miércoles, 10 de noviembre de 2010

a la vejez, fascismo

Yo no le tengo miedo a la vejez, pero a lo que le tengo pánico es al fascismo.
La idea de arrugarme me inquieta muy poco, la posibilidad de perder progresivamente lo más fino y delicado de los sentidos no me preocupa (tampoco es que los haya tenido demasiado afilados alguna vez); el progresivo deterioro del cuerpo no me quita el sueño (ya debería ser insomne de tales pesadillas) y la masacre neuronal que lentamente el tiempo acomete me tiene muy sin cuidado (tengo años de trayectoria homicida en este sentido, y no conozco ni siquiera el significado de la palabra remordimiento, otra vez: ni que lo muerto haya sido tan interesante).
Sin embargo, lo que me provoca pavura es ese fascismo que parece crecer –cual moho- en el patio de cierta juventud tardía para acabar instalándose en el living de la adultez, donde se apoltrona en el mejor sillón y se sienta a gobernar la casa. Me da mucho más miedo la, digamos, forma viral en que el fascismo se apodera de nuestros mayores que la misma idea de la propia ancianidad.
¿Qué pasaría si, por ejemplo, en determinado momento empiezo a pensar con desdén, con hastío, con creciente nerviosismo y, finalmente, con floreciente necesidad de vituperio en los manifestantes que, un día cualquiera cortan la calle, la ruta o las vías por las que yo transito? ¿Qué, si súbitamente me asaltara la absoluta convicción de que los cartoneros, por ejemplo, dan una fea imagen de Buenos Aires al exterior? ¿Qué ocurriría si usara las palabras “villero” o “cartonero” como adjetivos (des)calificativos de índole peyorativo? ¿Qué clase de sombra habría caído sobre mí si dijera frases como “negro de mierda”, “ese es un negro de la cabeza”, o “qué negrada”? No quiero ni pensar qué me habría sucedido si fuese esta boca la que visitase esos nefastos lugares comunes vinculados a los judíos, a los chinos, a los paraguayos, bolivianos o peruanos. ¿Dónde estaría yo si tales infamias salieran de mi boca? ¿Qué habría sido de mí si les creyera una sola de sus envenenadas palabras a los periodistas?
No puedo siquiera imaginarme, jamás, una vejez moderada, una vejez tibia como carne recién muerta, tibia como radical, como transa socialista. Yo no, o frasco vacío o sumergirme en todas las enteras tintas. Medias, jamás.
Tengo mis razones para temer volverme fascista, después de todo mi genética es, en este y muchos otros casos, muy mi enemiga. Me explicaré mejor: yo vengo a interrumpir una larga dinastía de fascistas, como una mota saludable mancharía a las hemofílicas monarquías europeas. Mi padre es fascista, mi madre es fascista, mis hermanos también lo son y tengo la confusa intuición de que, tras su aparente manto de piedad, mi abuelada en pleno tenía opiniones políticas execrables. Siendo todavía joven, consideraba que mi condición de paria familiar era meritoria, después de todo, muchos de mis amiguitos militantes habían seguido la senda cómoda que sus padres les habían marcado, con lecturas, con charlas en la mesa, con discusiones sobre marxismo revolucionario, sobre el peronismo de izquierda; yo, en cambio, en franca oposición con mi ascendencia desde que tenía uso de razón, atestiguaba en mis comidas familiares discusiones sobre cuestiones, digamos, más primitivas: si los chinos eran más sucios que los coreanos, si debíamos volver a un sistema de voto calificado, o si gendarmería era mejor que la policía federal. Así cualquiera es zurdo, pensaba yo, mientras cenaba en lo de mis compañeritos y tramaba con sus padres formas más equitativas de distribución de la riqueza; yo en casa estaba sola, en una trinchera vacía, con mi banderita. Yo mentía para ir a las marchas como mis amigos mentían para ir a fumarse un porro o colarse un ácido; porque la verdad era que soportaba el estigma de zurda de la familia pero hasta ahí, porque ellos no terminaban nunca de resignarse, y mi mamá señalaba un difuso momento de mi segundo grado, una anécdota triste y contestataria en la que yo –todavía lo pienso- no tenía nada más que toda la razón, ese es el punto de inflexión que mi mamá aún hoy señala como su horrible despertar a la pesadilla: “ahí me di cuenta de que tu destino era ser sindicalista”, repite hasta el día de hoy en una letanía que acompaña con un triste meneo horizontal de cabeza.
Eso que era heroico a los quince o dieciséis años, que era una oposición violenta, orgullosa y aguerrida a los veinte, ha ido cubriéndose a través de los años con el óxido funesto del trauma. Hoy, la trinchera solitaria me encuentra envuelta de herrumbre en cada reunión familiar, rumiando mis maldiciones en el rincón que me dejaron, el único en el que mi prédica, al parecer, no molesta: con las nuevas generaciones, digo más, de ellas, la más inofensiva, la que no habla y, lo más importante, la que no puede entender lo que digo. Hoy, el orgullo no me deja profundizar, pero no me deja edulcorar tampoco el efecto profundamente devastador que ejerce sobre mí el fascismo de mi familia. Baste decir que toda ocasión de reunión, por inocente que parezca, se termina convirtiendo en una nueva y dolorosa derrota para el ejército sin escalafones que componemos mis invisibles soldados libertarios y yo. El número, aprendo ahora, lo es todo, y de aquel lado de la guerra son un montón, y de este lado, mis tácitos compañeros no me ayudan en nada. Así, la conclusión general a la que arribó la familia la navidad pasada, por ejemplo, terminó siendo algo así como que todo pobre es, por definición, chorro y que la excepción a esta regla que no tiene excepciones, termina corrompiéndose en la primera oportunidad que se le aparece. En algún cumpleaños, también, se llegó a un consenso de dureza marmórea: los juicios a los represores de la pasada dictadura deben suspenderse, porque hoy van por ellos y mañana vienen por nosotros, que trabajábamos sin molestar a nadie. Hoy, el camino que recorro hasta las reuniones consanguíneas obligadas me encuentra también sudando frío, preguntándome qué nuevas inmoralidades deberé escuchar en esta oportunidad, pidiéndoles a mis oídos perdón de antemano. Debe ser una alteración cromosómica masiva la que padecen, me digo.

