jueves, 22 de abril de 2010

YPCVA

No quise decirle la verdad a Stamponi, no le quise mentir tampoco, así que más bien me limité a mover la cabeza de manera ambigua, a girar mis ojos por las paredes del living y cambiar de tema radicalmente; con la tranquilidad con la que uno asume tener una conducta extraña, con la simulada altanería con la que, por ejemplo, entraríamos a una fiesta de gala vestidos de jogging. Disimulá, me dije, disimulá.

Lo cierto es que no podía decirle a ella, que es una buena persona, que confía en el mundo, que cree en que existe una justicia, que sí, que yo mataría a alguien. Y que no es uno de esos juegos en los que te dicen: “viajás a 1907, estás en una exposición de arte y de pronto ves a un pintor medio pelo, berretón y de mal carácter, llamado Adolf Hitler. ¿qué hacés?”. Ahí es fácil, no, yo hablo de matar a alguien aquí y ahora, sin artificios, alguien que uno no sabe que (si) se va a cargar seis millones de tipos. Alguien. Alguien que amplifique nuestra maldad y la haga explotar por los aires, volar. Alguien capaz de convertir el verde prado de la vida en un teatro ciego, blanco, un desierto. Sí, pensé para mis adentros, lo único que me separa del asesinato es el miedo (lo único que me separa de casi todo en el mundo es el miedo, pero ese es otro tema, hablamos de matar a un Hitler moderno, a un Videla en ciernes), ¿el miedo al castigo?, sí, un poco; pero más que nada el miedo a secas, el miedo al odio desatado, el miedo al miedo.

Hablé con Stamponi de cualquier otra cosa, siempre me da vergüenza confesar mis bajezas, pero sin embargo no olvidé mi asesinato tácito, el que realizo todos los días párpados adentro cuando la yegua puta cara de verga atrofiada (no sé su nombre exacto, pero si existe algo de justicia en el bautismo, debe llamarse más o menos así, por lo tanto, de ahora en más: Y.P.C.V.A), entra a la farmacia, se pesa y empieza con su cantinela de puteadas infames; no me putea a mí, no, eso sería bueno, eso me daría la excusa para salir y patearle la cabeza con saña. Putea a sus dos hijos, uno que tiene, aproximadamente doce años y al que, supongo, puso por nombre “retardado mental” (dado que así es como lo llama); y el otro de unos ocho años, al que puso el más escueto “pelotudo”, así sin segundo nombre posible. Los motivos del enojo de YPCVA son muy variables, a veces los insulta porque los chicos se mueven, otras porque también quieren pesarse ellos, pero la mayor parte de las veces, los putea simplemente por respirar.

Una vez, el más chico, pelotudo, osó tratar de hacerle una broma a su madre, y mientras ella medía sus inamovibles 50 kilos en la balanza, y añadió a la misma el peso muerto de su mochila de escolar, haciendo que la aguja subiera unas cinco rayitas; el resultado de la chanza no fue agradable de ver, dado que la infalible progenitora comenzó a golpearlo incesantemente con su puño cerrado en la espalda, casi como en un cuadro de catch patético. También le asestó unos cuantos golpes al más grande, supongo que a manera de higiénica prevención y porque, como blanco, le resultaba tanto menos esquivo.

Yo odio a YPCVA. La odio visceralmente, la odio como nunca odié a nada ni a nadie en toda mi vida, la odio más que a Hitler, que a Videla, la odio más que al capitalismo. No sé si estoy siendo clara, pero yo quiero que ella se muera. Cada vez que sale de la farmacia, y yo mezclo una fuerte dosis de indignación con otra, aún más grande, de vergüenza por mi cobardía, yo deseo que le pase algo que la borre de la faz de la tierra, que la pise un bondi, que le dé un paro cardíaco, que alguien le meta los cinco tiros que yo no me atrevo. Algo. Cualquier cosa. Todos los días ella viene, grita, insulta y todos los días yo imagino un nuevo procedimiento que le procure una muerte violenta. En mi furia homicida imagino que los chicos saltan con alegría alrededor del cuerpo de su madre, sus guardapolvos (siempre están volviendo del colegio) blancos al viento son banderas flameando en señal de que por fin ha terminado la tiranía. Yo la odio. A mí me importan poco las razones que tenga su furia. No me interesa cuán sinuoso pudo haber sido el camino que la condujo a ser este monstruo, no hay lugar para la explicación biográfica. La amputo como posibilidad.

