jueves, 4 de marzo de 2010

calle

Ya de chica mi cerebro funcionaba así, cuando mis amiguitos se enojaban con sus padres, con sus hermanos, con el mundo, todos tendían siempre a evadirse puertas adentro, debajo de la mesa, en el baño, atrás de los sillones, en el programa de televisión que estuviesen dando; yo no, cuando el mundo conspiraba en mi contra (demasiadas veces mina mi memoria la sensación de desaliento a perpetuidad, como si la desgracia momentánea de mi infancia no fuera más que un augurio de miles de desgracias futuras, como un signo innegable coartando para siempre mis posibilidades –una simple exageración infantil, o el presagio prodigio de una bruja innata-), cuando se me terminaba el aire de una casa atestada de adversidades, ahí mismo me surgía desde las fauces mismas del infierno en miniatura que era mi cuerpo, bullía la necesidad imperiosa de la fuga. No fuga en el sentido romántico del niño de la fábula que envuelve sus ínfimos petates en un trapo mugriento que ata al palo de escoba con el que yirará por el mundo, no, no era parte de mi naturaleza ese espíritu aventurero, no era propio de mi niñez, cargado ya mi universo conocido de algunos de los mil y un peligros que abundan hoy en día en la ciudad para un infante. Lo mío era mucho más cercano a un movimiento espasmódico, a un reflejo convulsivo e inmanejable que agitaba mis pies en la dirección opuesta a la que sigue el chiflete que se cuela por el resquicio mal sellado de la ventana, un tic violento que depositaba mi confusión y mis miles de atribulaciones exactamente allí donde la amplitud del espacio no me asfixiase, exactamente en la calle.

En todo comercio barrial que se precie, la fauna autóctona puede observarse miniaturizada, casi una caricatura demasiado precisa de la sociedad que lo circunda. Por todo comercio barrial que pueda ser considerado tal, desfilarán entonces: familias disfuncionales, familias sospechosamente normales, vecinos chusmas, viejitas necesitadas de consolación, hombres recién separados buscando rehacer su vida, mujeres recién separadas buscando entender qué era eso que antes llamaban vida, consorcistas indignados por el desperfecto de turno, señoras preocupadas por la salud de su gato, señores indignados por el despeño de su club, o del club contrario, el tonto del barrio, la mística, la mala, la candidata a santa, el nazi, el viejito anarquista, la eterna hippie envestida de comunista, el viejo verde, la bruja necesitada, en fin, todos estos y toda una serie de etcéteras, que no me alcanzan ni el tiempo, ni la voluntad, ni la capacidad rememorativa para especificar. Pero por sobre todas las cosas nunca falta el loco o la loca que genere miedo, ternura, y rechazo y piedad por igual. Por supuesto, no me podía faltar el honor (que el dios no quiera nunca que me falte la gracia del ejemplo), yo debía llenar ese triste casillero que debía ser completado a toda costa, y mi víctima propiciatoria no podía ser más ideal. Norita era un espécimen extraño (el diminutivo no es un obsequio de la confianza, es simplemente su nombre, ella se llamaba norita, como quien se llama maría, josé, como yo, que no me llamo victorita), nadie podía determinar con precisión el momento exacto en el que su gesto confundido dejó de pertenecer al universo de lo psicológicamente aceptable, algunos murmuraban explicaciones desvaídas sobre influencias varias de décadas de soledad acumulada, otros en cambio, ensayaban explicaciones un poco más pintorescas, un poco más plagadas de efectos especiales, y mencionaban la muerte súbita de un ser querido (aquí había opciones muy amplias que iban desde un hijo o su madre sobreprotectora hasta un novio de la infancia que con su desaparición la habría dejado trastornada). La pobre norita no tenía explicaciones creíbles, de hecho, la pobre norita no tenía prácticamente nada, ni explicaciones, ni certezas, ni cordura, ni dinero, ni dientes frontales, ni buen gusto para el maquillaje, ni un alma que la amparase, no tenía un pasado conocido, ni un presente aceptable, ni un futuro promisorio; no tenía sueño, no, norita por sobre todas las cosas nunca tenía sueño y ese parecía ser a simple vista la carencia más torturante, no había pastilla en este mundo, no había abuso de sustancia posible capaz de entregar a norita a los dulces y reparadores brazos de morfeo.

