lunes, 5 de septiembre de 2011

inmoral

Creo, considero, estoy segura, afirmo, que buena parte de las repeticiones que en la vida se producen con una cíclica asiduidad son saludables, deseables, necesarias. Lejos está de mi voluntad la alabanza inmotivada de la novedad; la novedad no despierta en mí demasiado interés. Es la reiteración la que me resulta curiosa, la aparición de un mismo elemento, de una misma secuencia: el patrón. La novedad es vecina de la noticia, vive, en ese concubinato que es la sinonimia, pegada a uno de mis enemigos más antiguos: la originalidad. No pienso extenderme ahora en esa mentira ontológica, en esa quimera perniciosa que es el concepto de originalidad, ni siquiera emprenderé una de mis atronadoras invectivas contra la caterva de tramposos que la sostienen como bandera, no. Hoy, y sólo por hoy, el lema será vivir y dejar vivir; incluso a las palabras. O a los conceptos nocivos.
Estaba con las repeticiones, las cosas que suceden una y otra vez para mi deleite, para que yo desmenuce, con paciencia quirúrgica, el juego de similitudes y sutilísimas diferencias que se despliega ante mis ojos toda vez que me enfrento a la misma situación ya que atestigüé o protagonicé antes, que sostengo la misma conversación que ya sostuve, la misma discusión. Mi amiga Analía es, además de una extraordinaria poeta, una maravillosa conversadora; con ella siempre resulta fácil pasar de los temas mundanos de conversación (que muchas veces no me importan), a esas cuestiones de las que no me canso nunca, ni siquiera cuando ya estoy cansada de hablar de eso. Con ella sostengo cada tanto una discusión que me encanta; cada tanto, también, ensayamos nuevas argumentaciones sobre ese mismo tema y ella y yo traemos a la palestra nuevos ejemplos que estuvimos pensando, que estamos seguras, esta vez son capaces de convencer a la otra de que nuestra posición es la correcta. A veces creo que tenemos esta discusión incluso cuando no estamos juntas, o cuando estamos hablando de cualquier otra cosa, como si la polémica y nosotras fuésemos los verdaderos únicos dos bandos diferenciados. A veces, me parece, polemizo con ella mientras pienso en otras cuestiones y esa -de eso sí estoy segura- me parece una hermosa forma de amistad.
El tema de la polémica no es demasiado interesante, no es rimbombante como pueden ser la pena de muerte, el aborto o la legalización de las drogas; no discutimos sobre esas cosas, principalmente, porque en general estamos de acuerdo (no, sí, sí, son las escuetas respuestas, en ese preciso orden). No, con Analía discutimos sobre literatura. El problema lo originó el formato de la crónica, a Analía le encanta la crónica en la misma medida en que la enoja, o la conflictúa; ella dice que la crónica es, muchas veces, una forma de enmascarar un aprovechamiento; que cuando un cronista narra un suceso que tiene a otro por protagonista está, básicamente, abusando de la buena fe y de la buena voluntad del otro para hacer literatura que es –y en esto estamos de acuerdo- una forma privilegiada de embuste. Aparece, de vez en cuando en el discurso de mi amiga, un elemento interesante: ella dice que cuando un cronista toma por objeto de sus disquisiciones a un individuo pobre, y hace de él y de su paupérrima condición, literatura (que además de embuste, es una forma de comercio, sea o no mediatizada por el dinero), el cronista copia, reproduce la lógica infame de opresor-oprimido, es decir, duplica el peso de la bota que tiene aprisionado contra el piso al cuello del sujeto en cuestión. Nada más y nada menos. Y entonces se enoja con la crónica y putea a medida que la lee.
Yo le digo, también entonces y aprovechando el furioso recogimiento que requiere toda puteada, que eso es y no es así. Que es cierto que la literatura no es liberación para nadie, y que el cronicado (por ponerle un nombre) está siendo objeto de una doble explotación; pero que el cronicado y ella se equivocan si pretenden que la literatura, ese sucio trabajo de escribir, sea una forma que justicia. Pocas cosas son menos justas que la letra escrita y pocos sinsentidos hay más grandes que la expresión “justicia-poética”. Y, acto seguido y casi sin tomar aire, le agrego algo así (las expresiones de una y otra parte varían ligeramente cada vez, y en esa variación anida el centro del centro del gozo de mi entretenimiento): hay, por lo demás, un género de literatura que, fracasando como se fracasa siempre que alguien busca ser la justicia, opta por erigirse en el lugar de la justicia, reemplazándola, y desde allí condena y absuelve indistintamente, sentencias que no acata nadie. Esa literatura a mí no me interesa. A mí el arco literario que me gusta es el que va desde la inmoralidad hasta el crimen, pasando, por supuesto, por delitos varios. Y cuando digo ‘inmoralidad’ no me refiero al sexo, que para mí no es una categoría moral, de la misma forma que cuando digo ‘crimen’, no pienso en un asesinato, o al menos no en uno literal. Ambas para mí son categorías de lo siniestro, y es ese movimiento, el del dedo oprimiendo dichosamente la llaga, el que me interesa, ya sea leer o contar.
Las discusiones casi siempre, en este punto, se pierden en ejemplos, nos tiramos por la cabeza con autores, y ella dice Lemebel, y yo digo Poniatowska, y nos peleamos por Walsh. Un mar de gente volando por el techo del cuarto hasta que llega la política o el amor, o el previsible juntarse de ambas categorías y la polémica tiene que irse a otro lado, seguramente resentida por el abandono, se va, a seguir su curso independientemente de nuestra diletante e inconstante voluntad.

