sábado, 4 de diciembre de 2010

museo

Frecuentemente, este juego que comienzo a diario se me vuelve complejo por demás, frecuentemente se requiere de mí la paciencia del viejo relojero, encerrado, a la luz de una lámpara única y escasa, procurando rearmar el tiempo. A menudo se me arrojan al mostrador una serie de datos extraños, complejos datos separados, cercenados del todo ¿coherente? en el que por naturaleza están insertos; como un rompecabezas, pequeñas fichas solitarias que por sí solas carecen de sentido. Un hombre intenta sintetizarme su vida y comienza diciendo: yo vine de tucumán en la época del proceso, ya estaba casado, entonces a mi hijo menor lo echaron de entel después de la privatización, y el otro, carlos, que es ingeniero maneja un remis, en el monte, el erp era peligroso, pero más peligroso es ese seineldín al que ahora le hacen propaganda, mi vieja me decía siempre que tuviera cuidado con tipos así pero ella se refería a la perona, hoy es como si todos fuesen el viejo lopez rega, mi cuñado era igualito a ese brujo de mierda.
Así, todo mezclado y confuso, así tengo yo que reorganizar la información para intentar un texto mínimamente lógico, ir probando uno tras otro diversos órdenes posibles entre los muchos datos. ¿Qué vino primero?, ¿el monte, el erp o el cuñado?, ¿qué, después?, ¿seineldín, entel o el remisero? ¿Cuál es el cuento, el relato que tengo que interpretar después de todo eso que se me suelta?. Como ese señor, muchísimas personas me regalan su rompecabezas biográfico para que yo me entretenga un rato, para que después de que me abandonan me quede pensando en cómo reorganizar la información, me quede pensando en el orden de una debacle personal, o me quede pensando en la historia nacional, por ejemplo; para que después yo me quede sola entre tanto retazo tratando de resistir al mareo que sube desde adentro.
Lo mismo hago yo con mi texto: ofrezco al que tolere su lectura mi propio laberinto de explicaciones; como un archivo de anécdotas plagado de pasillos ciegos, de vueltas improductivas; repletas de cuadros quietos las paredes, altísimas paredes superpobladas de cuadritos que ilustran mi monocorde tristeza. Al avezado, al tolerante, al casi santo que procure leerme (lisonjas merecidas, hay que creerlo) no puedo más que iluminarle algunas joyas puntuales, un par de garabatos confusos que se han convertido con el tiempo en mi tesoro de limosnas, fragmentos de cristales de botellas, pedazos de piedra de la plaza en la que nunca jugué, en la que ya no jugaré porque la infancia me vedó la entrada. En esa galería de resignaciones varias estoy toda yo, está mi vida entera esperando ser contemplada. Nada de viejo relojero recomponiendo el tiempo no registrado, en realidad soy el cuidador de un museo abandonado, secretamente encantado por tanta obra a la sólo yo le velo el sueño, secretamente nostálgico por no saber cómo compartirla; estos textos son la manta que tejo para redimirme, como si con una luz mortecina tratara de iluminar fragmentos, siguiendo la lógica íntima de mi capricho.
Otra vez estoy fabricando un discurso inconexo, un collage, un rejunte; otra vez yo y mi basurero; otra vez el terreno baldío que juega a ser un museo.
Una señora me relata la vida de sus hijos, de sus padres, de los próceres argentinos, no importa, no se entiende, no es necesario entender las palabras para seguirla en su recorrido personal por el museo de su mente.
Todos dejamos un sendero de migas del pan nuestro de cada día a cada paso, para ver si podemos volver a pasar por los paisajes que la memoria nos va clausurando; todos dejamos un sendero de migas de pan a nuestro paso, para ver si alguien quiere seguirnos, alguien pisando nuestras huellas, viendo a ver si le quedan, a ver si su pie es idéntico al de un desconocido, alguien que quiera ser encerrado para pasar un tiempo en mi museo, que se deje pasear al menos por un rato, alguien que siga mi rastro y que se ofrezca a ser desconcertado.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

a la vejez, fascismo

Yo no le tengo miedo a la vejez, pero a lo que le tengo pánico es al fascismo.
La idea de arrugarme me inquieta muy poco, la posibilidad de perder progresivamente lo más fino y delicado de los sentidos no me preocupa (tampoco es que los haya tenido demasiado afilados alguna vez); el progresivo deterioro del cuerpo no me quita el sueño (ya debería ser insomne de tales pesadillas) y la masacre neuronal que lentamente el tiempo acomete me tiene muy sin cuidado (tengo años de trayectoria homicida en este sentido, y no conozco ni siquiera el significado de la palabra remordimiento, otra vez: ni que lo muerto haya sido tan interesante).
Sin embargo, lo que me provoca pavura es ese fascismo que parece crecer –cual moho- en el patio de cierta juventud tardía para acabar instalándose en el living de la adultez, donde se apoltrona en el mejor sillón y se sienta a gobernar la casa. Me da mucho más miedo la, digamos, forma viral en que el fascismo se apodera de nuestros mayores que la misma idea de la propia ancianidad.
¿Qué pasaría si, por ejemplo, en determinado momento empiezo a pensar con desdén, con hastío, con creciente nerviosismo y, finalmente, con floreciente necesidad de vituperio en los manifestantes que, un día cualquiera cortan la calle, la ruta o las vías por las que yo transito? ¿Qué, si súbitamente me asaltara la absoluta convicción de que los cartoneros, por ejemplo, dan una fea imagen de Buenos Aires al exterior? ¿Qué ocurriría si usara las palabras “villero” o “cartonero” como adjetivos (des)calificativos de índole peyorativo? ¿Qué clase de sombra habría caído sobre mí si dijera frases como “negro de mierda”, “ese es un negro de la cabeza”, o “qué negrada”? No quiero ni pensar qué me habría sucedido si fuese esta boca la que visitase esos nefastos lugares comunes vinculados a los judíos, a los chinos, a los paraguayos, bolivianos o peruanos. ¿Dónde estaría yo si tales infamias salieran de mi boca? ¿Qué habría sido de mí si les creyera una sola de sus envenenadas palabras a los periodistas?
No puedo siquiera imaginarme, jamás, una vejez moderada, una vejez tibia como carne recién muerta, tibia como radical, como transa socialista. Yo no, o frasco vacío o sumergirme en todas las enteras tintas. Medias, jamás.
Tengo mis razones para temer volverme fascista, después de todo mi genética es, en este y muchos otros casos, muy mi enemiga. Me explicaré mejor: yo vengo a interrumpir una larga dinastía de fascistas, como una mota saludable mancharía a las hemofílicas monarquías europeas. Mi padre es fascista, mi madre es fascista, mis hermanos también lo son y tengo la confusa intuición de que, tras su aparente manto de piedad, mi abuelada en pleno tenía opiniones políticas execrables. Siendo todavía joven, consideraba que mi condición de paria familiar era meritoria, después de todo, muchos de mis amiguitos militantes habían seguido la senda cómoda que sus padres les habían marcado, con lecturas, con charlas en la mesa, con discusiones sobre marxismo revolucionario, sobre el peronismo de izquierda; yo, en cambio, en franca oposición con mi ascendencia desde que tenía uso de razón, atestiguaba en mis comidas familiares discusiones sobre cuestiones, digamos, más primitivas: si los chinos eran más sucios que los coreanos, si debíamos volver a un sistema de voto calificado, o si gendarmería era mejor que la policía federal. Así cualquiera es zurdo, pensaba yo, mientras cenaba en lo de mis compañeritos y tramaba con sus padres formas más equitativas de distribución de la riqueza; yo en casa estaba sola, en una trinchera vacía, con mi banderita. Yo mentía para ir a las marchas como mis amigos mentían para ir a fumarse un porro o colarse un ácido; porque la verdad era que soportaba el estigma de zurda de la familia pero hasta ahí, porque ellos no terminaban nunca de resignarse, y mi mamá señalaba un difuso momento de mi segundo grado, una anécdota triste y contestataria en la que yo –todavía lo pienso- no tenía nada más que toda la razón, ese es el punto de inflexión que mi mamá aún hoy señala como su horrible despertar a la pesadilla: “ahí me di cuenta de que tu destino era ser sindicalista”, repite hasta el día de hoy en una letanía que acompaña con un triste meneo horizontal de cabeza.
Eso que era heroico a los quince o dieciséis años, que era una oposición violenta, orgullosa y aguerrida a los veinte, ha ido cubriéndose a través de los años con el óxido funesto del trauma. Hoy, la trinchera solitaria me encuentra envuelta de herrumbre en cada reunión familiar, rumiando mis maldiciones en el rincón que me dejaron, el único en el que mi prédica, al parecer, no molesta: con las nuevas generaciones, digo más, de ellas, la más inofensiva, la que no habla y, lo más importante, la que no puede entender lo que digo. Hoy, el orgullo no me deja profundizar, pero no me deja edulcorar tampoco el efecto profundamente devastador que ejerce sobre mí el fascismo de mi familia. Baste decir que toda ocasión de reunión, por inocente que parezca, se termina convirtiendo en una nueva y dolorosa derrota para el ejército sin escalafones que componemos mis invisibles soldados libertarios y yo. El número, aprendo ahora, lo es todo, y de aquel lado de la guerra son un montón, y de este lado, mis tácitos compañeros no me ayudan en nada. Así, la conclusión general a la que arribó la familia la navidad pasada, por ejemplo, terminó siendo algo así como que todo pobre es, por definición, chorro y que la excepción a esta regla que no tiene excepciones, termina corrompiéndose en la primera oportunidad que se le aparece. En algún cumpleaños, también, se llegó a un consenso de dureza marmórea: los juicios a los represores de la pasada dictadura deben suspenderse, porque hoy van por ellos y mañana vienen por nosotros, que trabajábamos sin molestar a nadie. Hoy, el camino que recorro hasta las reuniones consanguíneas obligadas me encuentra también sudando frío, preguntándome qué nuevas inmoralidades deberé escuchar en esta oportunidad, pidiéndoles a mis oídos perdón de antemano. Debe ser una alteración cromosómica masiva la que padecen, me digo.

