lunes, 20 de septiembre de 2010

dignidad

Hay ciertas palabras que operan como un botón, como una tecla oculta en la mente, como un disyuntor; son pequeñas joyas que a veces atesoramos sin saberlo siquiera, les damos refugio porque dejarlas a la intemperie sería condenarlas a un deterioro que se nos antoja aberrante, como mancillar una obra de arte; cuidamos algunas evanescentes palabras, algunos instantes arrojados a la tempestad del mundo, creemos (con una suerte de fe privada) que si las salvamos del vértigo de la oralidad desmedida algo de nosotros, algo puro, incólumne estaremos salvando. Yo tengo algunas, guardadas en un cofre íntimo, un alhajero estropeado; poseo algunas palabras a las que protejo, a las que amparo. No voy a hablar de todas ellas, hoy, sin embargo, tampoco voy a hablar del acto de supervivencia que implica atesorarlas, no voy a revelarlas en parte porque mi espíritu supersticioso no me lo permite (me llena de malos presagios, me dice que si abro ese cofre para exhibirlas, ellas se van a ir, se van a fugar indignadas porque la ostentación decorativa es un pecado mortal para toda palabra), y en parte porque hay una palabra, una sola que hoy me urge, me demanda, como si fuera una necesidad vital, tengo que hablar de ella para que se quede, para que no se sienta ahuyentada.
Stamponi me dijo hace poco que la palabra pueblo la hace llorar, conmueve algo inhóspito en ella, como si acariciara su memoria sensorial; gracias a mi manía autoreferencial, cuando ella dijo pueblo y se le humedecieron los ojos instantáneamente, no pude evitar pensar en mi propia palabra lacrimógena, una que era pariente de la suya, pariente cercana, tal y como son la viruela y el sarampión, producía una enfermedad similar. Hasta me cuesta escribirla en este momento en el que ya no existe dilación verbal posible, en el que ya agoté todos los trucos escriturarios y, con un temblor en la mano, tengo que dibujarla, esa palabra es dignidad.
(un pequeño silencio que busca recuperarme)
La palabra (no, no voy a volver a ella por ahora o este texto quedará cubierto de baches) y yo nos conocimos hace mucho tiempo, como nos ocurre con casi todas las palabras, no puedo detallar exactamente el momento en que la ví, la leí, o la escuché por primera vez, no podría precisar la sensación puntual que me atravesó en esa oportunidad, quizás no haya sido una verdadera conmoción, atareado como está uno casi siempre por encontrar el significado preciso de las cosas, por decodificar un mensaje en particular, muchas veces nos olvidamos de maravillarnos, de dejarnos embrujar en pos de hacer asequible un discurso que, de todos modos, es siempre elusivo, confuso, polivalente. Pero como si fuera una historia de amor entre uno y una sucesión precisa de letras, hay un momento en el que puede darse una transformación, un cambio en los vientos de la relación, un momento puntual en el que empezamos a mirar al otro con ojos distintos, entre avergonzados y confundidos entrevemos que hay algo más en el otro, entre mareados y acalorados no sabemos qué pensar; hay un momento en el que una palabra puede (el colmo de la potencialidad, solamente puede ocurrir, ‘si y sólo si’, esa frase matemática siempre me fascinó, parece una mezcla entre casualidad absoluta, casi mágica y predestinación) sólo puede empezar a significar mucho más.
Recuerdo (en tren de seguir demorando el momento de hablar sobre “ella”, mi palabra) la circunstancia específica en la que entendí del todo el significado de la palabra vehemencia, el día en el que la volví a conocer, una noche frenética mi amigo Osvaldo la usó para definirse y me pareció tan correcta, tan ajustada que nunca más pude escindir esa palabra de su persona, casi como si fuese una nueva sinonimia personal, el uno me remite a la otra de inmediato, se expresan mutuamente. Alguien que conozco poco me diría (qué obsesión la cita familiar, la cita de persona conocida, primero Stamponi, después Osvaldo, y ahora este ente neutro sustantivado; tal y como algunos citan a Gastón Bachelard o a Roland Barthés, yo cito a mis amigos y a los no tanto, porque soy una erudita en la cotidianeidad, una intelectual doméstica), alguien a quien desconozco apenas un poco más que al resto me dijo un día que sólo era posible hablar desde el “mí”, como si fuese una escala tonal amputada, sólo es posible la escritura desde una sola nota; discurso monocorde, tal vez, pero perseguidor fiel de la honestidad poética tan anhelada. Hablando de “mí” entonces (tal y como siempre hago), no me queda más que narrar el instante en el que la palabra dignidad (ay, las letras empiezan a desdibujarse) adquirió el carácter que hoy ostenta a veces orgullosa, a veces compungida. Y si la palabra vehemencia me resulta un acceso directo (si se me permite la metáfora cibernética) a Osvaldo, la palabra antes citada (tratemos de eludirla en pos de no brindar patéticos espectáculos) me remite directamente a Graciela. Graciela es una persona pequeña, terriblemente pequeña además de alegórica, una mujer diminuta que la casualidad me puso un día al teléfono en la farmacia, ella quería que yo le preparara flores de bach para mejorar su situación emocional, para ver si la ingesta de algunas gotas podía aliviarla, podía llevar a su vida algo de lo que la naturaleza no le había dado; yo accedí gustosa a practicar mis dotes de experta florista, en parte porque la curiosidad malsana de adentrarse en las vidas ajenas es un vicio que ostento desde hace años (creo que tras la elección vocacional de la carrera de psicología hay siempre una buena cuota de esa adicción elevada al nivel de interés altruista), y en parte porque siempre me gustó sentirme una bruja que mezcla pócimas de su invención, una curandera de barrio, sólo que en vez de poner al fuego patas de sapo y orejas de murciélago, combino gotas de procedencia confusa, mucho más limpio y aséptico lo mío.
No recuerdo con exactitud sobre qué versó aquella primera charla que sostuvimos Graciela y yo, solamente me quedaron de ella algunas pequeñas certezas que creí tener una vez que cortamos, que estaba triste, desganada, que se sentía sola y algo sobre una pequeña dolencia física. Preparé a conciencia y basándome en esos datos un pequeño frasco que, al parecer, dio algún resultado, dado que una semana y cientos de gotas más tarde, Graciela volvió a llamar para contarme cómo iba evolucionando, bastante bien, me dijo, me siento mejor que antes. La mecánica se repitió sin mayores variaciones durante mucho tiempo, lo único que crecía era el lapso que duraban las conversaciones telefónicas, ella narraba sus miserias y yo teorizaba sobre cómo el mundo y sus falencias se plasmaban en su persona, ella escuchaba atenta mis devaneos alojándose cómoda en el lugar apacible que le obsequiaban mis teorías; pocas horas más tarde alguno de sus alumnos (porque Graciela era docente, de canto), venía a recoger el mentado frasquito devenido en salvavidas, y así quedaba todo por tiempo prudencial.
Hubo un día, sin embargo, un día en el que estaba grabado vaya uno a saber en qué piedra, que yo debía aprender algo, que debía extender, de una vez y para siempre, mi diccionario en un lugar preciso, estipulado; ese día (jueves, si mal no recuerdo, y no suelo recordar mal los detalles intrascendentes) hablé con Graciela largo y tendido porque ella se estaba sintiendo mal, sentía que pese a ser joven ya estaba agotada, que todo a su alrededor era gris y ya nada la alegraba, que se había agravado esa dolencia física que a esta altura para mí ya era tácita, fantasma, que le preparara unas gotas a conciencia, que ella, ni bien tuviese un alumno a mano, mandaría que las retiraran. La escuché mal, la sentí exhausta, y víctima de esa solidaridad extraña que puede generarse entre dos personas que nunca se vieron, me ofrecí a llevárselas cuando saliera, cuando pasara de camino a mi antro estudiantil; ella se emocionó pese a lo simple (y hasta comercialmente astuto) del gesto, y por primera vez en la charla el abatimiento cedió lugar al entusiasmo por conocernos. Que por fin íbamos a vernos, vicki, que qué suerte.
Absolutamente inconciente de todo, tal y como suelo estar, transcurrí el largo rato que medió entre que toqué el timbre, ella contestó, y finalmente cuando escuché que se abría la puerta del ascensor, un largo rato en el que entretuve mi mente trenzándola con el cordón de la vereda, en el que fui pulga de un perro que dormía sobre una baldosa floja, en el que escalé con los ojos el tronco de un árbol seco que elegía permanecer erguido, era la hora en la que el día baja flameando como una sábana limpia sobre el colchón desnudo de la cama, esa hora en la que yo siento siempre que el sol está más cerca que nunca, casi tocable incendia los techos que están a no más de veinte cuadras de distancia. El sonido de la puerta metálica del ascensor me despertó, me di vuelta esperando ver la salida de mi amiga/clienta, y solamente pude ver asomándose los caños de un canasto de ropa sucia; después de lo que me pareció muchísimo tiempo salió por fin Graciela, luchando enardecida contra los vientos de la imposibilidad, doblada, agarrotada, entumecida, disminuida, reducida a su mínima expresión, Graciela tenía artritis deformante, un canasto de ropa sucia que blandía a manera de bastón y un cuerpo que, además de dolerle, no la obedecía.