Todos los días venía a la farmacia con su cara desencajada y sus tics prolíficos y multiplicantes a pedir ayuda al respecto, todos los días escuchaba yo su saludo gritado (una suerte de queriiiiidaaaa que empezaba a proferir desde la vereda) y acto seguido la súplica: hace dos días que o duermo ¿no tenés nada para darme?. En el Moyano Norita no destacaba –supongo- del resto del panorama, abundante en suicidas fallidas y esquizofrenias varias, no, la patología de norita no era lo suficientemente estridente como para ameritar una atención desmedida, se contentaban con extenderle una receta y algunas muestras de pastillas que ella no llegaba a distinguir bien para qué eran; se manejaba por instinto, quería dormir y probaba, una de las celestes primero, una blanca después, una grande, una alargada; así sumaba en su haber ansiolíticos, antidepresivos, analgésicos, antigripales, todo junto, todo mezclado y obedeciendo a vaya uno a saber qué lógica íntima que norita nos ocultaba; todo girando en su sangre, todo anulándose y desconcertando quizás a un organismo que, confundido, no sabía bien, qué era lo que se pretendía que hiciera. Una vez a la semana yo trataba de poner en vano un orden a la vida de norita y, a falta de otros recursos más productivos, empezaba por ordenarle la medicación: este tomalo con el desayuno, este con la cena, este cuando te duele la cabeza, y así hasta el infinito de posibilidades medicamentosas. Una vez a la semana fallaba yo estrepitosamente y me juraba a mí misma no hacerlo más; al día siguiente otra vez: queriiidaaa, no puedo dormir, ya tomé pastillas y no pego un ojo.

¿En qué se parecía la vida de norita a la mía?. Ya sé que esta no es una pregunta que le surja a cualquiera que se encuentre con ella, preocupados como estamos todos por distinguirnos de mortales de dichas características, pero sí es una pregunta que me surge siempre a mí, enferma de autorreferencia que tiene la teoría molecular o atomista de que algo de sí hay en todo el resto, convencida como estoy de que no sólo en la anatomía humana nos parecemos, sino también en nuestras patologías. Creo, en definitiva que un loco (así, sin correcciones políticas de ningún tipo, ni persona con problemas, ni alterada, ni débil mental, loco, en el estado de naturaleza oral que aflora de la boca cuando cualquiera se cruza con norita por la calle), cualquier loco no es nada más que alguien a quien una idea se le hizo vicio, una idea puntual, como cualquier idea, un globo imaginario que se hinchó en el cuerpo condenando al resto a vivir atrofiado. La teoría puntual es que ese globo inflamado está latente en todo el resto de nosotros, de ahí que sea importante para mí ver cuál es la parte sobredimensionada en norita, y comprobar que en mi propio cerebro eso existe, disminuido quizás, deformado y soportando el peso de mi propio globo aerostático, el mismo que por pudor, decencia y reserva oculto de la mirada de todo el resto.

Otra vez: ¿en qué se parecía la vida de norita a la mía?, bueno, resulta que la loca y yo compartíamos una tendencia fuguística, ambas estábamos convencidas de que en la calle encontraríamos el sosiego que la vida puertas adentro no nos daba; norita noche tras noche salía a caminar por las calles del barrio para saber si el agotamiento físico, para saber si tanto pisar baldosas la ayudaba; así se pasaba toda la noche caminando apresurada para ver si alcanzaba a la calma. Yo, por mi parte, ya no peleo con mis padres, ya no me enojo con mis hermanos, ya no estoy en edad de esconderme debajo de la mesa para llorar, y tampoco me meto en la suave casa de sábanas blancas que tanto frecuentan las personas de mi edad, no, yo, como norita ahogo mis penas en la vereda, confío en que la calle es el mejor remedio que hay, yo, como yo misma, escapo a la desgracia en la dirección opuesta al viento que invade desde la ventana. Yo tengo la esperanza de que mi globo mental se desaire un poco en la calle.

¿Quién sabe?, quizás nos encontremos alguna noche, norita y yo, caminantes insomnes, quizás nos crucemos en alguna esquina. ¿Quién sabe?, quizás yo trate de ordenar sus pastillas y ella haga lo propio con mi vida, sí, quizás norita y yo seremos grandes amigas en alguna calle, algún día.

1 comentario:

  1. insisto en que esto está cada vez menos baldío. por ende, menos solo. qué alivio.

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