Quizás sean los años de masticar bronca en ese sentido los que me han empujado a repudiar de repudio absoluto a ciertas personas en el mismo instante en que pisan por primera vez la farmacia. La experiencia me permite reconocer a un fascista más rápido, aún, de lo que se reconocen entre ellos; así que basta una rápida mirada para sacar, incluso del más hippiemente ataviado, la ficha oscura de la diestra condición política.
Estela no me engañó ni por un segundo. A un no-iniciado en las artes de detectar al enemigo, quizás podrían haberlo confundido su apariencia de viejita inofensiva, o su paupérrima condición de jubilada docente. A mí no. Ningún signo exterior revelaba lo recalcitrante de su derechismo pero yo soy lenta, y la cara positiva de mi lentitud vacuna ha sido siempre la paciencia; por eso a cada: “es una pobre mujer, ¿viste que no es una vieja nazi hija de puta como vos decías?” que me dijeron, contesté con un gesto rumiante: vos esperá, y hablaban los siglos de mi vejación familiar, vos esperala.
Así fue pasando el tiempo, así fueron repitiéndose sus visitas en apariencia inofensivas; ella es profesora de historia y alguien cometió la infinita torpeza de comentarle mi paso largo y fallido por la carrera, de nada sirvieron después de eso mis excusas: ella me buscaba permanentemente y jamás le importó mi gesto de evidente desdén, mi inocultable aburrimiento; tal y como suele suceder en estos casos no le interesaba en lo más mínimo que yo no tuviera el más mínimo interés en conversar con ella sobre los avatares de la primera historia argentina, tema que la apasionaba desmedidamente; una vez incluso, llegué a decirle para desmoralizarla: “la historia argentina nunca fue lo mío, a mí me interesaba la historia medieval”, pero nada, ni me escuchó, creo, y siguió hablando. A veces supongo, equivocadamente, que la mejor forma de provocar la partida de un cliente molesto es el silencio, pero esa hipótesis casi siempre falla y a Estela nunca jamás le preocupó mi silencio de hierro, sino que más bien intuyó en él mi contento con las miles de boludeces que repetía sin ningún tipo de tapujo y con todavía menos fundamentación teórica, historiográfica y documental. Mi silencio, por otra parte, también le fue construyendo un pequeño lugar confortable en el que ella fue apoltronándose tranquila, una vez allí, cada vez más cómoda empezó a dejar que su discurso fluyera. Al principio fueron indicios, señales que sólo alguien que estuviera atento iba a entender: un apenas perceptible desprecio por Mariano Moreno, un elogio exagerado a Bartolomé Mitre, una interpretación estrafalaria de la Batalla de Pavón, cuestiones poco significativas que a mí, por supuesto, no se me pasaron por alto. La comodidad de mi silencio, sin embargo, se fue convirtiendo en una cama mullida y Estela se dejó ir progresivamente; cuando quise darme cuenta el asunto ya era inmanejable y ella gritaba sus loas al vaticano y a las monarquías europeas, vociferaba su pasión irrefrenable por la masonería, decía que Darwin era un degenerado, Freud un pervertido y que Los protocolos de los sabios de Sión son documentos históricos que deberían estudiarse en la escuela secundaria.
Yo traté de tomármelo con calma, traté de pensar que nada tenía que ver con su demencia, traté de poner la mente en blanco y practicar todas las técnicas de relajación del yoga que me fueron dadas recordar.
Yo traté, pero –por supuesto- no pude. Y ahí, en realidad, nace este relato.
Nace el día después de algo que, para mí, era una derrota electoral, nace un lunes de socavón derrotista, cuando el escrutinio me decía en definitiva que, a lo mejor, casi toda la gente de la ciudad en la que vivo es fascista, no importa su edad, no importa que no estén sanguíneamente vinculados con mi familia; un día en el que mi paciencia bovina había sido reemplazada por una furia que no reconoce especie. Un día de triste confirmación. Es duro sentirse rodeado de enemigos, a uno le dan ganas de fugarse, pero la fuga sola no basta, así que también le dan ganas de prender fuego la casa del resto, de prenderle fuego a sus familias y, ya que estamos, de incendiar la ciudad entera. De ese tipo de días, estoy hablando, no sé si se entiende.
Es de imaginarse que, en ese contexto, pocas cosas podían ser más inoportunas que una de las visitas de Estela. Verla entrar y pensar en erupciones volcánicas fue todo uno. Verla entrar y pensar que hoy no era día para silencios réprobos fue todo otro, simultáneo. Pero por un error constitutivo, no somos capaces de percibir cuándo el horno no está para bollos (el degenerado de Darwin debería analizarlo) y Estela arrancó bien, diciendo: “Estoy francamente desolada”; y siguió tranquila, diciendo sin que nadie le preguntara: “las elecciones me demostraron qué clase de sociedad es ésta en la que vivimos”; con un profundo terror me descubrí coincidiendo. Mi silencio era inquebrantable, sin un sonido, sin un músculo que se contrajera para que ella no pudiera asumir, como siempre hacía, que el gesto más mínimo era una anuencia. “Porque ganar esos liberales, esos libertinos...”, y el paisaje para mí empezaba a aclararse, y era un alivio, porque la coincidencia era un sudor frío corriendo por la espalda, “esos cochinos. Lo que más me entristece es que el partido que yo voté salió último, ÚLTIMO, ¿me entendés?”. Mi política pétrea me impedía preguntarle nada que no fuese estrictamente medicamentoso, pero la curiosidad existía y yo no recordaba quiénes habían salido últimos; de todos modos, su verborragia no precisó que yo violara mis preceptos, “el único partido como la gente, que se opone abiertamente a los homosexuales, al aborto, que propone una educación basada en el amor a Dios y a la patria... el único partido serio, que busca defendernos de las aberraciones”. La risa a veces es como una ola que sube desde un lugar imposible de ubicar, sito en algún punto del estómago; como un tsunami me explotó la risa incontenible en la boca y hasta creo que sin querer llegué a escupirla con la espuma a Estela que me miraba incrédula, no sé si descreyendo más de la situación o del hecho de que yo finalmente me estuviera moviendo.
Después del tsunami, que duró un buen rato, lo confieso, siguió un final del que no recuerdo demasiados detalles (la liberación carcajádica tiene un efecto narcótico), sólo que Estela estaba aturdida por lo estertóreo de mi risa y más aún por mi insólita nueva actitud contestataria. Recuerdo vagamente que ella dijo tibiamente algo así como que el problema de este país es que nos dejábamos gobernar “por extranjeros, familias prácticamente recién venidas, sin ningún tipo de anclaje en el país, que llegan con sus tradiciones religiosas paganas y sus doctrinas políticas incendiarias”. Yo estaba en erupción, así que le contesté, entre los ronquidos de la risa algo que fue más o menos como esto: “yo soy profundamente atea, marxista y nieta de inmigrantes, y estoy mucho más que segura de que haría un gobierno infinitamente mejor que usted, que es patricia, católica y conservadora. Se lo aseguro”, rematé, mientras me limpiaba los restos de lava de la comisura de la boca.
Ofensa mortal, la mía, fue como romper armas, y Estela, la aparentemente sumisa profesora de historia me miró con un odio inmemorial, con un odio de clase y de raza, se dio vuelta y ya desde la puerta me dijo, furiosa: “Ahora hacete nomás la zurdita, pero ya vas a ver, vos, a mis años”.

El tsunami de golpe explotó en el suelo y pude sentir el horror creciéndome en el cuerpo. Tamaña maldición justo a mí, con mi pánico hipocondríaco al gérmen derechista; justo a mí con mi genética deficiente, mi predisposición congénita, mi espanto de adn. Sentí que iba a desmayarme y me apuré a decir rápido, como conjurándola: “Bruja fascista, ‘ya veré’ las pelotas; que si tengo que inmolarme yo solita en la selva boliviana lo voy a hacer, pero responder a tu designio, nunca”. Me temblaban las piernas, todavía, mientras la veía cruzar la calle ajena a mi contraconjuro, a mi intento de antídoto.
Me pareció ver con una claridad prístina lo que pensaba, casi como si fuera el globo de una historieta podía leer, entre los vahos de la ira, decía algo así como: “Debe ser una alteración cromosómica la que padece, la muy enfermita”.

miércoles, 20 de octubre de 2010

quijote

Las musas, o como quiera que se le diga al ente encargado de que un escritor fluya, de que sus palabras respiren, son animales caprichosos, de una domesticidad variable, hoy son dóciles y cariñosos perros falderos que se entregan sin pensarlo demasiado a nuestras temerosas, cada vez menos temerosas, caricias, y justo cuando uno piensa que eso es todo, que de ahora en más sólo habrá una relación amable, un mar apacible entre uno y la isla visitable de la creación, en ese momento puntual en el que el texto vive, se escribe totalmente independiente de la voluntad o falta de ésta, justo en ese momento la dirección del viento cambia, la marea baja rápidamente, y ahí estamos nosotros, desnudos en medio de una playa desértica, empapados, tratando de recordar cómo era eso de conocer el agua, un segundo, un instante apenas que separa de la peor manera la posibilidad por un lado y el mutismo, por otro, la tenue, casi invisible línea que escinde la dicha verborrágica de la esterilidad.
Yo, prospecto de escritora, asumo los mohines de mi anhelo para ver si así se me pega algo de talento; no me juzguen, muchas veces hacemos eso: como si la transformación fuera un trabajo idéntico a la caricatura, empezamos por copiar las estridencias, lo innegablemente visible de aquello a lo que aspiramos; así yo, escritora aspirante (dobles interpretaciones químicas al margen), sombra o bosquejo de la escritora que (ya sé, ya me di cuenta) nunca seré, copié ciertos vicios de los que había leído, formas secretas de mantenerse en buenas relaciones con la deidad de turno, musas, digámosle por el momento y para alivianar de sinónimos redundantes este texto; digo musas como algunos dicen dios, azar o talento, de acuerdo a la omnipotencia que en ese momento se crean capaces de ostentar.
Así como la niña que aspira a ser actriz ensaya el momento de recibir un premio mientras desconoce los esfuerzos del trabajo de fingirse otra durante un tiempo prudencial; así como el que espera convertirse en abogado se imagina agradeciendo el aplauso después de un brillante alegato en lugar de suponerse sumergido entre papeles redundantes y exagerados en algún cuartito asfixiante de tribunales, así yo, por las dudas, practico ritos para atraer los favores de las musas, no porque vaya a hacer uso de lo que ofrezcan, no, esa es una faena que aún no he imaginado, sino porque me siento suficientemente escritora rindiendo pleitesía a esas deidades privadas, es el rasgo que copio de la caricatura grotesca del autor literario.
No puedo revelar en qué consisten mis pequeños ritos, no por egoísmo, sino porque nunca son fijos, un día decido homenajearlas prendiendo una vela en su honor y procurando que no se extinga, ayer mismo traté de engañarlas con un recurso mucho más terrenal, empecé a buscar títulos que sirvan de disparadores materiales a mis ideas.
Hoy, vencida por el peso de la aridez verbal, me propuse escribirles una elegía a la que mi honestidad se negó... y terminé escribiendo esto. Mañana veremos, quizás no se hayan enterado de nada, quizás la suerte esté de mi lado y nunca sabrán de mi infidencia, porque las musas son modestas, y sé que odian ser nombradas, sé que para ellas es motivo de pelea, de separación; quizás mañana ya no me importe si se enojan, si se revelan, si ya nunca más vuelven a dirigirme su inspiradora mirada, quizás mañana yo quiera ser cirujana y esté restregándome las manos con alcohol fino hasta hacerme doler de tan inmaculadas, quizás mañana yo esté haciendo una nueva caricatura, lejos de toda palabra, imitando los ademanes de... ¿quién lo sabe?... un taxista ¿por qué no?, en este juego infantil que me libera del peso agobiante de la cotidianeidad no existen límites ni jerarquías, no es mejor ser la actriz ganadora de un oscar que la costurera que fija un dobladillo. Sí, quizás sea un ensayo de taxista mañana y practique sentarme sobre pelotitas anti-estrés de madera o la cara de tedio de tener que manejar por el microcentro un mediodía de verano. Quizás mis oponiones políticas rocen lo delictivo, como últimamente lo profundamente inmoral y la derecha rancia y eterna se vienen toqueteando.

Quizás se enojen y nuestra relación se termine de romper para siempre. Quizás se enojen y a mí no me importe en lo más mínimo.