Quizás sean los años de masticar bronca en ese sentido los que me han empujado a repudiar de repudio absoluto a ciertas personas en el mismo instante en que pisan por primera vez la farmacia. La experiencia me permite reconocer a un fascista más rápido, aún, de lo que se reconocen entre ellos; así que basta una rápida mirada para sacar, incluso del más hippiemente ataviado, la ficha oscura de la diestra condición política.
Estela no me engañó ni por un segundo. A un no-iniciado en las artes de detectar al enemigo, quizás podrían haberlo confundido su apariencia de viejita inofensiva, o su paupérrima condición de jubilada docente. A mí no. Ningún signo exterior revelaba lo recalcitrante de su derechismo pero yo soy lenta, y la cara positiva de mi lentitud vacuna ha sido siempre la paciencia; por eso a cada: “es una pobre mujer, ¿viste que no es una vieja nazi hija de puta como vos decías?” que me dijeron, contesté con un gesto rumiante: vos esperá, y hablaban los siglos de mi vejación familiar, vos esperala.
Así fue pasando el tiempo, así fueron repitiéndose sus visitas en apariencia inofensivas; ella es profesora de historia y alguien cometió la infinita torpeza de comentarle mi paso largo y fallido por la carrera, de nada sirvieron después de eso mis excusas: ella me buscaba permanentemente y jamás le importó mi gesto de evidente desdén, mi inocultable aburrimiento; tal y como suele suceder en estos casos no le interesaba en lo más mínimo que yo no tuviera el más mínimo interés en conversar con ella sobre los avatares de la primera historia argentina, tema que la apasionaba desmedidamente; una vez incluso, llegué a decirle para desmoralizarla: “la historia argentina nunca fue lo mío, a mí me interesaba la historia medieval”, pero nada, ni me escuchó, creo, y siguió hablando. A veces supongo, equivocadamente, que la mejor forma de provocar la partida de un cliente molesto es el silencio, pero esa hipótesis casi siempre falla y a Estela nunca jamás le preocupó mi silencio de hierro, sino que más bien intuyó en él mi contento con las miles de boludeces que repetía sin ningún tipo de tapujo y con todavía menos fundamentación teórica, historiográfica y documental. Mi silencio, por otra parte, también le fue construyendo un pequeño lugar confortable en el que ella fue apoltronándose tranquila, una vez allí, cada vez más cómoda empezó a dejar que su discurso fluyera. Al principio fueron indicios, señales que sólo alguien que estuviera atento iba a entender: un apenas perceptible desprecio por Mariano Moreno, un elogio exagerado a Bartolomé Mitre, una interpretación estrafalaria de la Batalla de Pavón, cuestiones poco significativas que a mí, por supuesto, no se me pasaron por alto. La comodidad de mi silencio, sin embargo, se fue convirtiendo en una cama mullida y Estela se dejó ir progresivamente; cuando quise darme cuenta el asunto ya era inmanejable y ella gritaba sus loas al vaticano y a las monarquías europeas, vociferaba su pasión irrefrenable por la masonería, decía que Darwin era un degenerado, Freud un pervertido y que Los protocolos de los sabios de Sión son documentos históricos que deberían estudiarse en la escuela secundaria.
Yo traté de tomármelo con calma, traté de pensar que nada tenía que ver con su demencia, traté de poner la mente en blanco y practicar todas las técnicas de relajación del yoga que me fueron dadas recordar.
Yo traté, pero –por supuesto- no pude. Y ahí, en realidad, nace este relato.
