viernes, 20 de agosto de 2010

valentino

Como una suerte de regalo emocional negativo que heredara de los confines de la occidentalidad, tiendo siempre a la culpa y a la autoconmiseración de manera inevitable. Como dos hermanas gemelas malvadas (hay mucho de dualidad, de genética enrevesada, de mutaciones biológicas en lo que hace a mi concepción del mundo sentimental), estas dos manchas en mi porvenir mental, suelen enturbiar mi pensamiento. Yo -tengo que aclararlo no porque a nadie pueda interesarle, sino porque creo ciegamente que algo en el sinceramiento verbal calma- caigo en la culpa con una facilidad digna de admiración/rechazo; la culpa que practico, sin embargo, es una variante de omnipotencia, de disfrazado egocentrismo, tiendo a creer que todo lo que ocurre a mi alrededor, desde los malestares en mi círculo social inmediato hasta la guerra de Chechenia, pasando por el súbito fallecimiento de una tribu de hormigas, se debe en parte (cuando no completamente) a mi accionar, algo hice o dejé de hacer, o debería haber hecho antes, mejor o distinto, que llevó las cosas a su penosa actualidad; la ilusión que en la infancia del mundo juraba a los hombres que el mundo giraba alrededor de la tierra pervive en mí reducida a su mínima expresión: soy yo la tierra/ centro nodal de la elipsis de los astros, soy yo la que me asiento sobre dos elefantes, que a su vez reposan sobre hombros de gigantes que son sostenidos por el meñique de dios (qué bella la palabra meñique, qué poco la he escrito, no así dios, y sin embargo la repito constantemente, qué pasión por la fealdad polisémica la mía); y, aparentemente, es mi responsabilidad verificar el correcto funcionamiento de las cosas, así que, evidentemente y dado que las formas funcionan de todas las formas menos de la correcta, soy una perpetua inoperante, una nulidad a la que se debe la próxima debacle del universo (porque además de enferma de individualismo, practico una suerte de apocalipsismo digno de Nostradamus).
La autoconmiseración funciona de manera análogamente ridícula, repite el esquema que me posiciona en el centro del mundo, pero agrega al anterior una fuerte dosis de paranoia: todo lo malo me sucede a mí, pasa a ser el lema rector, todas las desgracias me sobrevienen, aquellas que son mis responsabilidad (y aquí ya me pongo un poco de lado y admito que haya algunas pequeñas cosas que no dependan de mi accionar) y aquellas que no lo son, sino que son producto de la mala voluntad del resto de la gente (porque yo me equivoco por nula o por inoperante, pero en este esquema, el resto obra mal de puro hijos de puta que son). Cabe aclarar que hay mucho de vagancia también en esta faceta de mi personalidad, no así en la culpa, la culpa es siempre activa y siempre reacciona de manera equivocada, en la etapa de autoconmiseración simplemente lamento mi suerte, mi mala suerte, y lamento ser tan fácil objeto de la infortuna/mi vagancia/la mala leche del resto. En fin, si la imagen que corresponde a la culpa me tiene corriendo de un lugar a otro, llamando por teléfono para disculparme a mis allegados, procurando crear con azúcar una nueva colonia de hormigas en mi cocina, o yendo a la embajada de Chechenia para ofrecerme como voluntaria; la autoconmiseración me encuentra siempre sentada (preferentemente en un emplazamiento cómodo, no hay nada como un sillón para ver cómo se nos viene encima el mundo), quietita en un mundo de atrocidades que no deja de atormentarme.
Empiezo a hablar de mí para hablar del resto, o empiezo a hablar del resto para hablar de mí, es como una cinta de Moebius maléfica esta en la que escribo incansablemente. Don Moebius hoy me trae a Valentino, alguien sobre quien, si la tiranía de la cinta así lo permitiera, debería escribir uno –o varios- libros, sobre todo porque él me lo pidió, y si hay alguien a quien debería darle el gusto, es a él. Igual, hoy la marea de Moebius me pide que cuente una pequeña porción de la vida de Valentino, algo que en el libro que quizás nunca escriba –no me fue dado el arte de la complacencia- no sería mucho más que un párrafo innecesario, exactamente igual que acá: el momento en que conocí a Valentino, y, aún más, la sensación que ese conocimiento provocó.
De autoconmiseración hablaba antes, una de las dos hermanitas diabólicas. Y sentía autocomiseración a raudales cuando conocí a Valentino, sentada una tarde de poco trabajo, una tarde de verano en que la clientela era apenas un espasmo entre amplios momentos de quietud, la gente se enferma poco en verano. En esa tarde de verano yo me lamentaba, cual la Catalina sentada bajo un laurel, la Victoria sentada bajo las luces fluorescentes, me lamentaba por mi desgracia en algún aspecto de la vida que no recuerdo exactamente (es típica de la pena autoinfligida, la amnesia, es la misma amnesia que nos permite compungirnos una y otra vez por las mismas cosas, y siempre como si fuera la primera vez), probablemente por amor, la soledad, el dinero o toda una serie de etcéteras que no me alcanzaría la vida para detallar; el hecho es que me lamentaba con tristeza y seguramente incurría en la pregunta: por qué a mí, que parece ser la única que conozco en esos casos, la amnesia me provoca el virtual olvido de algunas otras, tales como: ¿por qué no a mí?, ¿por qué a otros?, o ¿para qué me interesa el por qué?