Pero no siempre fue así y, como dice la canción, hubo un tiempo que fue hermoso y las musas y yo gozamos de un contacto permanente, una relación casi de amistad, desequilibrada relación, eso sí, yo las veneraba y ellas se sentían halagadas; sí, una relación extraña, pero amistad al fin. Después ellas empezaron a enojarse cada vez más seguido y yo tuve que urdir miles de planes para reconquistar sus favores. Se enojaban siempre por lo mismo, supongo que se enojaban porque yo era una eterna promesa, un trabajo a futuro que nunca germinaba, yo nunca escribía y ellas, obviamente, se cansaron de seguir con tan infructuoso trabajo.
Pero hubo un tiempo más feliz, sí, lo hubo y voy a ilustrar tamaña afirmación incontrastable; voy a contar una historia de los tiempos felices.
Para que se entienda debo aclarar algo: yo envidio profundamente a la literatura, yo quiero una vida literaria, pero la fortuna me niega el placer de la aventura, y mi cobardía me impide ir a buscarla. Yo cierro un libro y deseo ser esa persona que atrajo mi atención durante un tiempo prudencial. El primer libro del que guardo registro emocional es Robin Hood, un tierno artefacto amarillo que decoró mis soleados días de otoño de hace ya muchos, muchísimos años; yo quise ser Robin Hood cuando cerré el libro, quise vivir en los bosques de Sherwood y ser merecedora de un funeral con flechas de fuego lanzadas al cielo.
Después quise ser también la vital Jo de mujercitas, quise ser.... y quise tener los vestidos de la princesa Sissi. Después llegó el cansancio, llegó la frustración lenta de terminar una historia y –no importaba cuán grandes fuesen mis deseos- que nada cambiara. Los años pasaron y me acostumbré a que no, a que lo máximo era el fogonazo, entrever la llama de la emoción en otras cosas, en otros lados. Pero el deseo de la transmutación textual pervive, insiste.
Cerré el Quijote una tarde de verano, mareada por el calor agobiante, enojada con el mundo por mi falta de libertades (el verano es siempre el momento del año en el que siento el peso de la opresión, en el verano me siento esclavizada, el verano es ese momento en el que me doy cuenta de que quiero hacer muchas cosas y no puedo hacer nada, porque no tengo el dinero o el tiempo para hacerlas, porque tengo que seguir trabajando para no lamentarlo durante el resto del año; en el verano renunciaría a todo o iniciaría una rebelión contra todo lo que se me pusiera adelante); cerré el Quijote maravillada, divertida y compungida por la historia de ese hombre que había trastocado la realidad, la había acomodado a sus deseos literarios, ese hombre había concretado los anhelos de todos los que alguna vez salimos de un cine después de ver el Llanero Solitario fingiendo que andábamos a caballo, de todos los que lloramos amargamente o nos reímos a carcajadas justo antes de pensar: a mí me gustaría esa vida. Ese hombre que había transformado la realidad a sus deseos me pareció genial. Levanté los ojos, clavé la vista en los tubos fluorescentes del techo de la farmacia y dije: si no puedo ser yo, al menos me gustaría conocer a alguien como el Quijote.
Palabras mágicas, al parecer, las musas estaban escuchando, quizás, mera casualidad, coincidencia fantástica, tal vez. Cuando bajé la vista había alguien esperando ser atendido, un hombre que, después supe, se llamaba Manuel.
Me acerqué como desganada, pensando en cuánto más interesante es la mentira literaria que la verdad mundana. Lo inesperado sobreviene cuando uno menos lo espera, es cierto esa verdad de pacotilla con la que empieza todo testimonio que se precie de experiencia paranormal, justo cuando uno se empieza a contentar con su cotidianeidad plagada de todo el tedio posible, algo inesperado sucede y uno súbitamente se transforma en creyente, uno comienza a creer que todo es posible y arrastra esa credulidad por un tiempo que siempre excede lo conveniente, que siempre es más largo que la excepcionalidad de la que acaba de ser testigo/protagonista, la marea baja súbitamente (otra vez, la misma metáfora sirviendo para dos situaciones distintas, no sé si sorprenderme por la increíble plasticidad del lenguaje o por mi increíble vagancia para buscar nuevos recursos), se retira la ola invasiva del evento exótico y nos quedamos un rato largo pensando: ahí pasa otra cosa, ahí se vuelve a dar el milagro de lo extraño, pero no, casi siempre, casi nunca vuelve a suceder.
El hecho es que me acerqué a Manuel (no sabía que se llamaba Manuel entonces, no soy bruja o al menos no en ese sentido) esa tarde de verano quijotesca pensando que este hombre espigado en el centro justo de la expectativa de vida iba a aburrir a mis oídos con algún pedido habitual de relajante muscular, analgésico para su dolor de cabeza o pastillas de carbón (porque hay algo cierto, una suerte de estudio sociológico de entrecasa que siempre aplica: a los hombres de mediana edad, o les pesan los músculos en retroceso, o les pesan los problemas irresolubles que se alojan en su cerebro, o les pesa una diarrea constante, es una ley tan tajante como que las mujeres siempre están constipadas); pero sin embargo, el altísimo Manuel osó pedirme con mil y un chistes que le preparara una receta inverosímil, una receta de bruja de cuento de hadas, a la que sólo faltaban las alas de murciélago o los bigotes de comadreja para resultar lisa y llanamente abominable, era una suma de líquidos viscosos y repulsivos que quería amalgamar sin que eso fuera posible.
Tímidamente pregunté quién era el médico que le había recetado tamaña mezcla, pensando en realidad: “dígame, dígame el nombre del ladrón que roba su dinero”; a lo que Manuel respondió con todo el aplomo y seriedad posibles: no, la receta la inventé yo, es un ungüento para calmar mi dolor de espalda (sí, la teoría anterior, con variantes o descarnada, siempre se confirma: a Manuel, con o sin rarezas, le dolía el cuerpo).
Entonces empezó a explicarme que él en realidad era ingeniero, en realidad dijo “fui ingeniero” demostrando que el estudio es algo que se pierde a voluntad, como las llaves de casa, como la plata en una noche de casino; pero que había dejado todo para convertirse en lo que siempre quiso ser, en el único y verdadero sueño de su vida, me dijo: “quiero ser un druida, como los de Asterix”.
Mi gesto se transformó, lo sé, pero él pareció no inmutarse frente a una sorpresa a la que –evidentemente- ya estaba acostumbrado. Después continuó por un rato detallándome los pormenores de su plan, pormenores que iban desde esa evidente condición de semi-curandero, hasta una suerte de indagación alquímica, pasando también por un apenas entrevisto dejo de mística oculta y oscurantista que no evidenció pero que me llevó a sospechar.
Finalmente me arrancó la promesa de que iba a tratar de hacer el inverosímil preparado y se fue, raudo como había llegado.
Yo alcé los ojos al cielo (ubico ahí a mis musas, condicionamientos culturales occidentales contra los que nada puede hacer mi militante ateísmo), y dije a mi dios literario: gracias, mientras pensaba que siempre creí que la comunicación con las deidades era más lenta, menos inmediata, que no era posible pedir un Quijote y que el Quijote fuera concedido, aunque más no fuera lector de Asterix en vez de novelas de caballerías (cuál es la diferencia, si de todos modos yo descreo de las jerarquías literarias, valen lo mismo Hamlet que Mafalda, y Rascólnikov que Clemente, las novelas de caballerías son aburridas, mucho más que Asterix, seguramente).
Las musas y yo fuimos buenas amigas, hace un tiempo; y Manuel se fue y yo me quedé con la halagüeña pero inquietante sensación de estar siendo observada.

lunes, 20 de septiembre de 2010

dignidad

Hay ciertas palabras que operan como un botón, como una tecla oculta en la mente, como un disyuntor; son pequeñas joyas que a veces atesoramos sin saberlo siquiera, les damos refugio porque dejarlas a la intemperie sería condenarlas a un deterioro que se nos antoja aberrante, como mancillar una obra de arte; cuidamos algunas evanescentes palabras, algunos instantes arrojados a la tempestad del mundo, creemos (con una suerte de fe privada) que si las salvamos del vértigo de la oralidad desmedida algo de nosotros, algo puro, incólumne estaremos salvando. Yo tengo algunas, guardadas en un cofre íntimo, un alhajero estropeado; poseo algunas palabras a las que protejo, a las que amparo. No voy a hablar de todas ellas, hoy, sin embargo, tampoco voy a hablar del acto de supervivencia que implica atesorarlas, no voy a revelarlas en parte porque mi espíritu supersticioso no me lo permite (me llena de malos presagios, me dice que si abro ese cofre para exhibirlas, ellas se van a ir, se van a fugar indignadas porque la ostentación decorativa es un pecado mortal para toda palabra), y en parte porque hay una palabra, una sola que hoy me urge, me demanda, como si fuera una necesidad vital, tengo que hablar de ella para que se quede, para que no se sienta ahuyentada.
Stamponi me dijo hace poco que la palabra pueblo la hace llorar, conmueve algo inhóspito en ella, como si acariciara su memoria sensorial; gracias a mi manía autoreferencial, cuando ella dijo pueblo y se le humedecieron los ojos instantáneamente, no pude evitar pensar en mi propia palabra lacrimógena, una que era pariente de la suya, pariente cercana, tal y como son la viruela y el sarampión, producía una enfermedad similar. Hasta me cuesta escribirla en este momento en el que ya no existe dilación verbal posible, en el que ya agoté todos los trucos escriturarios y, con un temblor en la mano, tengo que dibujarla, esa palabra es dignidad.
(un pequeño silencio que busca recuperarme)
La palabra (no, no voy a volver a ella por ahora o este texto quedará cubierto de baches) y yo nos conocimos hace mucho tiempo, como nos ocurre con casi todas las palabras, no puedo detallar exactamente el momento en que la ví, la leí, o la escuché por primera vez, no podría precisar la sensación puntual que me atravesó en esa oportunidad, quizás no haya sido una verdadera conmoción, atareado como está uno casi siempre por encontrar el significado preciso de las cosas, por decodificar un mensaje en particular, muchas veces nos olvidamos de maravillarnos, de dejarnos embrujar en pos de hacer asequible un discurso que, de todos modos, es siempre elusivo, confuso, polivalente. Pero como si fuera una historia de amor entre uno y una sucesión precisa de letras, hay un momento en el que puede darse una transformación, un cambio en los vientos de la relación, un momento puntual en el que empezamos a mirar al otro con ojos distintos, entre avergonzados y confundidos entrevemos que hay algo más en el otro, entre mareados y acalorados no sabemos qué pensar; hay un momento en el que una palabra puede (el colmo de la potencialidad, solamente puede ocurrir, ‘si y sólo si’, esa frase matemática siempre me fascinó, parece una mezcla entre casualidad absoluta, casi mágica y predestinación) sólo puede empezar a significar mucho más.
Recuerdo (en tren de seguir demorando el momento de hablar sobre “ella”, mi palabra) la circunstancia específica en la que entendí del todo el significado de la palabra vehemencia, el día en el que la volví a conocer, una noche frenética mi amigo Osvaldo la usó para definirse y me pareció tan correcta, tan ajustada que nunca más pude escindir esa palabra de su persona, casi como si fuese una nueva sinonimia personal, el uno me remite a la otra de inmediato, se expresan mutuamente. Alguien que conozco poco me diría (qué obsesión la cita familiar, la cita de persona conocida, primero Stamponi, después Osvaldo, y ahora este ente neutro sustantivado; tal y como algunos citan a Gastón Bachelard o a Roland Barthés, yo cito a mis amigos y a los no tanto, porque soy una erudita en la cotidianeidad, una intelectual doméstica), alguien a quien desconozco apenas un poco más que al resto me dijo un día que sólo era posible hablar desde el “mí”, como si fuese una escala tonal amputada, sólo es posible la escritura desde una sola nota; discurso monocorde, tal vez, pero perseguidor fiel de la honestidad poética tan anhelada. Hablando de “mí” entonces (tal y como siempre hago), no me queda más que narrar el instante en el que la palabra dignidad (ay, las letras empiezan a desdibujarse) adquirió el carácter que hoy ostenta a veces orgullosa, a veces compungida. Y si la palabra vehemencia me resulta un acceso directo (si se me permite la metáfora cibernética) a Osvaldo, la palabra antes citada (tratemos de eludirla en pos de no brindar patéticos espectáculos) me remite directamente a Graciela. Graciela es una persona pequeña, terriblemente pequeña además de alegórica, una mujer diminuta que la casualidad me puso un día al teléfono en la farmacia, ella quería que yo le preparara flores de bach para mejorar su situación emocional, para ver si la ingesta de algunas gotas podía aliviarla, podía llevar a su vida algo de lo que la naturaleza no le había dado; yo accedí gustosa a practicar mis dotes de experta florista, en parte porque la curiosidad malsana de adentrarse en las vidas ajenas es un vicio que ostento desde hace años (creo que tras la elección vocacional de la carrera de psicología hay siempre una buena cuota de esa adicción elevada al nivel de interés altruista), y en parte porque siempre me gustó sentirme una bruja que mezcla pócimas de su invención, una curandera de barrio, sólo que en vez de poner al fuego patas de sapo y orejas de murciélago, combino gotas de procedencia confusa, mucho más limpio y aséptico lo mío.
No recuerdo con exactitud sobre qué versó aquella primera charla que sostuvimos Graciela y yo, solamente me quedaron de ella algunas pequeñas certezas que creí tener una vez que cortamos, que estaba triste, desganada, que se sentía sola y algo sobre una pequeña dolencia física. Preparé a conciencia y basándome en esos datos un pequeño frasco que, al parecer, dio algún resultado, dado que una semana y cientos de gotas más tarde, Graciela volvió a llamar para contarme cómo iba evolucionando, bastante bien, me dijo, me siento mejor que antes. La mecánica se repitió sin mayores variaciones durante mucho tiempo, lo único que crecía era el lapso que duraban las conversaciones telefónicas, ella narraba sus miserias y yo teorizaba sobre cómo el mundo y sus falencias se plasmaban en su persona, ella escuchaba atenta mis devaneos alojándose cómoda en el lugar apacible que le obsequiaban mis teorías; pocas horas más tarde alguno de sus alumnos (porque Graciela era docente, de canto), venía a recoger el mentado frasquito devenido en salvavidas, y así quedaba todo por tiempo prudencial.
Hubo un día, sin embargo, un día en el que estaba grabado vaya uno a saber en qué piedra, que yo debía aprender algo, que debía extender, de una vez y para siempre, mi diccionario en un lugar preciso, estipulado; ese día (jueves, si mal no recuerdo, y no suelo recordar mal los detalles intrascendentes) hablé con Graciela largo y tendido porque ella se estaba sintiendo mal, sentía que pese a ser joven ya estaba agotada, que todo a su alrededor era gris y ya nada la alegraba, que se había agravado esa dolencia física que a esta altura para mí ya era tácita, fantasma, que le preparara unas gotas a conciencia, que ella, ni bien tuviese un alumno a mano, mandaría que las retiraran. La escuché mal, la sentí exhausta, y víctima de esa solidaridad extraña que puede generarse entre dos personas que nunca se vieron, me ofrecí a llevárselas cuando saliera, cuando pasara de camino a mi antro estudiantil; ella se emocionó pese a lo simple (y hasta comercialmente astuto) del gesto, y por primera vez en la charla el abatimiento cedió lugar al entusiasmo por conocernos. Que por fin íbamos a vernos, vicki, que qué suerte.
Absolutamente inconciente de todo, tal y como suelo estar, transcurrí el largo rato que medió entre que toqué el timbre, ella contestó, y finalmente cuando escuché que se abría la puerta del ascensor, un largo rato en el que entretuve mi mente trenzándola con el cordón de la vereda, en el que fui pulga de un perro que dormía sobre una baldosa floja, en el que escalé con los ojos el tronco de un árbol seco que elegía permanecer erguido, era la hora en la que el día baja flameando como una sábana limpia sobre el colchón desnudo de la cama, esa hora en la que yo siento siempre que el sol está más cerca que nunca, casi tocable incendia los techos que están a no más de veinte cuadras de distancia. El sonido de la puerta metálica del ascensor me despertó, me di vuelta esperando ver la salida de mi amiga/clienta, y solamente pude ver asomándose los caños de un canasto de ropa sucia; después de lo que me pareció muchísimo tiempo salió por fin Graciela, luchando enardecida contra los vientos de la imposibilidad, doblada, agarrotada, entumecida, disminuida, reducida a su mínima expresión, Graciela tenía artritis deformante, un canasto de ropa sucia que blandía a manera de bastón y un cuerpo que, además de dolerle, no la obedecía.

