miércoles, 20 de octubre de 2010

quijote

Las musas, o como quiera que se le diga al ente encargado de que un escritor fluya, de que sus palabras respiren, son animales caprichosos, de una domesticidad variable, hoy son dóciles y cariñosos perros falderos que se entregan sin pensarlo demasiado a nuestras temerosas, cada vez menos temerosas, caricias, y justo cuando uno piensa que eso es todo, que de ahora en más sólo habrá una relación amable, un mar apacible entre uno y la isla visitable de la creación, en ese momento puntual en el que el texto vive, se escribe totalmente independiente de la voluntad o falta de ésta, justo en ese momento la dirección del viento cambia, la marea baja rápidamente, y ahí estamos nosotros, desnudos en medio de una playa desértica, empapados, tratando de recordar cómo era eso de conocer el agua, un segundo, un instante apenas que separa de la peor manera la posibilidad por un lado y el mutismo, por otro, la tenue, casi invisible línea que escinde la dicha verborrágica de la esterilidad.
Yo, prospecto de escritora, asumo los mohines de mi anhelo para ver si así se me pega algo de talento; no me juzguen, muchas veces hacemos eso: como si la transformación fuera un trabajo idéntico a la caricatura, empezamos por copiar las estridencias, lo innegablemente visible de aquello a lo que aspiramos; así yo, escritora aspirante (dobles interpretaciones químicas al margen), sombra o bosquejo de la escritora que (ya sé, ya me di cuenta) nunca seré, copié ciertos vicios de los que había leído, formas secretas de mantenerse en buenas relaciones con la deidad de turno, musas, digámosle por el momento y para alivianar de sinónimos redundantes este texto; digo musas como algunos dicen dios, azar o talento, de acuerdo a la omnipotencia que en ese momento se crean capaces de ostentar.
Así como la niña que aspira a ser actriz ensaya el momento de recibir un premio mientras desconoce los esfuerzos del trabajo de fingirse otra durante un tiempo prudencial; así como el que espera convertirse en abogado se imagina agradeciendo el aplauso después de un brillante alegato en lugar de suponerse sumergido entre papeles redundantes y exagerados en algún cuartito asfixiante de tribunales, así yo, por las dudas, practico ritos para atraer los favores de las musas, no porque vaya a hacer uso de lo que ofrezcan, no, esa es una faena que aún no he imaginado, sino porque me siento suficientemente escritora rindiendo pleitesía a esas deidades privadas, es el rasgo que copio de la caricatura grotesca del autor literario.
No puedo revelar en qué consisten mis pequeños ritos, no por egoísmo, sino porque nunca son fijos, un día decido homenajearlas prendiendo una vela en su honor y procurando que no se extinga, ayer mismo traté de engañarlas con un recurso mucho más terrenal, empecé a buscar títulos que sirvan de disparadores materiales a mis ideas.
Hoy, vencida por el peso de la aridez verbal, me propuse escribirles una elegía a la que mi honestidad se negó... y terminé escribiendo esto. Mañana veremos, quizás no se hayan enterado de nada, quizás la suerte esté de mi lado y nunca sabrán de mi infidencia, porque las musas son modestas, y sé que odian ser nombradas, sé que para ellas es motivo de pelea, de separación; quizás mañana ya no me importe si se enojan, si se revelan, si ya nunca más vuelven a dirigirme su inspiradora mirada, quizás mañana yo quiera ser cirujana y esté restregándome las manos con alcohol fino hasta hacerme doler de tan inmaculadas, quizás mañana yo esté haciendo una nueva caricatura, lejos de toda palabra, imitando los ademanes de... ¿quién lo sabe?... un taxista ¿por qué no?, en este juego infantil que me libera del peso agobiante de la cotidianeidad no existen límites ni jerarquías, no es mejor ser la actriz ganadora de un oscar que la costurera que fija un dobladillo. Sí, quizás sea un ensayo de taxista mañana y practique sentarme sobre pelotitas anti-estrés de madera o la cara de tedio de tener que manejar por el microcentro un mediodía de verano. Quizás mis oponiones políticas rocen lo delictivo, como últimamente lo profundamente inmoral y la derecha rancia y eterna se vienen toqueteando.