Ella es todo a lo que le temo. Ella es la injusticia a la que no puedo enfrentarme, ella es el espejo que me devuelve cobarde, mezquina, mirando desde mi mostrador cómodo cómo todo funciona mal en este mundo, y a mí no me da el coraje para gritar, para echarla a patadas y decirle que no vuelva nunca. Ella es toda la teoría revolucionaria que no puedo aplicar. Ella no es sólo la encarnación de la maldad, sino también la de mi pasividad. Y cada golpe que les da a sus hijos, cada grito, es una trompada en la cara de mi orgullo.

Un día se va a morir, un día, quizás, incluso, saliendo de la farmacia, un camión me haga el favor de pisarla. El problema es qué hago yo con mi cobardía. El problema es cuándo podré yo izar la bandera de mi guardapolvo, prenderle fuego a mi trinchera y gritar a los cuatro vientos “hemos vencido”. Cuándo podré volver a mirarme a la cara.

No le dije nada a Stamponi, si me da vergüenza confesarme una asesina hipotética, cuánta más me da, a veces, no haber matado.

jueves, 8 de abril de 2010

placebo

Las diferencias cromáticas han demostrado tener todo que ver con el devenir de nuestra existencia; nuestras vidas giran en torno a la falacia perceptiva que denominamos color, así es, a ese pequeño error del ojo humano que nos conduce a captar la luz de maneras distintas, debemos gran parte de nuestros estados anímicos, nuestra personalidad se forja de hecho muchas veces, en los marcos de los colores que nos rodean. Una persona será gris, y teñirá su vida entera de este color, sus objetos y sus ocupaciones, sus días y sus noches, sus afectos, todo encerrado en una gama variable apenas de tonalidades grisáceas.

Soy una ferviente convencida de que cada persona puede estar (y de hecho está siempre) ubicada en un lugar preciso e inamovible de la escala de colores. A veces a conciencia, a veces muy a su pesar, a veces sin darse cuenta siquiera, pero es imposible escapar a la cárcel cromática que nos construimos alrededor (o nos construyen, vaya uno a saber).

Yo, por mi parte, hice de ese detalle para muchos insignificante, un modo de vida, un juego violento al que me entrego hace años, sin otorgarme concesiones de ningún tipo, sin sufrirlo particularmente tampoco. Yo desde hace años me visto completamente de negro y así me obligo a seguir a rajatabla un código estricto que, de ser violado, en el hipotético caso de que yo me fallara a mí misma y a mi exigente jurado del cual soy único miembro, traería aparejada una debacle personal que avisoro de proporciones trágicas; como si fuera una mezcla de mal agüero o señal desafortunada, de esas que indican que ya nada será como era, que ya nada será como antes en un sentido siempre desagradable; si yo rompiera con la tradición que me he fijado, toda suerte de desgracias lloverían a mi vida. Sé que esta es una idea infantil y poblada de superchería ridícula, pero dada mi escasa propensión a caer en ideas vinculadas a cualquier clase de mística del pensamiento, me permito sin culpas ese lugar extraño, lo considero como mi excentricidad privada, una religión simple e íntima para uno.

