miércoles, 1 de junio de 2011

y anda

Lázaro es un hombre pequeño, mejor dicho un hombre empequeñecido (mucho, muchísimo más de lo aceptable estéticamente) por el peso de la soledad (quizás, son meras suposiciones urdidas por mi mente afecta a sentimentalismos), por el peso de la edad (aquí no caben suposiciones, es un hecho: Lázaro tiene todos los años, no creo que quede por ahí alguno que él no tenga), o por el peso de la enfermedad (no voy a acotar paréntesis para no herir susceptibilidades y/o sensibilidades aprehensivas).
Lázaro camina despacio, increíblemente despacio, avanza de a pasos minúsculos con sus dos pies abiertos hasta el límite de lo humanamente posible, se acerca hacia uno con un ritmo extraño, sincopado, fraccionado, como dos corcheas seguidas de un espacio breve, vacío de movimiento, quieto. Su cara es una conjunción de manchas oscuras de distintos tamaños, de piel que sobra por los cuatro costados, de dentadura postiza que quedó grande, que no está fijada en la mandíbula, que quedó bailando.
Imposible entender una sola palabra de lo que dice Lázaro, habla un idioma personal, un dialecto individual y privado, una lengua de uno; imposible saber si no se comunica con el resto de nosotros mortales, porque no puede, porque no quiere, porque no tiene la necesidad, o simplemente porque no tiene nada expresable que comunicarle al mundo. Lo único certero sobre su forma de hablar es que tiene un dejo nostálgico, como si en otro momento, allá en el otro extremo de la línea de la vida, casi cayéndose al pozo de la prehistoria, esa lengua hubiese servido para algo, hubiese comunicado algo al mundo; quizás porque él narraba para otros en idioma reconocible o porque todos los vivientes hablaban ese dialecto íntimo para uno (la diferencia es mucha, la diferencia entre una y otra opción es la misma que hay entre la locura y la melancolía).
Lázaro venía día a día, una eternidad demoraba en entrar y entablar una mínima conversación (una extraña charla en la que cada uno hablaba hacia adentro para liberarse, no para comunicar), tanto tiempo que yo fantaseaba con la infinidad de cosas que podía hacer en el tiempo que pasaba entre que él cruzaba el umbral y el momento en el cual se encontraba lo suficientemente cerca como para que empecemos nuestra falacia comunicativa. Muchísimas opciones destinadas a no concretarse, posibilidades varias que iban desde lo mundano (pintarme las uñas, coser el dobladillo de la pollera o improvisar una extensa carta a un amigo olvidado), hasta la proyección filosófica más compleja. Lázaro, sin él saberlo, era para mí, fuente de meditaciones profundas, y lo sigue siendo, de hecho este texto tiene por único objeto socializar ya no la historia de este diminuto individuo del que en realidad no sé nada (esto suena a desmoralizante aclaración de un narrador demasiado sincero, uno que rompe la magia ni bien empieza a contar), sino que es un intento vano por trasladar un poco de lo que Lázaro produjo en mí, de lo que él hacía en mi cabeza, de la forma exacta en la que yo lo veía, de mis ojos mirando a Lázaro, en definitiva (y qué otra cosa es escribir sino confiar, solamente por el lapso que dura un texto, pero confiar ciega y sordamente en la utopía de que es posible ese entendimiento).
En fin, el hecho puntual, es que el negocio barrial y su intrínseco caldo de cultivo para el chusmerío, me permitieron no perderle el rastro a Lázaro, y enterarme de algunos detalles, menores, pero pintorescos: saber que estaba un poco desorientado, saber que vive con su hermana, de la que nunca se separó, por ejemplo. Su hermana era una anciana apenas menos endeble, apenas menos deteriorada, apenas menos chiquita, apenas menos manchada. Sin embargo, algo en ella resuma confianza, y he ahí algo que está lejos, muy lejos, casi en la otra punta de la casa que habita nuestro Lázaro. Su