jueves, 16 de agosto de 2012

historia

De mi pesado, pantanoso paso por la carrera de historia me quedaron algunos vicios mentales igual de pantanosos y pesados, inextirpables. El primero de ellos es la idea de que el conocimiento es acumulativo y que siempre está asociado a la cantidad de libros que uno leyó; una regla de equivalencias simple que bien podría expresarse así: leí veinte = sé veinte = soy veinte. El segundo de mis vicios es una tendencia a la certeza contra la que aún combato como quien combate a la mala hierba que le crece en el jardín y le quita sol, agua y espacio a las otras plantas, las que uno con esmero ha sembrado y que, en mi caso, bien podrían ser las dudas. El tercero es el único que abrazo con alegría y orgullo; más que vicio es un hallazgo.
El tercero de mis vicios es una recurrente, permanente e intencional tendencia a confundir la historia general con la íntima. Una intimidación de la historia general, diríamos. Este vicio está sustentado en una creencia personal gestada durante los años de estudio; esa creencia, ese axioma dice, en letra de molde, bien grande en el panteón de mis ideas: los sujetos tienden a copiar, palmo a palmo, en su propia biografía, la historia de su patria.
Parece no tener demasiado sentido, lo sé, y aún menos rigor histórico. Pero perdí la necesidad del sentido, por fortuna, y el rigor mortis es el único que me preocupa. (Qué buen nombre para ayudante de científico loco, Rigor Mortis).
La hipótesis que no necesito defender ni contrastar ni nada, porque más que hipótesis es un dogma de fe, dice que involuntariamente uno va, con el transcurso de los años, haciendo carne de la historia de su tierra. En mi caso particular, por ejemplo, tengo bien en claro que mi adolescencia fue mi Revolución de Mayo, que a los dieciséis años mi inconsciente estaba exultante en una plaza, festejando un logro menor, revoleando escarapelas de otras naciones, sin saber que se me venía un flor de quilombo encima. Sé que hasta promediar mi década del 20 viví un sinfín de guerras intestinas. Tuve unitarios, federales; no tenía constitución ni documento que me rigiera, así que no sabía muy bien a qué ley obedecer. Tuve un Rosas, un Facundo Quiroga, un Urquiza. Probé algunos modelos que se pretendían diferentes pero todos buscaban, en definitiva, manejarme la aduana. Mucha masacre del soldado raso de mi cerebro.
Cuando sostengo que uno repite la historia de su patria no debe pensarse, sin embargo, que la repite en el mismo orden. Una amiga, por ejemplo, tuvo su primer gobierno peronista, con las patas en la fuente y el Plan Quinquenal entre otras cosas, antes de tener su Campaña del Desierto.
No, claro, si uno repitiera en el mismo orden sería fácil prevenirse; uno ya sabría que a la primera huelga en los Talleres Vasena iba a seguirle, pegadita, la Semana Trágica. No, por desgracia, como siempre sucede con la historia sólo nos sirve para analizar post factum, para, mientras levantamos los cadáveres de la plaza, poder decirnos: estos fueron mis bombardeos del ’55, vinieron justo después de universalizar el voto, justo antes de mi Vuelta de Obligado.
Hay gente, sin embargo y por desgracia, que se estanca, que se queda en un período histórico de su nación durante toda su vida, y ahí anida. Digo “por desgracia”, porque justo los ejemplos que conocí no fueron felices. Aunque no me imagino que pueda ser saludable, nunca, estancar lo que es por naturaleza, mudable: la vida, la historia.

