jueves, 8 de abril de 2010

placebo

Las diferencias cromáticas han demostrado tener todo que ver con el devenir de nuestra existencia; nuestras vidas giran en torno a la falacia perceptiva que denominamos color, así es, a ese pequeño error del ojo humano que nos conduce a captar la luz de maneras distintas, debemos gran parte de nuestros estados anímicos, nuestra personalidad se forja de hecho muchas veces, en los marcos de los colores que nos rodean. Una persona será gris, y teñirá su vida entera de este color, sus objetos y sus ocupaciones, sus días y sus noches, sus afectos, todo encerrado en una gama variable apenas de tonalidades grisáceas.

Soy una ferviente convencida de que cada persona puede estar (y de hecho está siempre) ubicada en un lugar preciso e inamovible de la escala de colores. A veces a conciencia, a veces muy a su pesar, a veces sin darse cuenta siquiera, pero es imposible escapar a la cárcel cromática que nos construimos alrededor (o nos construyen, vaya uno a saber).

Yo, por mi parte, hice de ese detalle para muchos insignificante, un modo de vida, un juego violento al que me entrego hace años, sin otorgarme concesiones de ningún tipo, sin sufrirlo particularmente tampoco. Yo desde hace años me visto completamente de negro y así me obligo a seguir a rajatabla un código estricto que, de ser violado, en el hipotético caso de que yo me fallara a mí misma y a mi exigente jurado del cual soy único miembro, traería aparejada una debacle personal que avisoro de proporciones trágicas; como si fuera una mezcla de mal agüero o señal desafortunada, de esas que indican que ya nada será como era, que ya nada será como antes en un sentido siempre desagradable; si yo rompiera con la tradición que me he fijado, toda suerte de desgracias lloverían a mi vida. Sé que esta es una idea infantil y poblada de superchería ridícula, pero dada mi escasa propensión a caer en ideas vinculadas a cualquier clase de mística del pensamiento, me permito sin culpas ese lugar extraño, lo considero como mi excentricidad privada, una religión simple e íntima para uno.

Conocí, sin embargo, a alguien que compartía mi minuciosa autoexigencia. Como suele hacer la vida, me encontré un buen día frente a un espejo extraño, una de esas imágenes que cuando nos son devueltas, producen un ligero escalofrío, un diminuto espanto. Rosa era una chica problemática, de edad incalculable y mirada perdida, vivía en una institución para personas con deficiencias mentales que quedaba cerca de la farmacia; pero lo más importante para mí, es que Rosa, al igual que yo, era una extremista. De manera paulatina, tal y como hace cualquier obseso, había llevado a toda su existencia cotidiana a girar alrededor de lo único que parecía importarle: el color rosa. No se permitía a sí misma, ni permitía al resto del mundo obligarla a entrar en contacto con nada que no fuese de ese color, desde su ropa, hasta los más nimios objetos personales; desde la comida, hasta el jugo de pomelo sintético; nada que no fuese rosa podía entrar en contacto con su cuerpo, nada que no fuese rosa quería ella ver; de hecho, estoy casi segura de que en nada que no fuese rosa recalaba.

Nunca pude llegar a saber (vergüenza, pudor, miedo de estar pisando muy en el vacío) si el objeto de su manía era casualmente coincidente con su nombre, o si, por el contrario, era su nombre el que la había marcado hasta el punto de obligarla a portarlo cual emblema, como un hombre en la edad media cargaba con el pesado escudo de su familia sobre el pecho, como ese mismo hombre haciéndose matar para limpiar la honra mancillada de su apellido, de esa sucesión precisa de letras que había pasado a ser más importante que la materialidad que lo portaba. De esa misma manera rosa se había hecho carne de su nombre, había dedicado su vida a venerarlo a él y a su significado (cómo haría yo para hacer lo propio?, ¿qué nueva religión habría de inventarme?, ¿cómo haría para venerar a la victoria en cada momento de mi vida?).

Rosa a veces se ponía un poquitín nerviosa, se dejaba ganar, digamos, por una ansiedad que la devoraba. Pequeños destellos de colores varios que le resultaban inmanejables, tan inmanejables como ella se ponía para su contexto. Me contaron que en una oportunidad rompió varios muebles de color madera, que otra vez, víctima de una impaciencia convulsiva tomó a golpes a una compañera que no entendía que ella nunca se iba a poner esa bufanda verde que le ofrecían y la vejaba, en otra oportunidad, quiso huir de una carne muy marrón de tan cocida, y rompió un vidrio enorme en su retirada intempestiva.

En esos breves momentos de tensión, ráfagas de una ametralladora de ideas incontrolables, entraba a jugar la farmacopea. Las diminutas pastillas de placebo rosadas que le fabricábamos eran como un truco de magia efectista: inmediato. Como si incorporar el rosa otra vez a su cuerpo la salvara de la contaminación multicolor a la que la habían sometido, las grageas la devolvían a su universo ideal, tan rápida y milagrosamente que yo siempre consideré a su placidez de adicta imaginaria, como el estado más perfecto del espíritu. La imagen asustaba un poco, sin embargo, provocaba el mismo escozor que provoca cualquiera que abrace sin pudores su pasaporte al paraíso artificial de turno; el mismo miedo a verse a uno mismo con ese rictus de armonía fabricada en la cara, el mismo miedo a no poder nunca más prescindir de esa pastilla, de ese polvo, de ese yuyo, de ese vaso o de esa persona que nos transporta hacia el otro estado de las cosas, exactamente el mismo miedo a que alguna vez la enfermedad, el médico, la clínica de rehabilitación, la voluntad del otro implicado o el deterioro económico y de nuestra manía, nos obliguen a claudicar del vicio. Es el mismo pánico a verse así de feliz y necesitado.

De todos modos, siempre creí que sería hermoso paliar las penas de todo el mundo con pastillas inocuas del color de preferencia. Yo misma, si mi incredulidad lo permitiera, tal y como hace rosa, me habría atiborrado de comprimidos inertes teñidos de negro; diminutos trocitos de noche que me aseguraran que cierta oscuridad calma.

Mientras tanto, rosa y yo seguimos viviendo en universos paralelos, en mundos de colores inconjugables; mientras tanto, nos inspiramos terror o nos ignoramos alternativamente.

Mientras tanto, todos tragamos placebos para posponer el miedo a carecer de ellos.

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