jueves, 13 de mayo de 2010

espía

Me prometí hoy no contar ninguna historia triste, el día está soleado, es el cumpleaños de un buen amigo y ya conté demasiadas historias tristes; y leí por ahí que hay que evitar la repetición como quien evita a un leproso. Pero yo conozco a alguien con lepra y no lo evito, de hecho me parece que sus pequeños desarreglos físicos son preferibles a los ocultos y velados trastornos de la novedad. Por eso hoy, que no tengo nada más que hacer que contarme historias para paliar el miedo a no poder nunca más hacerlo, escribo que vi a alguien triste como quien pretende curarlo.
La mujer de Loperena no tiene cura, además de no tener tampoco un nombre de pila que me haya sido dado memorizar, desde ahora tendremos que llamarla así, como si el empleado del registro civil se hubiese equivocado en eso de llenar los casilleros y en donde decía “nombre” hubiese puesto “La mujer de Loperena” y en donde decía “estado civil”, hubiese agregado, yo qué sé, “Irma”. La mujer de Loperena no era alguien triste, pese a lo que el primer párrafo pudiese invitar a pensar; no, era alguien más bien alegre, hasta diría banal, que venía seguido a comprarse lápices de labios, esmaltes y tinturas; de vez en cuando venía también a tomarse la presión con su marido y a mí me gustaba atenderla porque era de esa gente que siempre lo bautiza a uno con nombres como: “querida” o “amorosa”, y para alguien que lleva como puede el beligerante nombre de “victoria”, semejante ternura nominal no es poca cosa.
(momento, acaba de pasar por la vereda de enfrente La mujer de Loperena, y si lo menciono no es porque quiera imitar a Cortázar en “Las babas del diablo” con el tema de las nubes que le pasan por abajo, sino porque es curioso que piense/escriba sobre ella y pase frente a mis ojos. quizás funcione con otras cosas, probaré en un secreto archivo aparte)
(no funcionó. he vuelto).
Hace algún tiempo atrás (el tiempo que hace que estoy tras las rejas de la farmacia es tanto que cuando digo tiempo quiero que vos leas años) vino La mujer de Loperena con su solícito y ligeramente lúgubre marido a tomarse la presión. La noté un poco nerviosa así que traté de actuar serenamente porque algo indescifrable en mí insiste en que la tranquilidad aparente contagia de la misma manera que la real. Sí, tenía una millonada de máxima y de mínima y traté de decírselo con calma para que no pensara en apocalipsis cardíacos. Fallé como falla siempre esta maniobra y La mujer de Loperena se puso muy nerviosa cuando escuchó el “veinte de máxima y doce de mínima” que no fue alivio para nada.
Si esto fuese una película, ahora una música intrigante estaría indicando que algo va a pasar; si esto fuese una obra de teatro, a lo mejor, el iluminador pondría ahora un seguidor con un blanco restellante sobre la camilla en la que estamos. Sería una película críptica, eso sí, como la que vi anoche, porque lo que dijo no fue a primera vista llamativo; sería una obra de teatro moderno, seguro, porque se limitó a decir una frase casi de uso doméstico, nada rimbombante o llamativa. Simplemente dijo: “Querido” (y me di cuenta de que mi nombre era también el nombre de todos, con los accidentes geográficos de género y número que correspondieran, queridos y amorosos éramos todos y hay ciertos socialismos que son decepcionantes) “deberíamos llamar a los chicos, a Silvia y a Ernesto, para avisarles”. El marido de La mujer de Loperena (cualquier mente sintética hubiese dicho Loperena, pero a esto se le llama ser vueltera) emitió un gruñido de afirmación no muy comprensivo que no entendí y la cosa siguió como venía: ella preocupada, él onomatopéyico, y yo que no sabía por qué el iluminador de la sala habría puesto el cha cha cha channnnn lumínico del seguidor. Al final se fueron a su casa a esperar a la ambulancia y yo volví a mi existencia anodina de mucho tiempo/años.
Al día siguiente el onomatopéyico marido de La mujer de Loperena vino a la farmacia y corrió el telón del arte escénico. Le hice las preguntas de rigor mortis y él me contestó lo esperable: su mujer estaba mejor, le habían dado algunas pastillas y poca cosa más. Se hizo un silencio. Interpreté que quería decirme algo más. No me equivoqué.
(empiezo a sospechar que ya no es curioso y, sobre todas las cosas, no es casual: escribo esto que pasó hace tiempo y entra el marido de La mujer de Loperena a comprar algo. quizás tras su fachada de casi anciano educado y aturdido haya un espía al servicio de una agencia internacional. quizás yo no sea esta intrascendencia con dedos que tipean sino alguien digno de ser vigilado. sueño el sueño de todo paranoico: tener un justificativo)