Quizás se enojen y nuestra relación se termine de romper para siempre. Quizás se enojen y a mí no me importe en lo más mínimo.

Pero no siempre fue así y, como dice la canción, hubo un tiempo que fue hermoso y las musas y yo gozamos de un contacto permanente, una relación casi de amistad, desequilibrada relación, eso sí, yo las veneraba y ellas se sentían halagadas; sí, una relación extraña, pero amistad al fin. Después ellas empezaron a enojarse cada vez más seguido y yo tuve que urdir miles de planes para reconquistar sus favores. Se enojaban siempre por lo mismo, supongo que se enojaban porque yo era una eterna promesa, un trabajo a futuro que nunca germinaba, yo nunca escribía y ellas, obviamente, se cansaron de seguir con tan infructuoso trabajo.
Pero hubo un tiempo más feliz, sí, lo hubo y voy a ilustrar tamaña afirmación incontrastable; voy a contar una historia de los tiempos felices.
Para que se entienda debo aclarar algo: yo envidio profundamente a la literatura, yo quiero una vida literaria, pero la fortuna me niega el placer de la aventura, y mi cobardía me impide ir a buscarla. Yo cierro un libro y deseo ser esa persona que atrajo mi atención durante un tiempo prudencial. El primer libro del que guardo registro emocional es Robin Hood, un tierno artefacto amarillo que decoró mis soleados días de otoño de hace ya muchos, muchísimos años; yo quise ser Robin Hood cuando cerré el libro, quise vivir en los bosques de Sherwood y ser merecedora de un funeral con flechas de fuego lanzadas al cielo.
Después quise ser también la vital Jo de mujercitas, quise ser.... y quise tener los vestidos de la princesa Sissi. Después llegó el cansancio, llegó la frustración lenta de terminar una historia y –no importaba cuán grandes fuesen mis deseos- que nada cambiara. Los años pasaron y me acostumbré a que no, a que lo máximo era el fogonazo, entrever la llama de la emoción en otras cosas, en otros lados. Pero el deseo de la transmutación textual pervive, insiste.
Cerré el Quijote una tarde de verano, mareada por el calor agobiante, enojada con el mundo por mi falta de libertades (el verano es siempre el momento del año en el que siento el peso de la opresión, en el verano me siento esclavizada, el verano es ese momento en el que me doy cuenta de que quiero hacer muchas cosas y no puedo hacer nada, porque no tengo el dinero o el tiempo para hacerlas, porque tengo que seguir trabajando para no lamentarlo durante el resto del año; en el verano renunciaría a todo o iniciaría una rebelión contra todo lo que se me pusiera adelante); cerré el Quijote maravillada, divertida y compungida por la historia de ese hombre que había trastocado la realidad, la había acomodado a sus deseos literarios, ese hombre había concretado los anhelos de todos los que alguna vez salimos de un cine después de ver el Llanero Solitario fingiendo que andábamos a caballo, de todos los que lloramos amargamente o nos reímos a carcajadas justo antes de pensar: a mí me gustaría esa vida. Ese hombre que había transformado la realidad a sus deseos me pareció genial. Levanté los ojos, clavé la vista en los tubos fluorescentes del techo de la farmacia y dije: si no puedo ser yo, al menos me gustaría conocer a alguien como el Quijote.
Palabras mágicas, al parecer, las musas estaban escuchando, quizás, mera casualidad, coincidencia fantástica, tal vez. Cuando bajé la vista había alguien esperando ser atendido, un hombre que, después supe, se llamaba Manuel.
