martes, 9 de marzo de 2010

indecisa

No me considero una persona particularmente indecisa, no creo ser (al menos yo no creo, pero hay veces que no hay nadie con una visión más errónea de uno que uno mismo), no suelo creer ser una de esas personas torturadas por la necesidad de elegir. En la mayor parte de los casos, de hecho, mis opciones suelen elegirse solas: lo menos peor, lo único posible, lo indispensable, lo urgente, lo único para lo que me alcanza la plata o el medio de cambio que corresponda. Para los casos en los que el filtro de la necesidad imperiosa no alcanza, me destino algunas formas un tanto más lúdicas y risueñas; desde el clásico lanzamiento de moneda, el tatetí o el piedra papel o tijera; hasta algunas más originales o dignas de kermesse barrial: “si la próxima persona que entra al bar es rubia, lo hago”, “si abro el libro en una página en blanco, voy”, “si el nombre de ese empieza con vocal, llamo”, “si la primera carta que saco es una figura, hablo”.

Así de infinitas y rebuscadas son las formas que elige el miedo a incurrir en el error para mostrarse, así de complejas son las formas que busco para invocar al destino, para atraer a la fortuna, para delegar en el azar decisiones que a mi sola voluntad o capacidad de discernimiento deberían corresponder. Falsas maniobras dilatorias, por cierto, porque no sólo muchas veces desobedezco a los designios del destino, sino porque tras la elección del método hay extensos y ridículos estudios sobre la probabilidad, hay estadísticas caseras inverosímiles e íntimas sobre cuáles son las chances que tiene una chapita de cerveza de caer con su mismísima tapa hacia arriba, y cuáles las de que la coronita de abajo haga lo propio (me avergüenza confesarlo, pero estoy casi segura de que en un setenta y cinco por ciento de los casos la chapita nos muestra su borde más irregular); en definitiva que abundan las teorizaciones más diversas tras mis elecciones que, aunque infantiles no son para nada ingenuas.

Tengo muchísimos estudios mentales sobre la probabilidad doméstica y cotidiana (¿quién desciende primero en un colectivo?, ¿el sector de la población compuesto por los ancianos de sexo femenino, o los niños en edad escolar?, ¿qué lugar es el más elegido por los individuos que se encuentran solos en un bar?, ¿el centro, o las mesas lindantes con las paredes?, ¿vecinos a la puerta, o contra la parte de atrás?). Detalles estos que, al ser analizados por mí demuestran dos hipótesis previas distintas, de dudosa contrastabilidad ambas: 1) tengo demasiado tiempo libre mental, ocupo en estos inútiles menesteres el tiempo que un obseso invierte en consideraciones diversas sobre su obsesión de turno, un avaro en el dinero, un paranoico en los múltiples signos del odio externo, un enamorado en la piel/ojos/cuerpo/etc. del objeto de su pasión, todas formas lícitas e ilícitas en igual medida de pasar el tiempo. Y: 2) en mí yace oculta, guardada en los confines de mi castillo/mente una matemática frustrada, a la que sólo se le permite aflorar en cuestiones menores e inconducentes.

Este largo prolegómeno plagado de intrascendencias varias es tan solo la confusa aproximación primera a un nudo de igualmente escasa magnitud (el que avisa no es traidor, decía siempre un viejo, viejísimo e insalubre conocido mío).

El hecho nimio es que en determinada oportunidad me fue dado conocer mi propia tendencia dilatoria, de la manera que siempre llego al conocimiento de mis vicios: mirando mis propias miserias personales encarnadas en alguien más (qué manía más egocéntrica, recalar siempre en lo propio de la ajenidad).

Marta era una mujer apocada, una de esas personas cuya discreción extrema se parece más al comportamiento de alguien que siempre tiene el ferviente deseo de desaparecer de la faz de la tierra en la que está expuesta a la mirada ajena, que al de alguien como yo, que (pese a que a veces simule lo contrario) gozo cuando soy el centro gravitatorio de mi entorno, no importa cual sea el avergonzante motivo que lleve al mundo a recalar sobre mi comportamiento (otra vez, maldita egocéntrica, no puedo mantener la mirada fija en Marta y, haciéndole un favor, ya focalicé en mi propio ombligo). Me tomó meses descubrir a Marta, meses en los que ella venía casi a diario y yo casi a diario la veía por primera vez, meses en los que ella disfrutó muchísimo de su anonimato, anonimato que se rompió gracias a su pequeña particularidad.