Hay momentos en los que creo poder hacer asequible la idea de eternidad, la eternidad no tiene por qué ser un universo oscuro, o un espacio sideral rociado de planetas, la eternidad puede ser muy bien el hall de un edificio. En esa eternidad, ese jueves se libraron dos batallas separadas por un grueso vidrio, en un rincón, una mujer y un endeble canasto de ropa sucia peleaban contra un demonio plagado de plantas artificiales que debía tener no más de dos metros de largo; en el otro rincón, yo luchaba conmigo misma, peleaba contra mi ignorancia, yo, otra vez, no había entendido nada y había supuesto que detrás de la angustia existencial de Graciela sólo vivía el desasosiego de una mujer disconforme de clase media; no había podido leer nada, yo, analfabeta de la vida, por sobre todas las cosas, no la miraba, no podía mirarla, porque la contemplación de su dolor me dolía, por una mala apropiación del concepto de compasión, por un yerro del lenguaje. No tengo idea de qué pasó en esa guerra, no sé bien cómo hicieron Graciela y su carro devenido en bastón para llegar hasta la puerta; hay cosas que son inenarrables, me digo todos los días para tratar de resignarme y contentarme con mis escuetas capacidades narrativas, hay cosas que simplemente no pueden ser contadas; de una guerra quedarán en palabras tan sólo los tediosos prolegómenos y una lista de bajas, nada capaz de adornar el horror de ese mientras tanto; de mi batalla personal, sólo recuerdo una palabra (sí, ya va siendo hora, ya es momento), como en una letanía la palabra dignidad me quedó de regalo esa tarde, la sensación de luchar contra el don de la vista y tratar de convencerlo diciéndonos “dale, por el amor del dios que nos desampara, dale a esta mujer la dignidad de una mirada”. No puedo escribir mucho más, la palabra me emociona y se me enreda en los dedos hasta trabarlos, rasga una tela sutil que no percibo, una tela íntima que fue bandera y hoy es hilacha.