hermana venía muy de vez en cuando (su mucho más saludable estado físico atentaba contra la prosperidad del negocio al que me dedico), y siempre que venía, por otra parte, era para tratar temas relacionados con Lázaro: si se había aplicado la inyección semanal que inútilmente trataba de paliar una anemia que, más que aquejarlo, lo definía; si había pagado sus deudas (otra vez la familia atentando contra el comercio: Lázaro no estaba al día, nunca); o para saber si había comprado el jarabe para esa tos que nunca lo abandonaba. La hermana de Lázaro, en definitiva, era una miniatura con los pies derechos, mirando ambos hacia adelante y bien en la tierra, la anciana depositaria de todo lo que a su hermano le faltaba.
Un día, sin embargo, la vi entrar, a paso inusualmente rápido y algo desencajada; sin ningún tipo de introducciones amables (a veces peco de exagerado apego a las frases hechas: la ausencia de un “buenos días”, o un “hola, qué tal”, al menos, cambian mi percepción de una persona e cuestión de segundos, como si yo fuese la anciana adoradora de las viejas fórmulas de la retórica conversacional), así, como en un rapto de violencia, escupió a mi sonrisa prefabricada un: “¿No vio usted a mi hermano?”. A veces, y solamente a veces, la urgencia en la voz de una persona logra lo imposible, logra que modere mi vicio verbal más exasperante, el reflejo condicionado que me obliga a deslizar bromas imbéciles, una tras otra, como si provocar la sonrisa comprometida y agotada de mi contraparte significase algo; así que casi milagrosamente, logré contener mis chistes estúpidos gracias a que su gesto de necesidad imperiosa me indicó algo (hubiese querido decir: “Sí, en alguna oportunidad lo he visto, es un hombre bajito que camina despacio, ¿no?”; ahora por fin lo dije, ahora por fin puedo descansar en paz sobre la tumba inerte en que se fue convirtiendo este texto). Logré apenas empezar a modular un “No”, cuyo final no tuvo testigos; la hermana de Lázaro, sin que mediara agradecimiento o explicación alguna se dio a la fuga dejándome nuevamente barruntando contra las faltas de cortesía (definitivamente, soy tan vieja y remilgada, que hasta los ancianos me parecen jóvenes impulsivos y maleducados).
No le di mayor trascendencia al hecho, acostumbrada como estaba a los pequeños desplantes de la mujer, esta era apenas una mancha más en el pelaje de ese tigre al que no le importaban las buenas maneras de lidiar con empleados.
No volví a pensar en Lázaro por un largo tiempo, en parte porque el atareamiento laboral no me lo permitió, y en parte porque esa era la mecánica de nuestro funcionamiento: Lázaro era promotor de innumerables cavilaciones, sí, pero de cuerpo presente, en cuanto él se ocultaba a mis ojos, el embrujo se rompía y yo volvía a mis cotidianas preocupaciones; era como si su pequeña humanidad no bastase para producirme mucho más, como si fuese un truco de magia brevísimo y efectista, su efecto en mi sensibilidad se evaporaba sin la presencia de su ejecutor, un mal mago, en definitiva.
Aproximadamente un mes después de la irrupción intempestiva fraternal, yo me encontraba en una de esas eternidades huecas que transcurren en las paradas en los colectivos, y en algunos inconducentes paseos mentales debía estar entreteniéndome cuando el poste que servía de sostén a mi agotada humanidad me reveló un secreto: una pequeña imagen borrosa, fotocopia de mala calidad, se recortaba desde el fondo anodino de papel gastado, una imagen conocida que saludaba desde el metal. Sí, era el mismísimo Lázaro ilustrando un cartel, exactamente al lado de un anuncio de clases particulares de inglés, tapado apenas por una hoja que promocionaba las mil y una soluciones ofrecidas por una adivina; ahí en el medio, Lázaro y la incógnita de su paradero, Lázaro y su hermana, y toda una familia desconocida y lejana para mí, desesperados por el reencuentro.