Hay momentos en los que creo poder hacer asequible la idea de eternidad, la eternidad no tiene por qué ser un universo oscuro, o un espacio sideral rociado de planetas, la eternidad puede ser muy bien el hall de un edificio. En esa eternidad, ese jueves se libraron dos batallas separadas por un grueso vidrio, en un rincón, una mujer y un endeble canasto de ropa sucia peleaban contra un demonio plagado de plantas artificiales que debía tener no más de dos metros de largo; en el otro rincón, yo luchaba conmigo misma, peleaba contra mi ignorancia, yo, otra vez, no había entendido nada y había supuesto que detrás de la angustia existencial de Graciela sólo vivía el desasosiego de una mujer disconforme de clase media; no había podido leer nada, yo, analfabeta de la vida, por sobre todas las cosas, no la miraba, no podía mirarla, porque la contemplación de su dolor me dolía, por una mala apropiación del concepto de compasión, por un yerro del lenguaje. No tengo idea de qué pasó en esa guerra, no sé bien cómo hicieron Graciela y su carro devenido en bastón para llegar hasta la puerta; hay cosas que son inenarrables, me digo todos los días para tratar de resignarme y contentarme con mis escuetas capacidades narrativas, hay cosas que simplemente no pueden ser contadas; de una guerra quedarán en palabras tan sólo los tediosos prolegómenos y una lista de bajas, nada capaz de adornar el horror de ese mientras tanto; de mi batalla personal, sólo recuerdo una palabra (sí, ya va siendo hora, ya es momento), como en una letanía la palabra dignidad me quedó de regalo esa tarde, la sensación de luchar contra el don de la vista y tratar de convencerlo diciéndonos “dale, por el amor del dios que nos desampara, dale a esta mujer la dignidad de una mirada”. No puedo escribir mucho más, la palabra me emociona y se me enreda en los dedos hasta trabarlos, rasga una tela sutil que no percibo, una tela íntima que fue bandera y hoy es hilacha.

viernes, 20 de agosto de 2010

valentino

Como una suerte de regalo emocional negativo que heredara de los confines de la occidentalidad, tiendo siempre a la culpa y a la autoconmiseración de manera inevitable. Como dos hermanas gemelas malvadas (hay mucho de dualidad, de genética enrevesada, de mutaciones biológicas en lo que hace a mi concepción del mundo sentimental), estas dos manchas en mi porvenir mental, suelen enturbiar mi pensamiento. Yo -tengo que aclararlo no porque a nadie pueda interesarle, sino porque creo ciegamente que algo en el sinceramiento verbal calma- caigo en la culpa con una facilidad digna de admiración/rechazo; la culpa que practico, sin embargo, es una variante de omnipotencia, de disfrazado egocentrismo, tiendo a creer que todo lo que ocurre a mi alrededor, desde los malestares en mi círculo social inmediato hasta la guerra de Chechenia, pasando por el súbito fallecimiento de una tribu de hormigas, se debe en parte (cuando no completamente) a mi accionar, algo hice o dejé de hacer, o debería haber hecho antes, mejor o distinto, que llevó las cosas a su penosa actualidad; la ilusión que en la infancia del mundo juraba a los hombres que el mundo giraba alrededor de la tierra pervive en mí reducida a su mínima expresión: soy yo la tierra/ centro nodal de la elipsis de los astros, soy yo la que me asiento sobre dos elefantes, que a su vez reposan sobre hombros de gigantes que son sostenidos por el meñique de dios (qué bella la palabra meñique, qué poco la he escrito, no así dios, y sin embargo la repito constantemente, qué pasión por la fealdad polisémica la mía); y, aparentemente, es mi responsabilidad verificar el correcto funcionamiento de las cosas, así que, evidentemente y dado que las formas funcionan de todas las formas menos de la correcta, soy una perpetua inoperante, una nulidad a la que se debe la próxima debacle del universo (porque además de enferma de individualismo, practico una suerte de apocalipsismo digno de Nostradamus).
La autoconmiseración funciona de manera análogamente ridícula, repite el esquema que me posiciona en el centro del mundo, pero agrega al anterior una fuerte dosis de paranoia: todo lo malo me sucede a mí, pasa a ser el lema rector, todas las desgracias me sobrevienen, aquellas que son mis responsabilidad (y aquí ya me pongo un poco de lado y admito que haya algunas pequeñas cosas que no dependan de mi accionar) y aquellas que no lo son, sino que son producto de la mala voluntad del resto de la gente (porque yo me equivoco por nula o por inoperante, pero en este esquema, el resto obra mal de puro hijos de puta que son). Cabe aclarar que hay mucho de vagancia también en esta faceta de mi personalidad, no así en la culpa, la culpa es siempre activa y siempre reacciona de manera equivocada, en la etapa de autoconmiseración simplemente lamento mi suerte, mi mala suerte, y lamento ser tan fácil objeto de la infortuna/mi vagancia/la mala leche del resto. En fin, si la imagen que corresponde a la culpa me tiene corriendo de un lugar a otro, llamando por teléfono para disculparme a mis allegados, procurando crear con azúcar una nueva colonia de hormigas en mi cocina, o yendo a la embajada de Chechenia para ofrecerme como voluntaria; la autoconmiseración me encuentra siempre sentada (preferentemente en un emplazamiento cómodo, no hay nada como un sillón para ver cómo se nos viene encima el mundo), quietita en un mundo de atrocidades que no deja de atormentarme.
Empiezo a hablar de mí para hablar del resto, o empiezo a hablar del resto para hablar de mí, es como una cinta de Moebius maléfica esta en la que escribo incansablemente. Don Moebius hoy me trae a Valentino, alguien sobre quien, si la tiranía de la cinta así lo permitiera, debería escribir uno –o varios- libros, sobre todo porque él me lo pidió, y si hay alguien a quien debería darle el gusto, es a él. Igual, hoy la marea de Moebius me pide que cuente una pequeña porción de la vida de Valentino, algo que en el libro que quizás nunca escriba –no me fue dado el arte de la complacencia- no sería mucho más que un párrafo innecesario, exactamente igual que acá: el momento en que conocí a Valentino, y, aún más, la sensación que ese conocimiento provocó.
De autoconmiseración hablaba antes, una de las dos hermanitas diabólicas. Y sentía autocomiseración a raudales cuando conocí a Valentino, sentada una tarde de poco trabajo, una tarde de verano en que la clientela era apenas un espasmo entre amplios momentos de quietud, la gente se enferma poco en verano. En esa tarde de verano yo me lamentaba, cual la Catalina sentada bajo un laurel, la Victoria sentada bajo las luces fluorescentes, me lamentaba por mi desgracia en algún aspecto de la vida que no recuerdo exactamente (es típica de la pena autoinfligida, la amnesia, es la misma amnesia que nos permite compungirnos una y otra vez por las mismas cosas, y siempre como si fuera la primera vez), probablemente por amor, la soledad, el dinero o toda una serie de etcéteras que no me alcanzaría la vida para detallar; el hecho es que me lamentaba con tristeza y seguramente incurría en la pregunta: por qué a mí, que parece ser la única que conozco en esos casos, la amnesia me provoca el virtual olvido de algunas otras, tales como: ¿por qué no a mí?, ¿por qué a otros?, o ¿para qué me interesa el por qué?
Creo que Valentino produce siempre una sensación precisa, por lo menos a mí, al sentimiento que me invade el cuerpo cada vez que veo a Valentino le corresponde un dibujo muy preciso (cómo estoy con la ilustración, hoy, qué fatalidad la necesidad de brindar ejemplos, ensombrece toda narración posible, por qué no contentarse con la triste realidad: entendernos es la única utopía imposible), un accionar puntual: el de retorcer un trapo muy lleno de agua, el de estrujar un trozo de tela lentamente, pero con fuerza. Es que Valentino es anciano, muy pequeño, tiene unos anteojos enormes y malogrados, todos pegados con cinta adhesiva y ante todo, inútiles, porque, como si fuera poco, Valentino es irremediablemente ciego. Valentino es también la persona más positiva que yo haya conocido, a la formal y poco comprometida pregunta de ¿cómo está?, él responde siempre con un “fenómeno” que pasa a detallar contando cosas de lo más diversas.
En esa primera oportunidad, el día que conocí a Valentino, a mi desaprensiva pregunta de rigor, siguió un relato pormenorizado de lo que había sido su vida hasta el momento, casi ochenta años de una historia que amerita varios tomos, insisto. Como en toda biografía que se precie (seguramente no la que yo escribiría), el punto final estaba puesto en el momento más cercano a la actualidad (lo que sea que signifique esa palabra), así que, después de más de una hora de monólogo apenas interrumpido por algún infrecuente enfermo estival, Valentino terminó de explicarme por qué estaba él tan “fenómeno” ahora, terminó de contarme todo lo bien que le hacía estar viviendo con su hermana, a la que había sacado del geriátrico de PAMI porque la encontraba delgada y sin energías, y se la había llevado a su casa después de que, tras un episodio digno de película de espionaje, las vitaminas que día a día le llevaba a escondidas no surtieran ningún efecto. Valentino festejaba su decisión todos los días, el vivir con su hermana, postrada por una ruptura de cadera reciente, había sido para él “una pegada”; su hermana lo ayudaba muchísimo en la casa haciendo “esas cositas que las mujeres y sólo las mujeres saben hacer”. “Además”, me dijo, “yo antes tenía algunos problemitas, ¿vio?, nada grave, cositas domésticas, a veces se me caía algo al piso, por ejemplo, y yo lo encontraba sí, pero después de algunos días o semanas, ahora mi hermana en seguida me avisa dónde está”. Después de toda una vida separados por insignificancias, la vejez los había encontrado así, juntos y machucados, y, si hay que creerle a Valentino, eso era lo mejor que le había pasado. Porque su vida no había sido muy fácil, pese a que él no se quejara nunca (al día de hoy, nunca lo escuché quejarse, y eso que tiene razones y habla tanto que creo que esa debió ser la única forma de oralidad que no visitó jamás), perdió la vista a los veintiséis años, tras una breve y sorpresiva enfermedad, y cuando se tienen veintiséis años, se es muy viejo para encarar la vida y la educación como un ciego y muy joven para dedicarse a reposar.
Una vez, no puedo asegurar del todo que fuese esa primera vez (incluso en esta minucia textual me falla la cronología, si escribiera los tomos que amerita su biografía, seguramente tendrían un orden intercambiable, las biografías del caos) me contó que esos primeros tiempos no fueron fáciles, que no se sentía bien y estaba bastante deprimido, que tenía un perro como única compañía y consuelo hasta que un buen día –sobre lo mojado de la ceguera, la lluvia copiosa de la pérdida- el perro se perdió y él empezó a recorrer las calles del barrio tratando de encontrarlo. El perro nunca apareció, pero en sus largas caminatas preguntando por el animal, un día entró en una fundación que cuidaba a los chicos que habían sufrido poliomielitis, alguien le ofreció trabajo y que él se quedo ahí, ayudando en lo que podía a esos chicos de los que después, a la larga, se hizo amigo. “¿Sabe que descubrí ahí?”, me preguntó, “que yo era un afortunado, que era ciego y era un afortunado”. Valentino hablaba esa tarde y yo pensaba cuán necesaria parece a veces la desgracia ajena, cuán terapéutica, los “pibes de la polio” eran a Valentino, lo que Valentino era a mi castigada autoestima, a mi bienamada autoconmiseración; y esa suerte de regodeo en la tragedia de otro, que en otro tiempo me causara tanto rechazo (siempre consideré como un egoísmo disfrazado a la piedad), me pareció una forma de las que tiene este mundo de hacer magia todos los días: transformar la pena en sentimiento luminoso, y, por primera vez, esa alquimia en la miseria se me antojó algo maravilloso.
Mientras Valentino hablaba esa tarde yo no dejaba de llorar en silencio, escudada en la certeza de que él nunca iba a ver mis lágrimas.
Todavía hoy, cada vez que él se va todo vuelve a la anormal normalidad a la que estoy acostumbrada, pero –trapo retorcido, estrujado- yo me siento mucho más leve, muchísimo pero muchísimo más liviana.

