jueves, 15 de noviembre de 2012

ermitaño

Tenía doce años cuando, en un viaje familiar, hice un descubrimiento que iba a ser de suma importancia para el resto de mi vida. Estábamos en medio del monte espeso. A mí me asustaba un poco ese exceso brutal que a veces puede demostrar la naturaleza desatada (todavía me asusta), así que no me separaba demasiado de mi mamá que –tal y como es su costumbre- conversaba animadamente con la única persona ajena al núcleo familiar, en este caso, el guardaparque.
La conversación naufragaba en intrascendencias: alguna curiosa costumbre animal, alguna llamativa extravagancia climática. Súbitamente, en el corto horizonte que proponía la vegetación, hizo su aparición algo que se me antojó poco más que un espectro. Cubierto de harapos, con el pelo larguísimo, ajado y desordenado, y la barba tupida que le devoraba los rasgos, alcancé a señalar a ese hombre con un gesto interrogante y toda la discreción que exigían mis buenas y jóvenes costumbres ciudadanas.
-Un ermitaño –me contestó el guardaparque-. Vive en un rancho destruido, bien adentro del monte. No habla con nadie. Ni yo sé cómo se llama.
El hombre se perdió en lo verde y, con idéntica seguridad, con el mismo paso pesado, entró en mi memoria para siempre.
A partir de ese día, el ermitaño o, mejor dicho, la idea del ermitaño, se convirtió en mi válvula de escape, vivía en ese espacio íntimo y privilegiado que todos merecemos, ese lugar al que, si todo lo demás falla, iremos a caer. Desde entonces, todas las veces que sentí, que pensé que este mundo, lisa y llanamente, no era para mí, todas esas –desgraciadamente- muchas veces, el ermitaño vino en mi auxilio y con su caminar cansino, el paso del que no va al encuentro de nadie, me marcó el camino: si todo empeoraba aún más, si todo se iba un poco más al tacho, podría seguir su ejemplo, podría perderme en el bosque atroz y prescindir de una vez y para siempre del trato de los hombres.
La adolescencia se volvió más tolerable gracias al ermitaño. Mis amigos más depresivos imaginaban su suicidio, su funeral y se vengaban con esa muerte ficticia de sus padres, de sus novios y hasta de mí, seguramente. Mis amigos más optimistas fraguaban unas huidas estrambóticas, unas escapadas del seno paterno que dejarían a todos boquiabiertos y los depositarían, mediante maniobras desconocidas hasta para ellos mismos, en alguna playa del Caribe, en la que atenderían un bar y no tendrían que obedecer a las rígidas reglas ajenas.
Yo tenía al ermitaño.
Y pensaba que si me rompían mucho, mucho las pelotas, yo era perfectamente capaz de largarlo todo, pero todo, y para siempre.
Los años fueron pasando y la adolescencia me abandonó (pese a mis reclamos y pataleos) pero me dejó al ermitaño, al que, hasta ayer, todavía atesoraba, al que, hasta ayer a la tarde, nomás, todavía me abrazaba y sobre el que muchas veces pensé que era el núcleo constitutivo de mi personalidad, el centro intocable e inaccesible para el resto, mi frontera a defender.
En él estaba pensando ayer a la tarde. Estaba fatigada de toda fatiga. Estaba exhausta. Estaba empezando a seguir con la vista su camino hacia la espesura, su invitación y empezaba a decirme –como me digo- que esta vez sí, que esta vez sí podía no volver a hablar con nadie, podía no ver a nadie nunca más. Ser uno solo con el horror de la naturaleza.

En eso estaba ayer a la tarde en la farmacia cuando entró Susy Marino y leí en su rostro algo absolutamente nuevo.
Susy Marino, debo decirlo, es una persona absolutamente encantadora. Una mujer de unos cincuenta años sobre la que, si tuviera que decir una sola palabra, elegiría “efervescente”. Es simpática, divertida y apasionada, y si bien no comparto sus objetos de apasionamiento (a veces es la astrología, a veces los ángeles, a veces la aromaterapia), algo en la alegría con que los comunica al mundo, con que los comparte con el resto, genera un contagio, además de un profundo respeto. Para mí, que creo que el contagio de entusiasmo debería ser causal de canonización en vida, cada vez que Susy Marino entra a la farmacia y me pide alguna chuchería (es adicta a los esmaltes, vicio relativamente barato e inofensivo), es un placer ofrecerle posibilidades, colores, texturas, formas para que ella pase diez o quince minutos pensando, diez o quince minutos en los que su gesto pasa de serio y reconcentrado a la sonrisa única del que encuentra, por fin, exactamente eso que estaba buscando.
Ayer a la tarde, en cambio, ni bien entró, leí en su melena hirsuta y colorada, en su llamarada, el signo feroz de la tragedia. No demoró mucho en confirmarme la desgracia, su voz era casi un grito ahogado cuando me dijo que Cacho había muerto. Cacho, su marido, el amor de su vida, su compañero, tuvo un infarto que lo dejó durante horas asomado al abismo de la agonía. Horas que fueron vidas, me dijo Susy y la entendí a la perfección. Entendí a la perfección, también, que ahora ella necesitaba narrármelas detalladamente.
No voy a contar lo que me dijo Susy Marino. No voy a hacerlo porque no debo, porque no sabría cómo, y porque contar algo semejante sería exactamente igual que profanar lo más sagrado. Bastará decir que Cacho pudo despedirse serenamente de sus hijos, pudo resignarse a perder la vida y pudo hacerlo mirándose en los ojos de su mujer, mientras le decía un simple y contundente, un último “te amo”.
Después murió.
Y yo debo hacer silencio por un rato.

Cuando Susy Marino se fue de la farmacia sentí que yo también, serenamente, me había despedido. Había abandonado al ermitaño y su posibilidad para siempre, lo había dejado perderse en el monte, solo; que se convirtiera, por fin, en el ejemplo que yo nunca seguiría. Cuando Susy Marino se fue de la farmacia yo ya sabía que mi deber, mi única realidad, mi único escape posible estaba en el amor. Y no sólo en el amor romántico, no sólo en el amor de pareja, no sólo en la enorme valentía de atreverse a ser con otro, en otro. No. Supe que animarse a amar a otro era animarse a amar a todo y a todos. Supe que de nada me serviría el abandono de la sociedad, que la angustia no iba a obturarse no bien les diera la espalda a mis semejantes. Supe que mi lugar está en este mundo, que mi lugar está con el resto de los hombres y mujeres, que es con ellos con quienes quiero y debo construir, a su lado. Aquí y ahora. Que sólo se puede ser con los otros, honrándolos, rindiendo los profundos honores que merece el maravilloso acto de saberse acompañado.
Y supe que eso era, en toda su infinita extensión, la palabra amor. Y que el amor era una elección que ya me había tomado.

Me despedí del ermitaño para siempre.
Mi último deseo fue un mundo del que puedas despedirte diciendo te amo.