Mis ojos borroneados reeditaron la magia de su presencia, otra vez Lázaro me provocaba mil y un pensamientos. ¿Dónde estaría?, ¿qué estaría haciendo?, ¿se encontraría bien?, ¿habría sobrevivido a la incertidumbre de saberse perdido?, ¿cómo había hecho para alejarse del círculo conocido con su paso lento hasta la alevosía?
Todo el resto del día y toda la noche pensé en el pobre anciano mareado; le destiné mi primer pensamiento matinal, ese que considero capaz de cambiar la realidad; y, por primera vez en la larga historia de mis intentos fallidos, el truco intentado, esa palabra dicha a repetición que una y otra vez se demostraba inútil, funcionó; por primera vez, la magia o simplemente el azar (aunque prefiero creen en sobrenaturalidades esta vez, son tan pocas las ideas de este tipo que me regalo) quiso que el verbo pudiera con la realidad. Cuando llegué a la farmacia la noticia excluyente que convulsionaba al barrio era que Lázaro, después de un largo paseo por las calles porteñas, había ido a parar a una institución para ancianos indigentes y débiles mentales (esa palabreja me molestó, la escasez de Lázaro era netamente física u oral, en el peor de los casos, pero nada se entrevía de débil en su intelecto). En perfecto estado de salud, o al menos en el mismo estado en el que abandonara su morada, Lázaro había por fin vuelto a su casa, a la comodidad o incomodidad de los retos de su hermana, al paisaje habitual del barrio, las caras conocidas, la verdulería, el supermercado chino, la agencia de lotería; Lázaro había vuelto a mi farmacia. Las preguntas, sin embargo, caían en el pozo hueco de la inutilidad, nada recordaba de su gira, o al menos nada que quisiera divulgar a los oídos ávidos de anécdotas ridículas, nada que decir a todos aquellos que querían confirmar de una manera obsesiva que Lázaro se había ido muy en contra de su voluntad. Yo, por mi parte, opté como siempre hago por la opción silenciosa (cobarde, más bien) de no hacer referencia al asunto de su pequeño “extravío” (utilizo esa palabra no porque su concepto me convenza como posible explicación al caso, utilizo esta palabra por fascinación sonora, por el embeleso estético que me provoca su música). Nunca le dije nada y estoy completamente segura que él me lo agradeció, pasamos a ser cómplices de un vacío común.
Lázaro sigue siendo, que no confunda mi uso caótico del tiempo verbal, improbablemente sigue vivo, en su paupérrimo estado de salud sigue viniendo a la farmacia, con su paso de caracol borracho sigue hablando su idioma inextricable, sigue teniendo a su hermana mandona, sigue sin recordar (o sin decir que recuerda) nada de nada de su pequeña excursión por las calles de Buenos Aires.

Como un símbolo, Lázaro es un signo, una flecha que señala a la nada tallada en la pared de mi laberinto, un hito nada atractivo de lo que es la vejez, de lo que significa estar desorientado, de lo frágil de nuestra memoria; Lázaro es una miniatura significativa, un objeto decorativo de esos que no nos gustan pero descansan en nuestros estantes por motivos sentimentales, Lázaro me enseñó, hizo carne la pesadilla habitual de estar perdidos, en toda la infinita y desértica extensión de la palabra.
Hasta aquí mi intento insolente por salvar a Lázaro de las tinieblas del olvido; hasta aquí mi intento inútil por salvarme a mí del extravío.

2 comentarios:

  1. lázaros como ese se necesitan en momentos en los que el laberinto se vuelve cada vez más chico. o los demás asumen que se está caminando en círculos.
    no sé. el que sabe es lázaro. y yo tampoco me atrevería a preguntarle.

    maravilloso el texto.

    ResponderEliminar
  2. Aunque a simple vista no lo parezca, creo que la presencia ( y ausencia) de Lázaro en la farmacia, es una de las más significativas que ha tenido la farmacia.

    ResponderEliminar