domingo, 26 de febrero de 2012

atizador

A veces pienso que la vida es lo que me pasa en los breves intervalos que me deja la lectura. A veces pienso que mi vida es mi lectura y el resto, sólo un compás de espera, el tamborilear de los dedos sobre la mesa mientras espero el libro nuevo, viejo, el mejor libro de todos: el próximo.
No sé cómo suele el resto dividir el tiempo cuando ordena su biografía. Hablo de la división que cuenta, de la importante, no la de horas, días y meses; hablo de la división interna. Hay gente que ordena los sucesos por domicilio, por ejemplo: “me acuerdo, eso fue antes de mudarme al departamento de la calle Pacheco, todavía vivía en Lugones”. Otra gente lo organiza por compañía: “Cuando pasó eso yo estaba saliendo con Gonzalo, me acuerdo”. Hay gente, también, que lo mide por trabajos: “Fue antes de que entre a trabajar a la empresa, todavía laburaba con mi viejo”. Todos medimos el tiempo de una forma personal, usamos una unidad íntima y de acuerdo a ella ordenamos nuestra historia para hacerla (fin último de toda historia y, me temo, de todo en este mundo) algo narrable.
Mi vida se cuenta en libros.
Sé cuándo decidí dejar la carrera de historia porque estaba leyendo El innombrable de Beckett.
Sé cuándo decidí irme a vivir sola porque estaba leyendo La música del azar, de Auster.
Sé cuándo quise escribir una novela porque estaba leyendo El llano en llamas, de Rulfo (creo, de hecho, poder marcar la página).
El método funciona para los grandes hitos de la vida, sí, pero también para los más pequeños: sé cuándo tuve la última patada al hígado porque estaba leyendo Los jardines de Kensington de Fresán, por ejemplo. (y bajo ningún punto de vista asocio una cosa con la otra, aclaro).
Mi vida se cuenta en libros y a veces no sé si, en realidad, no estaré forzando el verdadero significado de las palabras cuando escribo “vida” y “libros” así, separadamente.

Más adelante, quizás, encuentre explicación este verano de 1990 que traigo a colación, con la casa de veraneo demasiado chica para la familia numerosa. La vacación que pasé leyendo mi primer libro de Agatha Christie (uno cuyo título no diré por razones obvias), y peleándome con mis hermanos por todo lo imaginable. La vacación que recuerdo por la lenta y esforzada lectura que le demandaba el libro a mis diez años que se empantanaban fácil, todavía, con todo aquello que no tuviera dibujos acompañando. La vacación que culmina, en mi memoria, en una pelea con mi hermana Cecilia por algún estúpido motivo que no sería, seguramente, más que un disfraz del hacinamiento. Una pelea que mi hermana decidió terminar con una frase que hasta el día de hoy me duele: señalando con el dedo índice el libro, esas doscientas páginas leídas hasta el momento que se habían llevado mi sangre, mi sudor y mis lágrimas, me dijo, a manera de venganza:

“Fue Jane. Lo mató con el atizador de la chimenea”.

Poco importó que yo no supiera qué es un atizador, y que la Yein que ella pronunciaba no fuese para mí identificable con la Jane, literal, de la que yo ya venía sospechando. Se me desmoronó la lectura y, en la versión narrable de mi historia que caprichosamente elijo, se terminaron con ese gesto mis vacaciones del año 1990.
El mismo gesto, juraría que el mismo índice señalando fue hoy el que me dejó Osvaldo antes de irse.

Osvaldo es un hombre encantador, aclaro, para que no se piense que el ademán trágico que me regaló es producto de su mala voluntad. Un hombre de unos cincuenta años que a menudo viene a la farmacia y con quien siempre, invariablemente, me quedo hablando de esa forma de periodización del tiempo que ambos compartimos: libros. Osvaldo ha leído muchísimo, mucha literatura rusa, alemana, libros de los que me encanta escucharlo hablar, quizás porque me cuesta leerlos, porque me empantano a veces, como me empantanaba, cuando intento su lectura. La desgracia (y los años de desatención) hicieron que la diabetes de Osvaldo lo dejara ciego hace algún tiempo. Y esa ceguera fue para él un castigo: no más libros o, al menos, no más la maravillosa, privada e irreemplazable sensación de leer, de pasar la vista por el texto y creer, por lo que dure el embrujo, que hay un sentido en la vida, al menos, que es decodificable. Leer es una conquista y Osvaldo vivió la ceguera como quien pierde la guerra y, para siempre, todo el territorio al que alguna vez llamó patria.
Como si no hubiese perdido, viene y me dice que Pushkin, que Gorki, que Tolstoi, que Mann. Y yo lo escucho como si fuera los dibujos que me salvan de caer en las arenas movedizas del texto, y pienso que es un hombre encantador y que si me fuera concedido el poder mágico en el que su literatura rara vez cree, le devolvería el don de la vista, nomás, para verlo leer.

Pero Osvaldo entró a la farmacia un día, un día en el que la noticia era una amputación segura y un destino en silla de ruedas. Y no quiso hablar de libros. Por supuesto. No quiso más que el horror mudo que se le escapaba de la boca demasiado abierta. Ensayé un consuelo, como siempre hago, más por tic que por razonamiento y le dije que Susana, su mujer, le dije que Anahí, su hija. Como el alarido seguía ahí, muy silencioso, me desesperé y pensé en escapar por la literaria, que es por donde suelo escaparme de todos lados, por otra parte. Y ahí, después de mi torpe, torpísima de torpeza absoluta alusión a los libros, él decidió terminar la conversación con una frase que hasta el día de hoy me duele, y mientras salía de la farmacia a tientas y con paso torpe, me dijo:

“Para lo que me han servido”.

“Para lo que me han servido”, y podría jurar que vi a su dedo índice señalando las doscientas hojas que –sangre, sudor y lágrimas- eran hasta el momento mi vida.


A veces pienso que “vida” y “libros” no son la misma palabra. Sin embargo podría jurar que: “Fue Jane. Lo mató con el atizador de la chimenea” y “Para lo que me han servido” son expresiones, en todo, absoluta y completamente idénticas.