundencia infalible que deja al hombre nuevo mirando al cielo, no como quien está noqueado, sino como quien por fin ha encontrado un norte, su horizonte.
Seguiré haciendo uso y abuso de mis amigos y sus vidas para esto que, si creyera en jerarquías monográficas, debería ser una nota al pie en pantuflas, una cita de asado y vino con soda. Rimondino cuenta su ingreso al peronismo en una sola escena que, tranquilamente, podría ser filmada. Trataré de narrarla en esos términos, entonces, aunque la emoción justicialista se me escape como con él no haría. Exterior. Tarde. Estación de tren de Olivos. Un joven de diecisiete años con cara de compungido está esperando el tren para capital. La mujer de la que está enamorado lo acaba de plantar –intuye acertadamente- para siempre. La desolación no reconoce límites y, pese al gesto relativamente sereno, podemos intuir que los únicos planes concebibles para él en este momento son los que involucran autodestrucciones, tanto transitorias como permanentes. El tren se detiene, abre sus puertas y él entra. Emerge por la misma puerta tan sólo una estación después, en Vicente López, pero ya no es un individuo sino que integra un todo. Un todo que se dirige hacia la casa sita en Gaspar Campos 1065 para darle la bienvenida a su líder tras los 17 años (vaya paradojas su edad y esta cifra) que pasó en el exilio. Ahora él es la “marea de morochos bullangueros” de la que ya nunca más podrá escindirse. Fundido a negro. Placa de “Fin” y títulos. O, como él seguramente preferiría, placa azul-nacional y blanco-popular y la frase de “Volveré y seré millones” o algo así.
Una estación. Una sola estación sobra incluso para la trompada epifánica que no requiere más que la inconmensurable dosis de tiempo que se esconde en un instante. Una estación basta para que el mapa se ponga en perspectiva y alguien encuentre exacto lo que necesitaba: el punto grande y rojo que suele acompañar a la leyenda de “Usted está aquí”. Un descubrimiento maravilloso, de los que verdaderamente valen la pena: esos que cientos atestiguan y nadie puede dar cuenta.
Como el dios en el que no creo siempre me concede a granel la gracia del ejemplo, y como no entiendo cómo pudiendo redundar hay el imbécil que sintetiza. Voy a contar la historia de Mariano, un frecuentador típico de la farmacia, un viejito de estampa prolijísima, de trajes marrones inmaculados y corbatas finitas. Lo primero que llama la atención de Mariano es que cuando entra y saluda, da la mano; así en la farmacia, el bar o el kiosko, así a la azorada cajera china del supermercado de la otra cuadra, como al chico de catorce años que le vende el diario. Mariano tiene ochenta y cinco años y los parece, y su orgullo por tenerlos incluye también una innúmera cantidad de anécdotas que siempre narra al que quiera escucharlo. De ellas, dada mi tendencia atesoradora antes mencionada, mi favorita absoluta es la de su conversión al peronismo. Porque Mariano es peronista, muy peronista; de hecho, no sé si es porque me dejé ganar por la sugestión pero siempre me pareció que Mariano tiene un extraño parecido con Antonio Cafiero. El tema es que más allá de llamativas coincidencias, Mariano dice haberse vuelto peronista “de grande, a los treinta años” (curioso, para Mariano y su generación un hombre de treinta años ya es grande, tan grande como para que resulte llamativo un cambio de orientación política, por ejemplo; para mí, que estoy en esas, con treinta años no sé si soy grande, pero lo que es seguro es que todavía es temprano). El uppercut para él fue bastante doloroso porque el azar lo había llevado a media cuadra de la Plaza de Mayo, a hacer un trámite, el 16 de junio de 1955. El bombardeo lo encontró libre de toda filiación política y aterrorizado en un banco, del cual recién emergió después de un tiempo que no todavía hoy no puede precisar. La curiosidad puede casi siempre más que el instinto de supervivencia, así que cuando Mariano finalmente salió de la entidad bancaria, caminó temerariamente la media cuadra que lo separaba del epicentro del desastre y ahí estaba la piña peronista esperándolo: entre los cientos de cadáveres y semi-cadáveres recién hechos se paseaban algunos de los militares responsables de la masacre. En este punto del relato, por lo general, a Mariano, que se emociona seguido hasta el llanto lento (como muchos otros viejos y como yo misma), suelen llenársele los ojos de lágrimas, y suele decir con la voz entrecortada: “Y ahí vi algo horrendo, espantoso; los milicos pateaban a los muertos, si estaban boca abajo los daban vuelta sin tocarlos, con las botas, y les revisaban los bolsillos y se quedaban con las billeteras, con los relojes, con lo que fuera. A una mujer vi cómo le sacaban un collar y cómo a otro le robaban los zapatos”.
Punto final para la vida apolítica de Mariano. Se dio media vuelta y se fue a su casa casi corriendo porque temía –con razón- que cayera una nueva oleada de bombas y que los siguientes bolsillos en ser saqueados fuesen los suyos. El apresurado viaje de vuelta, ya lo encontró peronista, la epifanía lo había cambiado para siempre porque una cosa era la violencia desatada, otra era tirar bombas contra civiles inocentes, pero ¿patear y robarles a los muertos? Se le antojó demasiado. La línea sutil que divide tajantemente lo tolerable de lo intolerable, evidentemente y para mi cliente, había sido cruzada para siempre.

Desgraciadamente no tengo en mi propia biografía una epifanía política que pueda cerrar este tedioso anecdotario; me gustaría tanto tenerla que hasta pensé en fraguarla, pero el patetismo que implicaba abrazar esa posibilidad fue demasiado, incluso para mí. Sin embargo, guardo con la pasión del que no tiene nada más, algunos momentos de la (mi) historia en que por diversos motivos me sentí parte de algo más grande, algo así como un remedo apenas monocromo de Rimondino emergiendo en la estación Vicente López, o Mariano, apretando el indignado paso mientras volvía a su casa. Lo que me motivó hoy a escribir este texto fue uno de ellos. Fue Videla y su condena a prisión perpetua en una cárcel común. Fue ver algo que no pensé jamás ver en estos, mis tempranos treinta años. Fue escuchar la sentencia con el llanto lento (como los viejitos) y pensar que nunca celebrar me había resultado tan triste.

Fue también sentir por primera vez en toda mi vida que algo había sido devuelto a los expoliados bolsillos de la patria.