Nace el día después de algo que, para mí, era una derrota electoral, nace un lunes de socavón derrotista, cuando el escrutinio me decía en definitiva que, a lo mejor, casi toda la gente de la ciudad en la que vivo es fascista, no importa su edad, no importa que no estén sanguíneamente vinculados con mi familia; un día en el que mi paciencia bovina había sido reemplazada por una furia que no reconoce especie. Un día de triste confirmación. Es duro sentirse rodeado de enemigos, a uno le dan ganas de fugarse, pero la fuga sola no basta, así que también le dan ganas de prender fuego la casa del resto, de prenderle fuego a sus familias y, ya que estamos, de incendiar la ciudad entera. De ese tipo de días, estoy hablando, no sé si se entiende.
Es de imaginarse que, en ese contexto, pocas cosas podían ser más inoportunas que una de las visitas de Estela. Verla entrar y pensar en erupciones volcánicas fue todo uno. Verla entrar y pensar que hoy no era día para silencios réprobos fue todo otro, simultáneo. Pero por un error constitutivo, no somos capaces de percibir cuándo el horno no está para bollos (el degenerado de Darwin debería analizarlo) y Estela arrancó bien, diciendo: “Estoy francamente desolada”; y siguió tranquila, diciendo sin que nadie le preguntara: “las elecciones me demostraron qué clase de sociedad es ésta en la que vivimos”; con un profundo terror me descubrí coincidiendo. Mi silencio era inquebrantable, sin un sonido, sin un músculo que se contrajera para que ella no pudiera asumir, como siempre hacía, que el gesto más mínimo era una anuencia. “Porque ganar esos liberales, esos libertinos...”, y el paisaje para mí empezaba a aclararse, y era un alivio, porque la coincidencia era un sudor frío corriendo por la espalda, “esos cochinos. Lo que más me entristece es que el partido que yo voté salió último, ÚLTIMO, ¿me entendés?”. Mi política pétrea me impedía preguntarle nada que no fuese estrictamente medicamentoso, pero la curiosidad existía y yo no recordaba quiénes habían salido últimos; de todos modos, su verborragia no precisó que yo violara mis preceptos, “el único partido como la gente, que se opone abiertamente a los homosexuales, al aborto, que propone una educación basada en el amor a Dios y a la patria... el único partido serio, que busca defendernos de las aberraciones”. La risa a veces es como una ola que sube desde un lugar imposible de ubicar, sito en algún punto del estómago; como un tsunami me explotó la risa incontenible en la boca y hasta creo que sin querer llegué a escupirla con la espuma a Estela que me miraba incrédula, no sé si descreyendo más de la situación o del hecho de que yo finalmente me estuviera moviendo.
Después del tsunami, que duró un buen rato, lo confieso, siguió un final del que no recuerdo demasiados detalles (la liberación carcajádica tiene un efecto narcótico), sólo que Estela estaba aturdida por lo estertóreo de mi risa y más aún por mi insólita nueva actitud contestataria. Recuerdo vagamente que ella dijo tibiamente algo así como que el problema de este país es que nos dejábamos gobernar “por extranjeros, familias prácticamente recién venidas, sin ningún tipo de anclaje en el país, que llegan con sus tradiciones religiosas paganas y sus doctrinas políticas incendiarias”. Yo estaba en erupción, así que le contesté, entre los ronquidos de la risa algo que fue más o menos como esto: “yo soy profundamente atea, marxista y nieta de inmigrantes, y estoy mucho más que segura de que haría un gobierno infinitamente mejor que usted, que es patricia, católica y conservadora. Se lo aseguro”, rematé, mientras me limpiaba los restos de lava de la comisura de la boca.
Ofensa mortal, la mía, fue como romper armas, y Estela, la aparentemente sumisa profesora de historia me miró con un odio inmemorial, con un odio de clase y de raza, se dio vuelta y ya desde la puerta me dijo, furiosa: “Ahora hacete nomás la zurdita, pero ya vas a ver, vos, a mis años”.

