lunes, 15 de febrero de 2010

vino

El encanto del vino, elixir morado que da vida, líquida belleza que alivia todos los dolores, he ahí, el único remedio en el que creo (otros los hay, pero por razones estrictamente legales, he de dejarlos de lado en esta alabanza improvisada).

La vida me ha conducido por lugares extraños, me ha llevado, a la rastra las más de las veces, con mi absoluto consentimiento en escasas oportunidades; me ha paseado por mil y un paisajes de los que poco y nada recuerdo. Lo único fijo en mis viajes, la única costumbre que nunca pudo perecer después de tantos rituales oscilantes, ha sido la bebida, disparador eterno de mi mente hacia otros lugares, hacia todos los lugares; el vino ha sido el único sujeto permanente; los bienes materiales son un aroma evanescente, las personas que me rodeaban han ido cambiando de a poco, de uno en uno han ido abandonándome e integrándose a mi vida alternativamente, así hasta que de pronto un día me di cuenta de que aquellos que estaban alrededor eran seres enteramente nuevos, así, de uno en uno me deshojaron, emprendieron la retirada incluso aquellos que hubiese creído inobjetables, aquellos que consideraba constantes. No siempre fui víctima, claro está, en ocasiones también fui yo la responsable de mil y un desplantes, torpes, toscas formas de perderme en la espesura, vanos intentos de volver a la tierra de los desconocidos. Dejé de llamar adrede, puse excusas verosímiles y no tanto, mentí obviamente, todo para aquietar un ánimo interno y torturante, un pequeño taladro en mis oídos, un alguien que gritaba: ¡¡¡perdete!!!

“El vino es mi mejor y único amigo”, me dijo Carlos un día. Completamente fiel a esa amistad que llevaba años, conocí a Carlos una mañana en la que su andar tambaleante lo hizo entrar a la farmacia; necesitaba con urgencia un calmante para los espasmos estomacales de su novia (qué desagradable, recuerdo haber pensado, un hombre grande usando el vocablo “novia” con el adjetivo posesivo “mi” en tiempo presente, a veces me entretengo en devaneos gramaticales, en tren de explicar mis sensaciones). La misma (no volveré a repetir la palabra citada, me recorre un escozor desagradable en el lugar en el que radico a mi buen gusto) lo había soltado a la calle temprano, tempranísmo, con el secreto anhelo de comprobar que los dichos de sus allegados estaban equivocados, con el fin de comprobarse a sí que Carlos no era un borracho irrecuperable; lo había arrojado a la vereda de las tentaciones, eso sí (a veces uno prueba, buscando desesperadamente reducir la posibilidad de equivocarse), lo había dejado salir a una hora en la que le parecía poco probable que su novio (por dios, qué persecución; la palabra cambia de género, se camufla y pasa desapercibida la barrera que le había fijado) se entregase al vicio: no es habitual que la garganta exija un trago a las ocho de la mañana.

Contra todo pronóstico, Carlos había posado sus ojos sobre el estante destinado a las bebidas espirituosas en el almacén de la cuadra, contra toda lógica, había invertido parte del dinero encomendado, parte de ese fondo de confianza que le habían depositado, había comprado unos cartones a manera de reencuentro infiel con su otro amado; contra toda sana costumbre hepática, liquidó el contenido de las cajas en un zaguán cercano, con la ansiedad que a veces se tiene por volver a abrazar al amigo más querido, con la avidez de ponerse al tanto, de volver a ser parte de la vida de ese otro adorado. Contra todas sus dificultades motrices, al rato volvió a incorporarse, trató de dar por finalizada la reunión, y de volver a sus faenas habituales.

Cuando finalmente llegó a la farmacia, el olor etílico lo presentaba. Ante mi sorpresa (eran las diez de la mañana y yo pensé: dios quiera que este hombre no haya dormido, o que sea miembro de una secta rusa que desayuna con vodka), Carlos logró articular un pedido, logró recordar lo que su amada (eso sí, eso sí me lo permito) a estas horas ya estaría dando por perdido; su sorpresa, sin embargo, no fue grande cuando notó que el dinero sobrante de la parranda fraternal no alcanzaría para adquirir el digestivo capaz de calmar ya no sólo al irritado organismo de la citada (sí, ya sé que “citada” es terminología policial, pero ya les dije que el “novia”, me lo tengo prohibido), sino también a su agotada paciencia. Su carencia me importó poco, la verdad es que motivada por vaya uno a saber qué simpatía autoinducida, por qué lástima, por qué complicidad, dejé que Carlos se marchara con el medicamento abonado por la mitad, pensando que nunca más volvería a ver a ese beodo que me inspirara ternura, que me recordara algunos espejos en noches vaporosas.

Al día siguiente un Carlos más repuesto entró a la farmacia, agradeció la cortesía, abonó la diferencia, me explicó las nefastas consecuencias que habría traído una negativa mía e inició una amistad casual, todo esto en una misma visita (qué fácil soy a veces, como amiga resulto demasiado promiscua).

Si algo sé sobre la bebida, si algo he podido teorizar sobre el hermoso y relevante acto de beber, es porque Carlos motivó en mí, no ya que comenzara a entrenar en ese deporte en el que hace tiempo competía de manera casi profesional, sino que me invitó a que reflexionara sobre el hecho del vino en sí mismo; Carlos fue una parada en el camino, un mirar hacia los lados, tal y como hace el viajero, para ordenar los elementos del paisaje y sentirme muy sola y acompañada al mismo tiempo.

Su célebre máxima ya arriba enunciada, fue una conclusión que sólo pude compartir tiempo después de que él me la expresara, mucho tiempo después de aquella primera y accidentada entrada triunfal de Carlos a mi vida, mucho tiempo después, cuando hasta Carlos se había esfumado de mi cotidianeidad después de pelearse con su novia vecina (en fin, he aquí la lección central de todo lo escrito: la letra siempre vence a la voluntad, y si la palabra novia quiere aparecer, aparecerá no importa cuánto ni cuán fuertemente me le oponga). Carlos se fue de mi vida, en parte por la inevitabilidad del movimiento social, en parte porque su novia (cuánta resignación), nunca conservaba un pretendiente, no importaba cuál fuera su estado alcohólico; y en parte también para comprobarnos su teoría (comprobarnos a él y a mí, nada tienen que ver ustedes o su novia a la que detesto nombrar en esta huida). Los amigos, son circunstanciales, decía, todo el amor que deposites sobre un ser humano, más tarde o más temprano, van a devolvértelo, a veces, te lo van a tirar por la cabeza, a veces te lo van a escupir, a veces, tendrás que arrancárselo a la fuerza a alguien que se niega a soltarlo, pero lo único fijo es que ese amor, va a volver a casa.

El único que no es así, el único que siempre va a querer recibirte, al único al que siempre vas a querer recibir es al vaso lleno, al cartón colmado de belleza bordeaux. El único amigo posible. El único incondicional, el único duradero.

Pienso en Carlos justo antes de mirar a través del vaso que se termina. Pienso en otros viejos amigos a los que quiero fervientemente no ver nunca más. Pienso en cómo y por qué todos a la larga se terminan por ausentar. Pienso en pedirme otra copa en este preciso instante. Hoy pienso alabar a la amistad.

1 comentario:

  1. brindo con el vaso lleno por el vaso lleno. amistad que no se le brinda a cualquiera, la bebida. yo me le brindo, sí. y ella a mí también. seré una elegida. salú.
    (esta es una farmacia maravillosa, por cierto. la disneylandia de los poetas parece. y los borrachos, claro).
    hago en su nombre una reverencia.

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