lunes, 26 de julio de 2010

mudo

Una gran paradoja para mí ha sido siempre el hecho de que me gustaran las novelas policiales. En sí misma, como concepto incluso, esa afición es –depende el día- o una paradoja curiosa u otra prueba más de mi brutal esquizofrenia. Porque el hecho es que detesto a los policías, digo más: detesto a todo lo que tenga que ver con las fuerzas del orden, y ni una sola cosa de toda su vida institucional me parece a mí, dada como soy a las exageraciones, hiperbólica, como diría mi amiga Analía, digna de ser rescatada del infierno de fuego y devastación en el que sumiría a toda esa manga de palurdos y/o pedazos grandes de hijos de puta sin siquiera dudarlo un instante, sin siquiera uno de los accesos de culpa a los que me tengo tan acostumbrada.
Realmente, y volviendo del arco hiperbólico incendiario en el que me perdí entusiasmada, considero a todo policía, no sólo a los grandes jerarcas de la fuerza, como un ser, ante todo, vocacional y personalmente execrable. Mi gusto por las novelas policiales, entonces, es el primero de los misterios sobre los que se me da por pensar ahora. El segundo, sin embargo, es mucho más interesante. Vehiculizados por la palabra "misterio" y por los pasillos oscuros de mi asociación libre, mis ojos fueron a posarse sobre el vértice exacto de la esquina que se ofrece a las puertas mismas de la farmacia. Allí, inamovible como siempre, parado como siempre y expectante como siempre, el mudo de siempre espera el advenimiento de eso que… nunca.
Voy a explicar la situación como la explicaría el torpe detective destinado a ser humillado más adelante por uno mucho más brillante, por el héroe.
El mudo es, en este caso particular, la forma poco políticamente correcta e INADI’s unnfriendly con la que hago referencia a un señor al que conozco desde hace años y que desde hace años también pasa frecuentemente por la farmacia, que tiene la característica particular de ser mudo (a lo de la corrección política y el INADI debería agregarle, quizás, una feroz ausencia total de imaginación para poner los apodos). El mudo es en realidad sordomudo, y lo es de nacimiento o al menos desde muy pequeño, y lo sé no porque me lo haya dicho (chiste muy malo), sino porque desde hace años viene a comprar a la farmacia, no sólo con su sonrisa inagotable, sino con el pedido escrito en algún papel; eso por sí mismo no indica un mutismo eterno, lo sé, pero la forma en la que escribe sí lo hace. Verán, hace ya tiempo leí una de esas notas de nulo valor científico que explicaba pobrísimamente las particularidades que tenía la escritura a la que podían acceder los sordomudos de nacimiento; la nota habría caído en el olvido que seguramente merece, de no ser porque al poco rato entró a la farmacia el mudo y vi en el papel que me extendía, la teoría que desarrollaba la nota perfectamente plasmada. Un milagro de proporciones equiparables a leer una de esas boludeces sobre que “científicos de la universidad Massachusetts han demostrado que reírse ayuda a curar el cáncer”, y de golpe ver cómo un tumor se retrotrae rapidísimamente ante la sola mención de un: “primer acto, un argentino, un español y un alemán están en la cima de la torre de Pisa…”.
En fin, toda esta perorata para decir que el mudo escribe desordenado, al no escuchar la secuencia lineal de sonidos, le cuesta conservar la linealidad de los fonemas de las palabras. Por ejemplo, suele darme un papel en el que dice algo así:
B P N I
A Y S A
A I R
Esto significa Bayaspirina, sólo hay que reorganizar mínimamente las letras para entenderlo (y después de todo, pienso siempre, escribir es más o menos esa desorganización, ese desorden minusválido, pero no quiero irme aún más lejos por estas mismas ramas). Después, uno le escribe el importe en un papel (me temo que o él no es muy bueno leyendo labios o yo no soy muy buena modulando) y procede a pagar. Tristemente empiezo a comprobar desde hace un tiempo que el mudo ha perdido también buena parte de su vista, porque ya en varias oportunidades me ha traído papeles en los que no se leía nada; una de esas veces alcancé a distinguir las letras talladas en el papel con una birome que ya no andaba, pero varias otras oportunidades, no pude entender nada. Sobre llovido, mojado, pensé, se está convirtiendo en sí mismo en uno de esos chistes crueles que empiezan diciendo: “un ciego le dice a un mudo…” y que nunca pero nunca terminan bien.
El misterio que envuelve al mudo, sin embargo, es otro, nada tiene que ver con su anárquica –y ciertamente meritoria- capacidad escrituraria, tampoco está vinculada a qué será lo que lo está llevando a agigantar su soledad haciéndole también perder la visión (aunque de todos modos, espero sinceramente que no sean mis bayaspirinas), no. El mudo es para mí un misterio porque sigue parado en la esquina. Y no es que hoy se le haya dado por pararse ahí, el mudo desde hace años todos los santos o demonios días a eso del mediodía se para en la esquina con su pequeño maletín de cuero marrón en la mano derecha. Y se queda parado ahí. Y se queda parado ahí. Y se queda parado ahí. Hasta que en determinado momento, a eso de las dos y media, tres de la tarde, levanto mi vista desprevenida y ya no lo veo más. El misterio que llevo años tratando de resolver tiene muchas aristas, pasaré a enunciar algunas de ellas como el detective torpe que anhela que, por esta vez, Sherlock le perdone la vida y no lo haga quedar como un pelotudo antes de que termine el libro:
-¿qué espera el mudo?
-¿llega en algún momento lo que él está esperando o se aburre de esperar y se vuelve a su casa?
-si ya sabe que lo que espera llega después de las dos, ¿por qué no viene más tarde?
-¿qué tiene en el maletín?
Estos son solamente algunos de los interrogantes básicos que me asaltan a diario, como a diario también durante mucho tiempo me asaltó la esperanza de llegar a ver el momento exacto en el que al mudo lo pasan a buscar, o él termina de frustrarse o, yo qué sé, finalmente se decide a tomar alguno de los tres mil taxis que pasaron mientras tanto. Esperanza inútil si las hay, no importa cuánto tratara de concentrarme, siempre el mudo desaparecía en un momento en el que mi habitual distracción terminaba imponiéndoseme, y cuando volvía en mí, el mudo ya no estaba. Probé muchos métodos distintos para permanecer alerta, e incluso –lo confieso- un par de veces salí con alguna excusa inverosímil a la vereda para verlo más de cerca y encontrar algún indicio que me diera la pauta de qué es lo que estaba pasando; varias veces incluso lo saludé con una de mis modulaciones exageradas e ininteligibles a las que él respondió con su amabilidad acostumbrada. Nada. O bien el misterio es insondable, o bien, pese a tanto policial leído, no entiendo nada sobre pistas, huellas, datos, indicios y todas esas palabras.
Como siempre, ahí donde muere mi capacidad de concentración, nace mi inventiva, así que después de mucho tratar de capturar el momento exacto en el que el mudo resolvía mi intriga, después de mucho fallar irremediablemente, empecé a suponer y elaborar distintas posibilidades que fueron alternativa y sucesivamente erigiéndose en verdades absolutas sobre lo que estaba y está pasando con el mudo. Como padezco de un caso severo de enfermedad literaria, quizás pueda verse en las explicaciones/hipótesis/certezas inclaudicables, un cierto, digamos, “aire” que las vincula con algún género en particular; en todos los casos, dichas vinculaciones son tan casuales e intencionales como cualquier plagio.
Sci-fi: El mudo no es de este planeta. Sin ser un barrilete cósmico, puede muy bien ser una cometa intergaláctica. Todos los días se para en esta privilegiada esquina de Buenos Aires para comunicarse con los suyos y: a) ser abducido, b) enviar informes sobre nuestro planeta y el estado de sus recursos naturales o, c) ver y tomar nota de cómo los seres humanos pretendemos extinguirnos mutuamente manejando nuestros automóviles como auténticos dementes. Esta explicación no contempla demasiado la funcionalidad del maletín, porque dudo que los extraterrestres necesiten de documentación clasificada, dudo que los extraterrestres sean viejos burócratas soviéticos. De todos modos, dudo pero no descarto.
Policial: El mudo está siendo extorsionado. El maletín tiene el dinero que acalla diariamente a sus chantajistas. No es siempre el mismo maletín, sino un número indeterminado, tendiente al infinito. Las razones que motivan la maniobra extorsiva hunden sus raíces en el pasado parlante del mudo, que escribe desordenadamente para desconcertarme. Él sería, también, los científicos de la universidad de Massachusetts. Sí, todos ellos.
Romántico: Un desengaño amoroso ocurrido hace añares quitó al mudo la voluntad de hablar, con el tiempo la falta de voluntad se convirtió el imposibilidad absoluta (eso pasa siempre) y el mudo… enmudeció. Todos los días espera el regreso de su amada en la misma esquina en la que la vio por última vez, antes de que ella muriera/lo dejara/desapareciera misteriosamente (la opción a considerar como cierta dependerá de lo trágico que se encuentre mi espíritu ese día). El mudo sueña que con ella vuelvan las palabras.
Fantástico: El mudo es él y su doble, uno podría ser mudo y el otro quizás sea casi ciego. El hecho de que uno de los dos esté parado todos los días en la esquina no se explica, pero si un bondi en un evento desafortunado pisara a uno de ellos, digámosle William, lo más probable es que el otro también muriera, digámosle Wilson. Quizás esa sea la esperanza de William. Aunque el bondi quizás me pise inmediatamente después a mí, que estoy en la misma línea. Quizás esa sea la esperanza de Wilson. Quizás.
Absurdo: El mudo es Godot. Está esperando a Vladimir y a Estragón.