El arquitecto ya ha sobrevolado por estas tierras baldías, ya ha aparecido, más evidente o más solapado. El arquitecto, desde que lo conozco, hace casi diez años, vive estancado en su década del noventa. Se cree bello, talentoso y próspero pero en realidad es la pura decadencia, la corrupción moral. La falacia de su matrimonio es la falacia del 1 a 1. Ella lo odia, él la aborrece y la engaña con una muchachita que vive a unas pocas manzanas. En algún momento, uno piensa, la mentira del 1 a 1 va a volar por los aires, y ahí seguramente se venga una devaluación, unos saqueos. Sus hijos están cansados de sus chicanas emocionales, de sus medidas impopulares, alguno piensa en migrar, otro en protestar, otra en esperar bajo techo hasta que escampe. Él dice que es un as del tenis (en singles, porque eso de jugar en equipo no le cabe), y lo vi una vez en una cancha cerca de mi casa y daba lástima, el profesor le tiraba unas pelotas mustias para que se luzca y él, antes de sacar, hacía los movimientos ampulosos de Pete Sampras.
El arquitecto es el neoliberalismo y el individualismo de la pizza con champagne hasta el grado del ridículo y sin embargo, pese a todo eso, lo que más me molesta de él no es él (que me importa bien poco), sino lo que de él veo en otros, lo que de él veo en la historia de mi patria. Porque la cuestión funciona también en el sentido contrario y a veces una historia individual e íntima me sirve para entender la historia nacional. Lo que más me molesta del arquitecto no son sus miserabilidades, no es su conducta repelente, su jactancia, lo que más me molesta es su desprecio por la historia, su íntimo y selectivo convencimiento de que él se basta a sí mismo, que no precisa de sus semejantes que, si para algo están, es para entorpecerlo.
Me explico: llevo casi diez años conociendo al arquitecto, diez años en los que a la patria le han pasado muchas cosas que antes o después, seguramente, todos repetiremos. En esos diez años todos estuvimos mal y estuvimos mejor al unísono; el arquitecto, por supuesto, también. Se unió necesariamente al coro ese en el que todos cantamos juntos porque no nos queda otra. Sin embargo, y he aquí lo que me molesta sobremanera, el arquitecto parece sostener una teoría de curiosa factura: la crisis de principio de siglo, allá cuando nos conocimos y la construcción era un gremio inmóvil, cristalizado, fue enteramente culpa gubernamental, así es, la malaria económica que lo vapuleó y cacheteó intensamente era por completo responsabilidad de los otros. Por culpa de los otros él no tenía trabajo.
Sin embargo las cosas, más o menos perceptiblemente, fueron mejorando. Y tuvo una obra, que después fueron dos y después diez. Y prosperó lo suficiente como para mantener la falacia del 1 a 1 en su casa, la amante de acá nomás, y el viagra y el profesor de tenis condescendiente, para creerse su masculinidad. Pero eso, queridos amigos, para ustedes que se preguntan, eso no es culpa de nadie más. Eso, y me lo ha dicho tantas veces que puedo repetirlo literalmente, eso es gracias a que él es un profesional brillante, un arquitecto excepcional. Nada tuvo que ver en esto que la industria de la construcción comenzara a moverse, no, él era un gato apaleado y ahora es un toro erecto gracias a su talento, a su esfuerzo, a su maravillosa capacidad para moverse en un “país decadente, que se cae a pedazos, en el que no sé para qué nos quedamos”. Si los otros algo han hecho es entorpecer su crecimiento exponencial, con trabas legales, cargas sociales, impuestos. Gracias a él mismo, y a nadie más que a él, ahora es Gardel, Lepera, los guitarristas y el avión con el que va a estrolarse cuando vuelva de Colombia. Gracias a él y a nadie más que a él ahora es próspero y tiene trabajo.

El arquitecto desprecia la historia, cree que vive al margen de lo que les pasa a sus compatriotas, a sus contemporáneos. Su prosperidad, en el marco de, lo que él considera, es la miseria del resto, no hace otra cosa más que agigantar sus logros, su talento, su destreza.
El arquitecto, para mí, es un insulto. Porque yo creo, y estoy dispuesta a dejar la vida en eso, que no es posible mi prosperidad en la miseria de los otros, o, que si existe esa prosperidad, es la mejor prueba de que yo debo ser un buen pedazo grande de hijo de remil puta, de esos que hacen mucho porque el resto permanezca miserable.
Yo sé que vivo con mis contemporáneos, que con ellos, y no sola, construyo todos los días la historia que otros argentinos en el futuro –y tal vez yo misma- repetiremos palmo a palmo, punto por punto, en la intimidad de nuestras propias vidas.