Conocí, sin embargo, a alguien que compartía mi minuciosa autoexigencia. Como suele hacer la vida, me encontré un buen día frente a un espejo extraño, una de esas imágenes que cuando nos son devueltas, producen un ligero escalofrío, un diminuto espanto. Rosa era una chica problemática, de edad incalculable y mirada perdida, vivía en una institución para personas con deficiencias mentales que quedaba cerca de la farmacia; pero lo más importante para mí, es que Rosa, al igual que yo, era una extremista. De manera paulatina, tal y como hace cualquier obseso, había llevado a toda su existencia cotidiana a girar alrededor de lo único que parecía importarle: el color rosa. No se permitía a sí misma, ni permitía al resto del mundo obligarla a entrar en contacto con nada que no fuese de ese color, desde su ropa, hasta los más nimios objetos personales; desde la comida, hasta el jugo de pomelo sintético; nada que no fuese rosa podía entrar en contacto con su cuerpo, nada que no fuese rosa quería ella ver; de hecho, estoy casi segura de que en nada que no fuese rosa recalaba.

Nunca pude llegar a saber (vergüenza, pudor, miedo de estar pisando muy en el vacío) si el objeto de su manía era casualmente coincidente con su nombre, o si, por el contrario, era su nombre el que la había marcado hasta el punto de obligarla a portarlo cual emblema, como un hombre en la edad media cargaba con el pesado escudo de su familia sobre el pecho, como ese mismo hombre haciéndose matar para limpiar la honra mancillada de su apellido, de esa sucesión precisa de letras que había pasado a ser más importante que la materialidad que lo portaba. De esa misma manera rosa se había hecho carne de su nombre, había dedicado su vida a venerarlo a él y a su significado (cómo haría yo para hacer lo propio?, ¿qué nueva religión habría de inventarme?, ¿cómo haría para venerar a la victoria en cada momento de mi vida?).

Rosa a veces se ponía un poquitín nerviosa, se dejaba ganar, digamos, por una ansiedad que la devoraba. Pequeños destellos de colores varios que le resultaban inmanejables, tan inmanejables como ella se ponía para su contexto. Me contaron que en una oportunidad rompió varios muebles de color madera, que otra vez, víctima de una impaciencia convulsiva tomó a golpes a una compañera que no entendía que ella nunca se iba a poner esa bufanda verde que le ofrecían y la vejaba, en otra oportunidad, quiso huir de una carne muy marrón de tan cocida, y rompió un vidrio enorme en su retirada intempestiva.

En esos breves momentos de tensión, ráfagas de una ametralladora de ideas incontrolables, entraba a jugar la farmacopea. Las diminutas pastillas de placebo rosadas que le fabricábamos eran como un truco de magia efectista: inmediato. Como si incorporar el rosa otra vez a su cuerpo la salvara de la contaminación multicolor a la que la habían sometido, las grageas la devolvían a su universo ideal, tan rápida y milagrosamente que yo siempre consideré a su placidez de adicta imaginaria, como el estado más perfecto del espíritu. La imagen asustaba un poco, sin embargo, provocaba el mismo escozor que provoca cualquiera que abrace sin pudores su pasaporte al paraíso artificial de turno; el mismo miedo a verse a uno mismo con ese rictus de armonía fabricada en la cara, el mismo miedo a no poder nunca más prescindir de esa pastilla, de ese polvo, de ese yuyo, de ese vaso o de esa persona que nos transporta hacia el otro estado de las cosas, exactamente el mismo miedo a que alguna vez la enfermedad, el médico, la clínica de rehabilitación, la voluntad del otro implicado o el deterioro económico y de nuestra manía, nos obliguen a claudicar del vicio. Es el mismo pánico a verse así de feliz y necesitado.

De todos modos, siempre creí que sería hermoso paliar las penas de todo el mundo con pastillas inocuas del color de preferencia. Yo misma, si mi incredulidad lo permitiera, tal y como hace rosa, me habría atiborrado de comprimidos inertes teñidos de negro; diminutos trocitos de noche que me aseguraran que cierta oscuridad calma.

Mientras tanto, rosa y yo seguimos viviendo en universos paralelos, en mundos de colores inconjugables; mientras tanto, nos inspiramos terror o nos ignoramos alternativamente.

Mientras tanto, todos tragamos placebos para posponer el miedo a carecer de ellos.