Me acerqué como desganada, pensando en cuánto más interesante es la mentira literaria que la verdad mundana. Lo inesperado sobreviene cuando uno menos lo espera, es cierto esa verdad de pacotilla con la que empieza todo testimonio que se precie de experiencia paranormal, justo cuando uno se empieza a contentar con su cotidianeidad plagada de todo el tedio posible, algo inesperado sucede y uno súbitamente se transforma en creyente, uno comienza a creer que todo es posible y arrastra esa credulidad por un tiempo que siempre excede lo conveniente, que siempre es más largo que la excepcionalidad de la que acaba de ser testigo/protagonista, la marea baja súbitamente (otra vez, la misma metáfora sirviendo para dos situaciones distintas, no sé si sorprenderme por la increíble plasticidad del lenguaje o por mi increíble vagancia para buscar nuevos recursos), se retira la ola invasiva del evento exótico y nos quedamos un rato largo pensando: ahí pasa otra cosa, ahí se vuelve a dar el milagro de lo extraño, pero no, casi siempre, casi nunca vuelve a suceder.
El hecho es que me acerqué a Manuel (no sabía que se llamaba Manuel entonces, no soy bruja o al menos no en ese sentido) esa tarde de verano quijotesca pensando que este hombre espigado en el centro justo de la expectativa de vida iba a aburrir a mis oídos con algún pedido habitual de relajante muscular, analgésico para su dolor de cabeza o pastillas de carbón (porque hay algo cierto, una suerte de estudio sociológico de entrecasa que siempre aplica: a los hombres de mediana edad, o les pesan los músculos en retroceso, o les pesan los problemas irresolubles que se alojan en su cerebro, o les pesa una diarrea constante, es una ley tan tajante como que las mujeres siempre están constipadas); pero sin embargo, el altísimo Manuel osó pedirme con mil y un chistes que le preparara una receta inverosímil, una receta de bruja de cuento de hadas, a la que sólo faltaban las alas de murciélago o los bigotes de comadreja para resultar lisa y llanamente abominable, era una suma de líquidos viscosos y repulsivos que quería amalgamar sin que eso fuera posible.
Tímidamente pregunté quién era el médico que le había recetado tamaña mezcla, pensando en realidad: “dígame, dígame el nombre del ladrón que roba su dinero”; a lo que Manuel respondió con todo el aplomo y seriedad posibles: no, la receta la inventé yo, es un ungüento para calmar mi dolor de espalda (sí, la teoría anterior, con variantes o descarnada, siempre se confirma: a Manuel, con o sin rarezas, le dolía el cuerpo).
Entonces empezó a explicarme que él en realidad era ingeniero, en realidad dijo “fui ingeniero” demostrando que el estudio es algo que se pierde a voluntad, como las llaves de casa, como la plata en una noche de casino; pero que había dejado todo para convertirse en lo que siempre quiso ser, en el único y verdadero sueño de su vida, me dijo: “quiero ser un druida, como los de Asterix”.
Mi gesto se transformó, lo sé, pero él pareció no inmutarse frente a una sorpresa a la que –evidentemente- ya estaba acostumbrado. Después continuó por un rato detallándome los pormenores de su plan, pormenores que iban desde esa evidente condición de semi-curandero, hasta una suerte de indagación alquímica, pasando también por un apenas entrevisto dejo de mística oculta y oscurantista que no evidenció pero que me llevó a sospechar.
Finalmente me arrancó la promesa de que iba a tratar de hacer el inverosímil preparado y se fue, raudo como había llegado.
Yo alcé los ojos al cielo (ubico ahí a mis musas, condicionamientos culturales occidentales contra los que nada puede hacer mi militante ateísmo), y dije a mi dios literario: gracias, mientras pensaba que siempre creí que la comunicación con las deidades era más lenta, menos inmediata, que no era posible pedir un Quijote y que el Quijote fuera concedido, aunque más no fuera lector de Asterix en vez de novelas de caballerías (cuál es la diferencia, si de todos modos yo descreo de las jerarquías literarias, valen lo mismo Hamlet que Mafalda, y Rascólnikov que Clemente, las novelas de caballerías son aburridas, mucho más que Asterix, seguramente).
Las musas y yo fuimos buenas amigas, hace un tiempo; y Manuel se fue y yo me quedé con la halagüeña pero inquietante sensación de estar siendo observada.

1 comentario:

  1. y la gente se empeña en repetir "los molinos de viento, los molinos de viento". ¿nadie entendió que no eran molinos de viento? ah, sí, Manuel, cierto.

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