Marta estaba mental o físicamente incapacitada para tomar decisiones, le resultaba una tarea torturante procurar definir su gusto o necesidad entre dos nimiedades: esmalte rosa oscuro o rosa pálido, caramelos de menta o de frutilla, aspirinas: caja pequeña o grande; todas estas opciones eran un mundo de desventuras que se abría a su paso, eran un escollo irresoluble para una persona tan delicada; Marta sufría como un condenado a muerte cada vez que yo, en mi afán por complacerla acrecentaba su universo de objetos conocidos con preguntas como: ¿de qué tamaño estaba buscando?; en ese momento, ella, endeble titubeaba, su embarcación de papel de diario zozobraba irremediablemente ante mi tormenta verbal de pesada.

Yo no sabía leer a Marta, imaginaba en su gesto disconforme una falencia en las ofertas que le presentaba, y entonces, otra vez, corría a agigantarle la duda con nuevas posibilidades que la mareaban; yo seguía, increíblemente, ajena a su confusión: ¿o tal vez prefiera esta otra marca?, y su cara que se desfiguraba. Pobre Marta, entre tanta profusión ingobernable no podía mantenerse ni siquiera firme en su elección primera, y empezaba lentamente a hundirse en la desesperación indecisa.

En ese momento, manotazo de ahogado, urdía trucos increíbles para sobrevivir a la hecatombe. La primera vez, por ejemplo, tenía que elegir un perfume y descubrí que sus labios temblaban apenas perceptiblemente, tratando de retener en la boca un “de-tin-marín-de-dó-pingüe”, que la traicionaba y le mostraba al mundo su recurso infantil sin que ella pudiera evitarlo. En otra oportunidad la encontré parada frente a la vidriera, arrojando al aire un trozo de papel que, si caía de un lado, significaba que el destino quería que ella tuviera un par de aros, de hacerlo de la cara opuesta, los dioses estarían indicándole que lo adecuado era comprar una hebilla (casi como un soldado romano leyendo en las entrañas de un ave muerta su destino cifrado); la vida, para Marta, era un laberinto hermético, intransitable sin la ayuda de sus métodos definitorios, asistentes inefables de un capacidad que se escabullía. Tirar papelitos de colores, monedas, botones, rezar labios adentro oraciones de niño confundido, desear fervientemente que la decisión no dependa de uno, desear fervientemente desear sólo una cosa, nada más que una cosa que no pueda ser trocada, desear fervientemente que no exista la posibilidad de estar equivocada.

Yo misma me veía con Marta tomando decisiones de la forma más triste, yo misma veía con terror la posibilidad remota de arrepentirme. De vez en cuando, a mí también me asaltaba la duda, la preocupación ofensiva. Aún hoy, por ejemplo, a veces me martirizo (curiosa forma de incorporar, de hacer carne el sustantivo propio y torturante: Marta), aún hoy, de vez en cuando, ciertas luces se me diluyen, cierto horizonte se desdibuja en el límite de mi voluntad; aún hoy me gana un presagio a destiempo, un presagio en pretérito imperfecto: algo hice mal, en algo equivoqué el rumbo, en un punto tan preciso como lejano en mi historia quizás, tal vez, a lo mejor, en una de esas, por ahí, capaz, yo no pude o no supe imaginar que descartar la opción descartada traía aparejado un derrumbe de proporciones interminables.

La duda sobreviene entonces, la incógnita incesante que no deja respirar ¿se puede volver los pasos atrás?, ¿si todo lo hecho no hubiese sido más que un error?, ¿si me equivoqué, erré, pifié, marré, derrapé, la cagué?, ¿qué hacer si un buen día obtengo de una manera irrefutable la prueba ídem de que me perdí para siempre en alguna parte del laberinto?

Duda perpetua

Misterio y pánico

Mientras tanto, elijo no tirar la chapita de cerveza para así nunca saber qué opina el azar; mientras tanto, no quiero dejar que las fieras del destino aludan a mi elección; mientras tanto, aprendí a llevar algo de sosiego a la existencia de Marta, aprendí a someterla y a elegir por ella (paradoja educativa número 1: a veces la abundancia, la multiplicación incontrolable de información no salva, daña). Mientras tanto, aún busco la chapita que caiga siempre del mismo lado, la variedad natural o artificial de margaritas que tenga una cantidad fija de pétalos, el dado de una única cara que se repite, el mazo repleto de figuras.

Mientras tanto y como siempre, sólo le temo a la verdad.

1 comentario:

  1. y las martas que deben decidir por los demás son las más peligrosas. por eso hay que entretenerlas con el color de un esmalte o un accesorio para el pelo. el pueblo le agradece a usted tamaña tarea.

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