Podría seguir así hasta la aberración, aunque mucho me temo ya haber llegado a la aberración hace tiempo. Elijo terminar el hermoso juego de las posibilidades y declarar, de una vez por todas, mi terminante derrota: no sólo el misterio del mudo sobrevivió intacto a mis dotes deductivas, sino que hay un tercer misterio que también se me presenta como irresoluble: ¿quiero yo saber, en líneas generales, qué es lo que le pasa al mudo? ¿Quiero yo que se termine su novela y él se vaya para siempre a su planeta, a su casa o a su obra literaria? ¿O temo que tal cosa ocurra con la desesperación con la que podría temerse, por ejemplo, que el reloj ya no corra, que el sol ya no salga, que el dios ya no exista? ¿Depende de su presencia en esta esquina que el delgado y enmarañado hilo del (des)equilibrio cósmico no se rompa irreparablemente?
Tal y como ocurre siempre, los misterios en los que mi propia incapacidad es la protagonista me encuentran sin una sola teoría, por torpe y humillable que sea. Y sin teorías, no hay detective ingenuo. No hay Sherlock. No hay Poirot. No hay Marlowe. No hay policial. La historia de mi vida es una narrativa sin adjetivos, sin la comodidad entretenida del género. Larga y tediosa narrativa, como esta, no más.





jueves, 8 de julio de 2010

telaraña

“Yo sé que es en parte mi culpa, pero es que ella es tan demandante, no sé cómo decirle que no, cómo dejarla esperando”.

El cliente me decía eso mientras en el teléfono celular a la llamada de su dueña; apurado, torpe de tanta prisa, asustado; rezaba una oración secreta para que ella no se hubiera enojado, la rezaba como uno canta la canción de cuna que le cantaban de niño: labios adentro, canta la lengua, cantan los dientes, cantan apenas las cuerdas vocales.

Y yo que pienso hasta qué punto lejano, inhallable en la línea del horizonte algunos necesitamos ser necesitados; pese a los lamentos, pese a las quejas, la llamada que pide auxilio, atención, cuidados, no salva al que la hace; salva al que la recibe. Del otro lado de la línea telefónica que divide a la ciudad, se encuentran los otros, los necesitados, los carentes, los mendicantes, que con más o menos sentimiento de culpa liberan sus señales de humo, con más o menos conciencia de su funcionalidad, sabiendo o intuyendo que su necesidad de ser socorridos es de una importancia vital para quien la sacia.

Todos navegamos entre ambas orillas, oscilamos entre ambas máscaras de la necesidad. Necesitar y ser necesitados, un diálogo mudo entre dos ausencias, dos faltas igualmente intolerables.

Como vos, que me llamabas para que te consolase, como vos, que sólo hablabas de vos, de tus ausencias, de tus faltas y tus necesidades. Como yo, que llamo a alguien más para ver si puede rescatarme.

Este hombre se comunica finalmente con su dama, se aleja del mostrador que compartíamos, se retira hacia un costado del negocio a verbalizar como puede esa oración silenciosa que le pertenece, se oculta para escuchar con más atención qué es lo que ella necesita, cómo puede ayudarla.

Después volverá, y se quejará brevemente de tan arduo trabajo.

Yo lo voy a escuchar con la mirada perdida en el teléfono, perdida en la línea que divide a la ciudad, perdida entre los números, tratando de recordar exactamente por qué vos ya no me necesitás, por qué ya nunca más me vas a llamar.

jueves, 27 de mayo de 2010

para elisa

Siempre tendí a dejarme impactar por intrascendencias, desde que la memoria me permite recordar (artefacto caprichoso e indócil, siempre se me revela), desde mi siempre, en definitiva (me apodero de la noción de eternidad porque el infinito me da vértigo), me gustó recalar sobre los pequeños detalles que hacen de la vida ese extraño y mullido lugar que habitamos (San Baudelaire, no me dejes caer en la tentación de sonar a libro de autoayuda). Las luces que se prenden al unísono a determinada hora de la tarde, la piel que se eriza de gusto cuando entra en el mar, el reloj digital, cambiando de las 11: 59 a las 12:00, el dibujo que las gotas de lluvia hacen sobre los vidrios, el atardecer desde el puente San Martín, rodear la plaza de Mayo a las cuatro de la mañana de un día de semana, esa carcajada sincera que robamos de soslayo a otro co-habitante del medio de transporte de turno, un perro ladeando la cabeza; miles de pequeñas cosas que se acumulan en mi memoria sensorial despertando gozo, miles de cosas que se me escapan y que me han hecho sentir feliz por un breve instante y que la injusticia de la máquina vetusta e incomprensible del cerebro nos obligó a borrar. El proyecto de mi vida, en algún momento en que lo ilusorio era posibilidad, consistía en salvar a esas pequeñas joyas cotidianas del abismo fagocitante del olvido, era tratar, con una erudición no intelectual, de recopilar todas esas perlas en un único objeto material que fue mudando su forma principal (un libro íntimo, una antología no personal, un registro de autograbaciones, un video documental sin argumento, un collage), todo junto, o todo sucesivamente, un trabajo de archivista para la sóla satisfacción de mi persona, para ver si así le gano al tiempo y a la injusticia, como un salvador, una heroína ignota y sin pretensiones de reconocimiento. Después vino el tiempo, y un penoso darme cuenta que tamaña tarea rozaba también el vertiginoso infinito que me aterra; después vinieron los años y me olvidé, me olvidé de los archivos, me olvidé de por qué quería tan tenazmente recordar aquello que me huía, sin embargo, un dejo de nostalgia siempre queda (San Baudelaire, ojalá nunca conozcas Buenos Aires y su melancolía omnipresente), y ciertos ritos se transforman en vicio inclaudicable sin que nos percatemos de ello y aunque más no fuese en mi memoria me obligué a mí misma siempre a conservar, a coleccionar minuciosidades. Probablemente todo esto que llevo escrito, toda esta profusión de anécdotas, no sea más que el producto de ese ejercicio irracional, probablemente sea la viejita bibliotecaria que vive adentro mío que no se quiere jubilar (perdoname Charlecito, no sé si podrás soportar esta ofensa hecha de mundanidad doméstica, no sé si la poesía me podrá perdonar).

He aquí un nuevo intento, la última y raída soga para rescatar algo del huracán del tiempo.

Elisa, una viejita maltrecha, con la cara comprimida y el cuerpo doblado mirando al piso; Elisa del caminar pausado, de los ojos húmedos ocultos tras una fina película blanca, su filtro mágico-visual personal o -como gustan despoetizar los médicos- sus cataratas.

Qué podría contar sobre Elisa, pienso ahora que la página me demanda un orden mental que hoy no vino (Santito, dame el poder de jerarquizar). Qué podría decir sobre alguien que no destaca del gris decorado (su piel es gris, su ropa es gris, su pelo es gris y su bastón es de un gris engreído disfrazado para salir, de un gris que juega a ser metal). Horas y horas de buscar en vano, llevo días tratando de buscar la razón, el motivo, la fuerza rectora que parece decirme que Elisa debe ser inmortalizada. No surge nada, nada risueño ni triste, ni patético. Empecé muchas veces con su real y bidimensional historia (al menos la que yo supongo, la que yo le creo, la que yo elijo que sea verdad para que el infinito que odio no me confunda tanto); entonces empecé contando sobre su marido general, sobre la enfermedad, sobre cómo él se suicidó comiéndose una pasta frola entera para provocarse un pico de glucosa. Pero eso no era sobre ella, estaba escribiendo sobre el general y San Baudelaire me libre y me guarde de dedicar una sola línea a las fuerzas armadas. Entonces volví a intentar (qué tezón, que enfermedad crónica es el obstinamiento) y empecé contando cómo ella entraba todos los días a la farmacia y con los ojos velados me decía: “¿se enteró que falleció mi marido no?”. Eso era todo, sólo tenía esa repetición rítmica como anécdota contable, y una frase no hace un texto para alguien que padece de mi incontinencia escritural (San Baudelaire, ¿por qué me negás desde hace tanto el don de la brevedad?).

Probé entonces falsear la realidad, como tantas otras veces me senté a mentir descaradamente, una historia compleja en realidad, porque en medio de una historia que hacía atravesar a Elisa por derroteros de lo más extravagantes (había intriga, política, sexo, y hasta un miembro de la generación beat involucrados), me di cuenta que estaba exagerando, que en mi afán de salvataje había construido a otra Elisa, le había insuflado la vida poniéndole este texto en la boca (¿el rabino de Praga está con vos San Charles? ¿el golem que lo atormentaba lo sigue como a vos tus flores del mal?, ¿comparten un edén post mortem destinado a los dadores de vida?, ¿quién más vaga por el paraíso literario?). Esa otra Elisa no era parte del pacto, no estaba urgida de perpetuación, la Elisa de verdad era viejita, demasiado anciana ya, no tuvo hijos ni nadie que fuera a recordarla, lo mío era contra reloj, deberé dejar los thrillers para más adelante, pensé, ahora hay una anciana de vida anodina que me urge la palabra.