Y me empezó a contar que sus dos hijos habían muerto, Silvia en un accidente de tránsito y Ernesto de cáncer de pulmón, hace ya años, sí; pero que su mujer (dijo “mi mujer” y quizás ahí haya nacido mi dificultad para retener su nombre) a veces lo olvida. Me quedé en silencio como quien entiende perfectamente y él interpretó que no había comprendido, así que se explayó y me contó que le pasa seguido, casi todos los días, sencillamente se olvida de que sus hijos están muertos y lleva la existencia de lápices de labios, esmaltes y queridas y amorosas que me eran familiares. Hasta ahí su vida es una maravilla, porque nada más deseable para aquel que perdió a toda su progenie que, literalmente, olvidarlo. El problema parece ser que la existencia nunca es una maravilla, por definición es más bien todo lo contrario, y por eso mismo todos los días La mujer de Loperena se topa con algo, puede ser insignificante, puede ser verdaderamente importante, pero el tema es que en determinado momento algo del conspirativo mundo exterior, le da la pauta de que sus hijos están muertos. Y se entera de nuevo. Y ahí todos los días viene el llanto sin medida de una mujer súbitamente huérfana de hijos. Un llanto inenarrable al que, por respeto, sólo describiré con este punto y aparte.
Supongo que no le habré dicho nada demasiado inteligente en ese momento, sobre todo porque no hay mucho, imbécil o brillante, que decir. Seguramente debo haber huido verbalmente como huyo siempre que tengo miedo y le debo haber preguntado si consultó el asuntito este –del olvido, no de la orfandad de hijos para la que no hay especialista- con el médico. El marido de La mujer de Loperena es un lord inglés perdido en la selva de Sudamérica, así que seguramente me habrá explicado que sí, y que no hay mucho para hacer al respecto. Yo me debo haber mostrado recién informada, como si no supiera ya que no hay pastilla ni estudio para la tragedia. Los dos, satisfechos con nuestra esperable labor, nos habremos saludado como quien responde con reverencias al aplauso del público, y él se habrá ido, como bajando el telón.
(las novelas de espías suelen ser previsibles pero mi vida suele serlo mucho más; resultaba evidente que antes de que pudiera yo ponerle el punto final a esta historia, antes de que yo pudiera clausurarla como sus propios protagonistas no pueden, los espías tenían que volver, quién sabe si para controlarme, quién sabe para demostrarme qué; o a lo mejor fue para corregir esta historia, a la que el tiempo y mis dedos equívocos dieron un rumbo inexacto. lo cierto es que a manera de coda, como si los actores volvieran a escena mucho tiempo después del último y tardío aplauso, después de haber escrito ‘telón’ entraron La mujer de Loperena y su marido con una excusa tonta, ocultando mal lo que vos, yo, Philip K Dick, el Indio Solari y todos los paranoides del mundo bien sabemos: que nos están observando. observada la corrección que buscaban, procedo a plasmarla porque, si hay algo que no me caracteriza, es la valentía, si viene la CIA y me pide que ponga por escrito “Yo maté a Kennedy”, lo único que voy a preguntarles es si además necesitan que aclare mi nombre y ponga número de documento; si los ancianos espías, por desvalidos que parezcan, quieren que cambie algo de este texto, no tengo más que decirles: “esperen que tomo nota” y copiar lo que me dicten, coma por coma. La mujer de Loperena ya no es lo que era, pasando por la vereda de enfrente de la farmacia no pude yo, más temprano, notarlo; poco queda de su coquetería ya, despeinada y con el pelo blanco, traslúcida, grisácea. deshecha. me dio vergüenza mirarla así que me limité a tener contacto, casi exclusivamente, con su marido, él me miró durante un segundo y tras su porte de mayordomo alicaído pude leerlo todo: ya no había más amnesia selectiva, no había más descubrimientos trágicos, no había, literalmente, más penas ni olvidos; había en cambio ese término medio, la deriva blanca, el desconcierto de quien vive exactamente en cada escisión de la tierra agrietada. como si fuera su cruz, llevaba para siempre el gesto de sorpresa, el espasmo.
no miré a la espía a la cara, por pudor y por cobarde. con los ojos fijos en el suelo, me limité a desear con violencia que ella y el mayordomo inglés se fueran. apenas si alcancé a escuchar –o a recordar- su voz que me dijo: “Adiós, amorosa”; y me apuré a quedármelo, furtiva, como quien se lleva una piedra de las ruinas).

3 comentarios:

  1. que bueno que esta blog Vicky.

    Lo leo siempre, pero no comento porque no creo que haya mucho que agregar.

    Esta vez lo hago para que sepas que estas siendo vigilada. ¬¬

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  2. lo más aterrorizante que trae consigo la paranoia es la precisión de la repetición. lo más aterrorizante de la paranoia es que es involuntaria. y la "deriva blanca" es su sancho panza.
    este blog se pone cada vez más incisivo. hay que ver quién está espiando a quién...

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  3. Lo del punto aparte es una genialidad. Hermosos los personajes, amorosa.

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