El tsunami de golpe explotó en el suelo y pude sentir el horror creciéndome en el cuerpo. Tamaña maldición justo a mí, con mi pánico hipocondríaco al gérmen derechista; justo a mí con mi genética deficiente, mi predisposición congénita, mi espanto de adn. Sentí que iba a desmayarme y me apuré a decir rápido, como conjurándola: “Bruja fascista, ‘ya veré’ las pelotas; que si tengo que inmolarme yo solita en la selva boliviana lo voy a hacer, pero responder a tu designio, nunca”. Me temblaban las piernas, todavía, mientras la veía cruzar la calle ajena a mi contraconjuro, a mi intento de antídoto.
Me pareció ver con una claridad prístina lo que pensaba, casi como si fuera el globo de una historieta podía leer, entre los vahos de la ira, decía algo así como: “Debe ser una alteración cromosómica la que padece, la muy enfermita”.

5 comentarios:

  1. Al embrujo fascista se lo exorciza con:
    1)100 gramos de marihuana semanales, fumados o consumidos por vía oral, de por vida.
    2)videos de 6,7,8 y/o colección completa de Página/12, al menos una vez a la semana.
    4)Lectura anotada de "Las venas abiertas de América latina", una vez al año (se puede reemplazar con "El libro verde olivo").
    5)Entonación diaria del cancionero de la izquierda latinoamericana, preferentemente en ayunas y con predilección por obras de Carlos Puebla, Quilapayún, Victor Jara y Violeta Parra.
    6)Trabajar para "un viejo de mierda" y odiarlo con pityalvaricia. Puesto que ser cuentapropista puede convertirnos en fascista, en caso de tener ambiciones económicas y/o laborales, enconmendar nuestra alma zurda al Santo Diego, patrono de los que no se olvidan de su juventud).

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  2. Muchas gracias, aún de forma irreflexiva ya desde hace rato cumplo con los rituales profilácticos. De todos modos, sigo esperando por la vacuna definitiva. Santo remedio sería ese.

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  3. jajaj tendrías que haber conocido al coronel Fossatti que nos gritaba insubordinados cuando no haciamos caso jajaj

    Creo que la vejes te hace perder la paciencia y te deshinibe. Así que lo más probable es que termines sacando a escobazos a los fachos el primer día. Lo que sí, los sentidos van perdiendo agudeza y por ahi tambien saques a alguno por error.

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  4. Los años no te convierten en dada distinto de lo que sos cuando joven. ¿De dónde salió esa idea pelotuda de que la madurez te acerca a posiciones más conservadoras? Nunca tengas miedo de convertirte en lo que aborrecés, es imposible. Eso es cosa de vargas Llosas, Turcos Asís y gente por el estilo. Claro que hay gente de mierda, y antes la hubo y posiblemente la habrá en tu futuro. Es la vida, che. Uno piensa y hace lo que no puede dejar de pensar y hacer. Decile a Este4la que se vaya a la concha de su hermana.
    Rimondino.
    PD: muy bien escirto el texto, decíselo a Stamponi así se indigna.

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  5. la huida no existe, úrsula.
    habrá que poner el pecho.
    y el grito.

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