Me entretuve mares de tiempo en encontrar una respuesta, siglos de pensamiento improductivo invertidos en lo inútil de buscar escándalos en quien carece de ellos, la Elisa real no es nazi, no es anarquista, Elisa no es ni peronista ni siquiera es radical (cosa que en mi escala evolutivo-política está apenas por encima de “ameba”); cultiva su forma personal, una suerte de credo político que busca fijar la vista en el árbol cercano, en ese árbol que –gracias a dios o al diablo- nos tapa por completo el bosque conflictivo. Elisa practica un catolicismo laxo y poco doctrinario, dice sentir un vínculo con dios que no precisa demasiados teatros intermediando. Ni siquiera eso me da Elisa, ni siquiera una excusa probable para dar rienda suelta a mi deporte favorito, a ese despotricar contra la religión de que gozo tanto (San Baudelaire, yo sé que comprendarás mi ateísmo, yo se que perdonarás que ni siquiera crea en vos mientras te hablo, exactamente igual que en cualquier iglesia, todos rezan para adentro y yo que pienso: a quién mierda le estarán hablando).

En fin, en todas estas cosas pensaba ayer, en mi casa cuando me armaba el porro que me iba a transportar hacia ese otro lugar del que disfruto tanto, y seguí pensando en Elisa más tarde, cuando ya estaba en ese espacio ingrávido y armónico en el que todo parece tener sentido, en el que entiendo todo, en el que pienso todo, en el que soy parte integrante del mundo.

(sí, lo logré, metí el ingrediente ilegal y polémico, sí, ahí está, una declaración estúpida para aderezar un poco la historia de la vieja Elisa, para destacarla sobre el montón de cuentos sosos; sacrifico uno de mis secretos para salvar a esta mujer del anonimato, me siento un cristo drogadicto en acto de crucifixión lisérgica). (autor busca corregirse: esto tendría que ir mucho más arriba en el texto: yo, lo aclaro, yo fumo marihuana y sé que Saint Charles, entre todos los santos, será el primero en disculpar mi desliz de humo evasivo).

No hay mucho más que sacar en conclusión sobre esta historia insertada por obra y gracia de mi capricho en un todo que siempre parece pretender expulsarla. Sólo una vieja solitaria que no me da nada para narrarla; sólo una obsesión de salvataje que me obliga a falsearla; una viejita sin hijos y con un marido diabético, goloso y suicida sobre el que mi conciencia anti-militarista impide que me explaye; solo yo, fumándome un porro, inmolándome en un altar de marihuana para que Elisa me acompañe hacia la otra orilla, hacia ese lugar en el que será un prócer de bronce, una estatua eterna de piedra gris y con bastón que yo sola admire. Una vez allí, mi santo poeta y yo, la contemplaremos extasiados.

jueves, 13 de mayo de 2010

espía

Me prometí hoy no contar ninguna historia triste, el día está soleado, es el cumpleaños de un buen amigo y ya conté demasiadas historias tristes; y leí por ahí que hay que evitar la repetición como quien evita a un leproso. Pero yo conozco a alguien con lepra y no lo evito, de hecho me parece que sus pequeños desarreglos físicos son preferibles a los ocultos y velados trastornos de la novedad. Por eso hoy, que no tengo nada más que hacer que contarme historias para paliar el miedo a no poder nunca más hacerlo, escribo que vi a alguien triste como quien pretende curarlo.
La mujer de Loperena no tiene cura, además de no tener tampoco un nombre de pila que me haya sido dado memorizar, desde ahora tendremos que llamarla así, como si el empleado del registro civil se hubiese equivocado en eso de llenar los casilleros y en donde decía “nombre” hubiese puesto “La mujer de Loperena” y en donde decía “estado civil”, hubiese agregado, yo qué sé, “Irma”. La mujer de Loperena no era alguien triste, pese a lo que el primer párrafo pudiese invitar a pensar; no, era alguien más bien alegre, hasta diría banal, que venía seguido a comprarse lápices de labios, esmaltes y tinturas; de vez en cuando venía también a tomarse la presión con su marido y a mí me gustaba atenderla porque era de esa gente que siempre lo bautiza a uno con nombres como: “querida” o “amorosa”, y para alguien que lleva como puede el beligerante nombre de “victoria”, semejante ternura nominal no es poca cosa.
(momento, acaba de pasar por la vereda de enfrente La mujer de Loperena, y si lo menciono no es porque quiera imitar a Cortázar en “Las babas del diablo” con el tema de las nubes que le pasan por abajo, sino porque es curioso que piense/escriba sobre ella y pase frente a mis ojos. quizás funcione con otras cosas, probaré en un secreto archivo aparte)
(no funcionó. he vuelto).
Hace algún tiempo atrás (el tiempo que hace que estoy tras las rejas de la farmacia es tanto que cuando digo tiempo quiero que vos leas años) vino La mujer de Loperena con su solícito y ligeramente lúgubre marido a tomarse la presión. La noté un poco nerviosa así que traté de actuar serenamente porque algo indescifrable en mí insiste en que la tranquilidad aparente contagia de la misma manera que la real. Sí, tenía una millonada de máxima y de mínima y traté de decírselo con calma para que no pensara en apocalipsis cardíacos. Fallé como falla siempre esta maniobra y La mujer de Loperena se puso muy nerviosa cuando escuchó el “veinte de máxima y doce de mínima” que no fue alivio para nada.
Si esto fuese una película, ahora una música intrigante estaría indicando que algo va a pasar; si esto fuese una obra de teatro, a lo mejor, el iluminador pondría ahora un seguidor con un blanco restellante sobre la camilla en la que estamos. Sería una película críptica, eso sí, como la que vi anoche, porque lo que dijo no fue a primera vista llamativo; sería una obra de teatro moderno, seguro, porque se limitó a decir una frase casi de uso doméstico, nada rimbombante o llamativa. Simplemente dijo: “Querido” (y me di cuenta de que mi nombre era también el nombre de todos, con los accidentes geográficos de género y número que correspondieran, queridos y amorosos éramos todos y hay ciertos socialismos que son decepcionantes) “deberíamos llamar a los chicos, a Silvia y a Ernesto, para avisarles”. El marido de La mujer de Loperena (cualquier mente sintética hubiese dicho Loperena, pero a esto se le llama ser vueltera) emitió un gruñido de afirmación no muy comprensivo que no entendí y la cosa siguió como venía: ella preocupada, él onomatopéyico, y yo que no sabía por qué el iluminador de la sala habría puesto el cha cha cha channnnn lumínico del seguidor. Al final se fueron a su casa a esperar a la ambulancia y yo volví a mi existencia anodina de mucho tiempo/años.
Al día siguiente el onomatopéyico marido de La mujer de Loperena vino a la farmacia y corrió el telón del arte escénico. Le hice las preguntas de rigor mortis y él me contestó lo esperable: su mujer estaba mejor, le habían dado algunas pastillas y poca cosa más. Se hizo un silencio. Interpreté que quería decirme algo más. No me equivoqué.
(empiezo a sospechar que ya no es curioso y, sobre todas las cosas, no es casual: escribo esto que pasó hace tiempo y entra el marido de La mujer de Loperena a comprar algo. quizás tras su fachada de casi anciano educado y aturdido haya un espía al servicio de una agencia internacional. quizás yo no sea esta intrascendencia con dedos que tipean sino alguien digno de ser vigilado. sueño el sueño de todo paranoico: tener un justificativo)
Y me empezó a contar que sus dos hijos habían muerto, Silvia en un accidente de tránsito y Ernesto de cáncer de pulmón, hace ya años, sí; pero que su mujer (dijo “mi mujer” y quizás ahí haya nacido mi dificultad para retener su nombre) a veces lo olvida. Me quedé en silencio como quien entiende perfectamente y él interpretó que no había comprendido, así que se explayó y me contó que le pasa seguido, casi todos los días, sencillamente se olvida de que sus hijos están muertos y lleva la existencia de lápices de labios, esmaltes y queridas y amorosas que me eran familiares. Hasta ahí su vida es una maravilla, porque nada más deseable para aquel que perdió a toda su progenie que, literalmente, olvidarlo. El problema parece ser que la existencia nunca es una maravilla, por definición es más bien todo lo contrario, y por eso mismo todos los días La mujer de Loperena se topa con algo, puede ser insignificante, puede ser verdaderamente importante, pero el tema es que en determinado momento algo del conspirativo mundo exterior, le da la pauta de que sus hijos están muertos. Y se entera de nuevo. Y ahí todos los días viene el llanto sin medida de una mujer súbitamente huérfana de hijos. Un llanto inenarrable al que, por respeto, sólo describiré con este punto y aparte.
Supongo que no le habré dicho nada demasiado inteligente en ese momento, sobre todo porque no hay mucho, imbécil o brillante, que decir. Seguramente debo haber huido verbalmente como huyo siempre que tengo miedo y le debo haber preguntado si consultó el asuntito este –del olvido, no de la orfandad de hijos para la que no hay especialista- con el médico. El marido de La mujer de Loperena es un lord inglés perdido en la selva de Sudamérica, así que seguramente me habrá explicado que sí, y que no hay mucho para hacer al respecto. Yo me debo haber mostrado recién informada, como si no supiera ya que no hay pastilla ni estudio para la tragedia. Los dos, satisfechos con nuestra esperable labor, nos habremos saludado como quien responde con reverencias al aplauso del público, y él se habrá ido, como bajando el telón.
(las novelas de espías suelen ser previsibles pero mi vida suele serlo mucho más; resultaba evidente que antes de que pudiera yo ponerle el punto final a esta historia, antes de que yo pudiera clausurarla como sus propios protagonistas no pueden, los espías tenían que volver, quién sabe si para controlarme, quién sabe para demostrarme qué; o a lo mejor fue para corregir esta historia, a la que el tiempo y mis dedos equívocos dieron un rumbo inexacto. lo cierto es que a manera de coda, como si los actores volvieran a escena mucho tiempo después del último y tardío aplauso, después de haber escrito ‘telón’ entraron La mujer de Loperena y su marido con una excusa tonta, ocultando mal lo que vos, yo, Philip K Dick, el Indio Solari y todos los paranoides del mundo bien sabemos: que nos están observando. observada la corrección que buscaban, procedo a plasmarla porque, si hay algo que no me caracteriza, es la valentía, si viene la CIA y me pide que ponga por escrito “Yo maté a Kennedy”, lo único que voy a preguntarles es si además necesitan que aclare mi nombre y ponga número de documento; si los ancianos espías, por desvalidos que parezcan, quieren que cambie algo de este texto, no tengo más que decirles: “esperen que tomo nota” y copiar lo que me dicten, coma por coma. La mujer de Loperena ya no es lo que era, pasando por la vereda de enfrente de la farmacia no pude yo, más temprano, notarlo; poco queda de su coquetería ya, despeinada y con el pelo blanco, traslúcida, grisácea. deshecha. me dio vergüenza mirarla así que me limité a tener contacto, casi exclusivamente, con su marido, él me miró durante un segundo y tras su porte de mayordomo alicaído pude leerlo todo: ya no había más amnesia selectiva, no había más descubrimientos trágicos, no había, literalmente, más penas ni olvidos; había en cambio ese término medio, la deriva blanca, el desconcierto de quien vive exactamente en cada escisión de la tierra agrietada. como si fuera su cruz, llevaba para siempre el gesto de sorpresa, el espasmo.
no miré a la espía a la cara, por pudor y por cobarde. con los ojos fijos en el suelo, me limité a desear con violencia que ella y el mayordomo inglés se fueran. apenas si alcancé a escuchar –o a recordar- su voz que me dijo: “Adiós, amorosa”; y me apuré a quedármelo, furtiva, como quien se lleva una piedra de las ruinas).

jueves, 22 de abril de 2010

YPCVA

No quise decirle la verdad a Stamponi, no le quise mentir tampoco, así que más bien me limité a mover la cabeza de manera ambigua, a girar mis ojos por las paredes del living y cambiar de tema radicalmente; con la tranquilidad con la que uno asume tener una conducta extraña, con la simulada altanería con la que, por ejemplo, entraríamos a una fiesta de gala vestidos de jogging. Disimulá, me dije, disimulá.