Creo que Valentino produce siempre una sensación precisa, por lo menos a mí, al sentimiento que me invade el cuerpo cada vez que veo a Valentino le corresponde un dibujo muy preciso (cómo estoy con la ilustración, hoy, qué fatalidad la necesidad de brindar ejemplos, ensombrece toda narración posible, por qué no contentarse con la triste realidad: entendernos es la única utopía imposible), un accionar puntual: el de retorcer un trapo muy lleno de agua, el de estrujar un trozo de tela lentamente, pero con fuerza. Es que Valentino es anciano, muy pequeño, tiene unos anteojos enormes y malogrados, todos pegados con cinta adhesiva y ante todo, inútiles, porque, como si fuera poco, Valentino es irremediablemente ciego. Valentino es también la persona más positiva que yo haya conocido, a la formal y poco comprometida pregunta de ¿cómo está?, él responde siempre con un “fenómeno” que pasa a detallar contando cosas de lo más diversas.
En esa primera oportunidad, el día que conocí a Valentino, a mi desaprensiva pregunta de rigor, siguió un relato pormenorizado de lo que había sido su vida hasta el momento, casi ochenta años de una historia que amerita varios tomos, insisto. Como en toda biografía que se precie (seguramente no la que yo escribiría), el punto final estaba puesto en el momento más cercano a la actualidad (lo que sea que signifique esa palabra), así que, después de más de una hora de monólogo apenas interrumpido por algún infrecuente enfermo estival, Valentino terminó de explicarme por qué estaba él tan “fenómeno” ahora, terminó de contarme todo lo bien que le hacía estar viviendo con su hermana, a la que había sacado del geriátrico de PAMI porque la encontraba delgada y sin energías, y se la había llevado a su casa después de que, tras un episodio digno de película de espionaje, las vitaminas que día a día le llevaba a escondidas no surtieran ningún efecto. Valentino festejaba su decisión todos los días, el vivir con su hermana, postrada por una ruptura de cadera reciente, había sido para él “una pegada”; su hermana lo ayudaba muchísimo en la casa haciendo “esas cositas que las mujeres y sólo las mujeres saben hacer”. “Además”, me dijo, “yo antes tenía algunos problemitas, ¿vio?, nada grave, cositas domésticas, a veces se me caía algo al piso, por ejemplo, y yo lo encontraba sí, pero después de algunos días o semanas, ahora mi hermana en seguida me avisa dónde está”. Después de toda una vida separados por insignificancias, la vejez los había encontrado así, juntos y machucados, y, si hay que creerle a Valentino, eso era lo mejor que le había pasado. Porque su vida no había sido muy fácil, pese a que él no se quejara nunca (al día de hoy, nunca lo escuché quejarse, y eso que tiene razones y habla tanto que creo que esa debió ser la única forma de oralidad que no visitó jamás), perdió la vista a los veintiséis años, tras una breve y sorpresiva enfermedad, y cuando se tienen veintiséis años, se es muy viejo para encarar la vida y la educación como un ciego y muy joven para dedicarse a reposar.
Una vez, no puedo asegurar del todo que fuese esa primera vez (incluso en esta minucia textual me falla la cronología, si escribiera los tomos que amerita su biografía, seguramente tendrían un orden intercambiable, las biografías del caos) me contó que esos primeros tiempos no fueron fáciles, que no se sentía bien y estaba bastante deprimido, que tenía un perro como única compañía y consuelo hasta que un buen día –sobre lo mojado de la ceguera, la lluvia copiosa de la pérdida- el perro se perdió y él empezó a recorrer las calles del barrio tratando de encontrarlo. El perro nunca apareció, pero en sus largas caminatas preguntando por el animal, un día entró en una fundación que cuidaba a los chicos que habían sufrido poliomielitis, alguien le ofreció trabajo y que él se quedo ahí, ayudando en lo que podía a esos chicos de los que después, a la larga, se hizo amigo. “¿Sabe que descubrí ahí?”, me preguntó, “que yo era un afortunado, que era ciego y era un afortunado”. Valentino hablaba esa tarde y yo pensaba cuán necesaria parece a veces la desgracia ajena, cuán terapéutica, los “pibes de la polio” eran a Valentino, lo que Valentino era a mi castigada autoestima, a mi bienamada autoconmiseración; y esa suerte de regodeo en la tragedia de otro, que en otro tiempo me causara tanto rechazo (siempre consideré como un egoísmo disfrazado a la piedad), me pareció una forma de las que tiene este mundo de hacer magia todos los días: transformar la pena en sentimiento luminoso, y, por primera vez, esa alquimia en la miseria se me antojó algo maravilloso.
Mientras Valentino hablaba esa tarde yo no dejaba de llorar en silencio, escudada en la certeza de que él nunca iba a ver mis lágrimas.
Todavía hoy, cada vez que él se va todo vuelve a la anormal normalidad a la que estoy acostumbrada, pero –trapo retorcido, estrujado- yo me siento mucho más leve, muchísimo pero muchísimo más liviana.

1 comentario:

  1. ¡muy bueno! todos, aunque sea un día por año, deberíamos tener a un valentino. ¿se va poblando el terreno o es idea mía?

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