lunes, 9 de mayo de 2011

envidia

-Yo realmente te envidio, porque para vos, laburar es un placer.
-Bueno…
-No, siempre tenés alguna anécdota increíble sobre las cosas que te pasan en la farmacia, sobre la gente que conocés, sobre algo que te deja pensando.
-Bueno, tampoco es tan así, dejame aclararte algo, en primer lugar, yo, por definición, por configuración biológica, odio trabajar, lo considero una alienación -como bien me enseñara el viejo barbudo hace tanto-, creo fervientemente que violenta mi derecho constitucional al ocio, que me violenta a mí como persona, en definitiva, poniéndole un precio a mi tiempo y que, siendo el tiempo una parte central de mi persona como es, termina poniéndome un precio a mí, en definitiva. Trabajar es prostituirse, no tengo en lo absoluto la visión rosa e idealista del trabajo (quizás porque nunca me faltó, eso es cierto), trabajar es, para mí, la peor forma de perder mi tiempo; además la sola introducción del componente monetario inherente al hecho del trabajo es capaz de degradar a mis ojos la actividad hasta sus límites más bajos: sea el trabajo que sea, si me pagan por hacerlo, debe ser porque no es tan bueno. En segundo lugar, no hace falta que te aclare que este trabajo en sí no tiene nada que ver conmigo, nunca me interesaron los antibióticos, ni los analgésicos, ni ningún tipo de legalidad medicamentosa, sólo me interesa la gente (ya sabés que el ser humano es casi mi religión, yo no tengo dios, solamente tengo mi fe en la humanidad que se expresa de una extraña forma negativa), y ni siquiera me interesa todo sobre la gente, su anatomía, por lo general me tiene bastante sin cuidado, por lo que el correcto o mal funcionamiento de la misma no es un tema que ocupe mi cabeza habitualmente. En definitiva: trabajar no me gusta, y este trabajo en particular, menos.
-Pero…
-Sí, pero sin embargo, encuentro pequeñas joyas todos los días que hacen del yugo algo menos penoso, que lo disfrazan. Ahora bien, ¿esas joyas están a la vista de todos?, ¿sí?, ¿entonces por qué el resto parece no advertirlas? Bueno, para eso tengo un par de explicaciones posibles: por un lado yo tiendo a prestar desmedida atención a los detalles en detrimento del todo; mi suerte de teleobjetivo personal funciona de esa manera, por lo que quizás tiendo a magnificar una porción minúscula de la persona con la que me encuentro, algo que por alguna razón indeterminable me resulta interesante. Alguien más generalista tal vez notara, viendo como ve, la totalidad del individuo, aspectos francamente penosos que mi deformidad visual no me permite notar. Lo mío es una suerte de discapacidad positiva. Y por otra parte, como ya dije antes, la humanidad funciona como una religión para mí, y como cualquier feligrés resulto terca, niego aquellos aspectos que contraríen a mi dogma con la misma obstinación con la que un cristiano, por ejemplo rechaza la idea de que Jesús sea un cuento. Yo, obcecada, insisto en maravillarme todos los días como quien reza, y encuentro genialidades donde no las hay, como un caballero en la edad media dejaba su casa para encontrar el santo grial. ¿Qué quiero decir con todo esto? Que encontraría anécdotas entretenidas en cualquier otro contexto, de hecho las encuentro a menudo, en el colectivo, en la calle, en todos lados, sólo que el tedio del trabajo, quizás, me obligue a aguzar la mirada, y el hecho de que esté nueve horas por día en el mismo lugar, las haga numéricamente más significativas.
-Bueno…pero la pasás mejor que yo en la oficina
-No, claro, con una oficina no se puede ni comparar.

1 comentario:

  1. Si mi doctor, en algún momento, me receta un medicamento, debería pasar por esa farmacia.
    Beroldo.

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