Lo cierto es que no podía decirle a ella, que es una buena persona, que confía en el mundo, que cree en que existe una justicia, que sí, que yo mataría a alguien. Y que no es uno de esos juegos en los que te dicen: “viajás a 1907, estás en una exposición de arte y de pronto ves a un pintor medio pelo, berretón y de mal carácter, llamado Adolf Hitler. ¿qué hacés?”. Ahí es fácil, no, yo hablo de matar a alguien aquí y ahora, sin artificios, alguien que uno no sabe que (si) se va a cargar seis millones de tipos. Alguien. Alguien que amplifique nuestra maldad y la haga explotar por los aires, volar. Alguien capaz de convertir el verde prado de la vida en un teatro ciego, blanco, un desierto. Sí, pensé para mis adentros, lo único que me separa del asesinato es el miedo (lo único que me separa de casi todo en el mundo es el miedo, pero ese es otro tema, hablamos de matar a un Hitler moderno, a un Videla en ciernes), ¿el miedo al castigo?, sí, un poco; pero más que nada el miedo a secas, el miedo al odio desatado, el miedo al miedo.

Hablé con Stamponi de cualquier otra cosa, siempre me da vergüenza confesar mis bajezas, pero sin embargo no olvidé mi asesinato tácito, el que realizo todos los días párpados adentro cuando la yegua puta cara de verga atrofiada (no sé su nombre exacto, pero si existe algo de justicia en el bautismo, debe llamarse más o menos así, por lo tanto, de ahora en más: Y.P.C.V.A), entra a la farmacia, se pesa y empieza con su cantinela de puteadas infames; no me putea a mí, no, eso sería bueno, eso me daría la excusa para salir y patearle la cabeza con saña. Putea a sus dos hijos, uno que tiene, aproximadamente doce años y al que, supongo, puso por nombre “retardado mental” (dado que así es como lo llama); y el otro de unos ocho años, al que puso el más escueto “pelotudo”, así sin segundo nombre posible. Los motivos del enojo de YPCVA son muy variables, a veces los insulta porque los chicos se mueven, otras porque también quieren pesarse ellos, pero la mayor parte de las veces, los putea simplemente por respirar.

Una vez, el más chico, pelotudo, osó tratar de hacerle una broma a su madre, y mientras ella medía sus inamovibles 50 kilos en la balanza, y añadió a la misma el peso muerto de su mochila de escolar, haciendo que la aguja subiera unas cinco rayitas; el resultado de la chanza no fue agradable de ver, dado que la infalible progenitora comenzó a golpearlo incesantemente con su puño cerrado en la espalda, casi como en un cuadro de catch patético. También le asestó unos cuantos golpes al más grande, supongo que a manera de higiénica prevención y porque, como blanco, le resultaba tanto menos esquivo.

Yo odio a YPCVA. La odio visceralmente, la odio como nunca odié a nada ni a nadie en toda mi vida, la odio más que a Hitler, que a Videla, la odio más que al capitalismo. No sé si estoy siendo clara, pero yo quiero que ella se muera. Cada vez que sale de la farmacia, y yo mezclo una fuerte dosis de indignación con otra, aún más grande, de vergüenza por mi cobardía, yo deseo que le pase algo que la borre de la faz de la tierra, que la pise un bondi, que le dé un paro cardíaco, que alguien le meta los cinco tiros que yo no me atrevo. Algo. Cualquier cosa. Todos los días ella viene, grita, insulta y todos los días yo imagino un nuevo procedimiento que le procure una muerte violenta. En mi furia homicida imagino que los chicos saltan con alegría alrededor del cuerpo de su madre, sus guardapolvos (siempre están volviendo del colegio) blancos al viento son banderas flameando en señal de que por fin ha terminado la tiranía. Yo la odio. A mí me importan poco las razones que tenga su furia. No me interesa cuán sinuoso pudo haber sido el camino que la condujo a ser este monstruo, no hay lugar para la explicación biográfica. La amputo como posibilidad.

Ella es todo a lo que le temo. Ella es la injusticia a la que no puedo enfrentarme, ella es el espejo que me devuelve cobarde, mezquina, mirando desde mi mostrador cómodo cómo todo funciona mal en este mundo, y a mí no me da el coraje para gritar, para echarla a patadas y decirle que no vuelva nunca. Ella es toda la teoría revolucionaria que no puedo aplicar. Ella no es sólo la encarnación de la maldad, sino también la de mi pasividad. Y cada golpe que les da a sus hijos, cada grito, es una trompada en la cara de mi orgullo.

Un día se va a morir, un día, quizás, incluso, saliendo de la farmacia, un camión me haga el favor de pisarla. El problema es qué hago yo con mi cobardía. El problema es cuándo podré yo izar la bandera de mi guardapolvo, prenderle fuego a mi trinchera y gritar a los cuatro vientos “hemos vencido”. Cuándo podré volver a mirarme a la cara.

No le dije nada a Stamponi, si me da vergüenza confesarme una asesina hipotética, cuánta más me da, a veces, no haber matado.

jueves, 8 de abril de 2010

placebo

Las diferencias cromáticas han demostrado tener todo que ver con el devenir de nuestra existencia; nuestras vidas giran en torno a la falacia perceptiva que denominamos color, así es, a ese pequeño error del ojo humano que nos conduce a captar la luz de maneras distintas, debemos gran parte de nuestros estados anímicos, nuestra personalidad se forja de hecho muchas veces, en los marcos de los colores que nos rodean. Una persona será gris, y teñirá su vida entera de este color, sus objetos y sus ocupaciones, sus días y sus noches, sus afectos, todo encerrado en una gama variable apenas de tonalidades grisáceas.

Soy una ferviente convencida de que cada persona puede estar (y de hecho está siempre) ubicada en un lugar preciso e inamovible de la escala de colores. A veces a conciencia, a veces muy a su pesar, a veces sin darse cuenta siquiera, pero es imposible escapar a la cárcel cromática que nos construimos alrededor (o nos construyen, vaya uno a saber).

Yo, por mi parte, hice de ese detalle para muchos insignificante, un modo de vida, un juego violento al que me entrego hace años, sin otorgarme concesiones de ningún tipo, sin sufrirlo particularmente tampoco. Yo desde hace años me visto completamente de negro y así me obligo a seguir a rajatabla un código estricto que, de ser violado, en el hipotético caso de que yo me fallara a mí misma y a mi exigente jurado del cual soy único miembro, traería aparejada una debacle personal que avisoro de proporciones trágicas; como si fuera una mezcla de mal agüero o señal desafortunada, de esas que indican que ya nada será como era, que ya nada será como antes en un sentido siempre desagradable; si yo rompiera con la tradición que me he fijado, toda suerte de desgracias lloverían a mi vida. Sé que esta es una idea infantil y poblada de superchería ridícula, pero dada mi escasa propensión a caer en ideas vinculadas a cualquier clase de mística del pensamiento, me permito sin culpas ese lugar extraño, lo considero como mi excentricidad privada, una religión simple e íntima para uno.

Conocí, sin embargo, a alguien que compartía mi minuciosa autoexigencia. Como suele hacer la vida, me encontré un buen día frente a un espejo extraño, una de esas imágenes que cuando nos son devueltas, producen un ligero escalofrío, un diminuto espanto. Rosa era una chica problemática, de edad incalculable y mirada perdida, vivía en una institución para personas con deficiencias mentales que quedaba cerca de la farmacia; pero lo más importante para mí, es que Rosa, al igual que yo, era una extremista. De manera paulatina, tal y como hace cualquier obseso, había llevado a toda su existencia cotidiana a girar alrededor de lo único que parecía importarle: el color rosa. No se permitía a sí misma, ni permitía al resto del mundo obligarla a entrar en contacto con nada que no fuese de ese color, desde su ropa, hasta los más nimios objetos personales; desde la comida, hasta el jugo de pomelo sintético; nada que no fuese rosa podía entrar en contacto con su cuerpo, nada que no fuese rosa quería ella ver; de hecho, estoy casi segura de que en nada que no fuese rosa recalaba.

Nunca pude llegar a saber (vergüenza, pudor, miedo de estar pisando muy en el vacío) si el objeto de su manía era casualmente coincidente con su nombre, o si, por el contrario, era su nombre el que la había marcado hasta el punto de obligarla a portarlo cual emblema, como un hombre en la edad media cargaba con el pesado escudo de su familia sobre el pecho, como ese mismo hombre haciéndose matar para limpiar la honra mancillada de su apellido, de esa sucesión precisa de letras que había pasado a ser más importante que la materialidad que lo portaba. De esa misma manera rosa se había hecho carne de su nombre, había dedicado su vida a venerarlo a él y a su significado (cómo haría yo para hacer lo propio?, ¿qué nueva religión habría de inventarme?, ¿cómo haría para venerar a la victoria en cada momento de mi vida?).

Rosa a veces se ponía un poquitín nerviosa, se dejaba ganar, digamos, por una ansiedad que la devoraba. Pequeños destellos de colores varios que le resultaban inmanejables, tan inmanejables como ella se ponía para su contexto. Me contaron que en una oportunidad rompió varios muebles de color madera, que otra vez, víctima de una impaciencia convulsiva tomó a golpes a una compañera que no entendía que ella nunca se iba a poner esa bufanda verde que le ofrecían y la vejaba, en otra oportunidad, quiso huir de una carne muy marrón de tan cocida, y rompió un vidrio enorme en su retirada intempestiva.

En esos breves momentos de tensión, ráfagas de una ametralladora de ideas incontrolables, entraba a jugar la farmacopea. Las diminutas pastillas de placebo rosadas que le fabricábamos eran como un truco de magia efectista: inmediato. Como si incorporar el rosa otra vez a su cuerpo la salvara de la contaminación multicolor a la que la habían sometido, las grageas la devolvían a su universo ideal, tan rápida y milagrosamente que yo siempre consideré a su placidez de adicta imaginaria, como el estado más perfecto del espíritu. La imagen asustaba un poco, sin embargo, provocaba el mismo escozor que provoca cualquiera que abrace sin pudores su pasaporte al paraíso artificial de turno; el mismo miedo a verse a uno mismo con ese rictus de armonía fabricada en la cara, el mismo miedo a no poder nunca más prescindir de esa pastilla, de ese polvo, de ese yuyo, de ese vaso o de esa persona que nos transporta hacia el otro estado de las cosas, exactamente el mismo miedo a que alguna vez la enfermedad, el médico, la clínica de rehabilitación, la voluntad del otro implicado o el deterioro económico y de nuestra manía, nos obliguen a claudicar del vicio. Es el mismo pánico a verse así de feliz y necesitado.

De todos modos, siempre creí que sería hermoso paliar las penas de todo el mundo con pastillas inocuas del color de preferencia. Yo misma, si mi incredulidad lo permitiera, tal y como hace rosa, me habría atiborrado de comprimidos inertes teñidos de negro; diminutos trocitos de noche que me aseguraran que cierta oscuridad calma.

Mientras tanto, rosa y yo seguimos viviendo en universos paralelos, en mundos de colores inconjugables; mientras tanto, nos inspiramos terror o nos ignoramos alternativamente.

Mientras tanto, todos tragamos placebos para posponer el miedo a carecer de ellos.