Hoy sigo la discusión por este medio, aun a sabiendas de que ella seguramente se moleste por no poder opinar; hoy sigo la discusión pensando en mí, que escribo esto, que si fuese algo, quizás, sería una crónica. Hoy sigo esta discusión, también, mientras pienso en Brunilda. Brunilda la buena, la asistente social retirada. Brunilda la tía que todos querríamos, la que les lleva regalos hasta a las cajeras del banco, para la que todos somos divinos y hermosos y talentosos y geniales en lo que hacemos. Brunilda, la que adoptó dos hermanos huérfanos en los sesenta, la misma que colabora en una fundación que busca conseguirles medicamentos a aquellos que no pueden comprarlos.
Brunilda es la persona más buena de todas las que yo conozco (con esa bondad, a mis ojos, no tan meritoria, la que tienen los que son buenos porque lo malo no los asalta como una necesidad, no los aqueja como una enfermedad, no los embosca).
Y es también, la más confiada.
Desde que la conozco, hace ya varios años, le han pasado algunas cosas bastante singulares: una vez le desvalijaron la casa; después se supo que ella se había olvidado las llaves en un bar y el mozo, un chico divino, maravilloso al que cómo no le voy a dar mi dirección, se llevó los dólares de la venta de un terreno en Entre Ríos, los trajes del hermano muerto y un teléfono inalámbrico (la selección es rara, lo sé), antes de desaparecer para siempre del bar al que Brunilda siguió yendo religiosamente, para conocer a otro mozo, igual de divino y maravilloso que el anterior e, intuyo, igual de confiable como para decirle en qué piso y en qué departamento del edificio de al lado vive.
Otra vez la sobrina (o algo así, porque en realidad era ahijada adoptiva), después de una noche (una vida) signada por el exceso de líquidos, sólidos y gaseosos, fue encontrada por el portero del edificio en el que vive su ¿tía? mientras subía a la terraza; creyéndola confundida por lo temprano de la hora, el encargado la guió hasta el departamento de mi clienta para comprobar poco tiempo después que la joven (no tan joven ya) no estaba confundida, se dirigía a la terraza porque era allí donde había levantado un sutilísimo campamento para pasar sus veraniegas noches de desalojada. Brunilda tuvo que darle unos pesos al encargado y hacerle un regalito a la divina de su mujer para que la historia de la sobrina okupa no trascendiera y en el edificio no echaran a la del tercero A (sí, hasta yo sé dónde vive) que, parece, es un peligro para el resto de los vecinos.
No me venían a la memoria más ejemplos que ilustraran lo confiada que es Brunilda, pero recién (las casualidades no existen, pero que las hay, las hay) acaba de llamarme por teléfono para encargarme un medicamento y, ya que está, contarme otra: desde hace un par de meses, cada vez que iba al banco para cobrar la jubilación, en la cuenta encontraba poco menos de la mitad de su sueldo. El misterio se resolvió hoy mismo y, como suele suceder cuando se trata de Brunilda, se resolvió por la delictiva: parece que ella una vez le dio los datos de su tarjeta a un chico macanudísimo que le dijo que era empleado del banco y… Bueno, para todos menos para Brunilda lo que sigue a esos tres puntos suspensivos es lo esperable.
Brunilda sufre una salidera bancaria, más o menos, cada seis meses. Quizás influya el hecho de que todo el barrio sabe que su documento termina en 0 y a qué sucursal del Banco Patagonia va en el 80 a cobrar la jubilación.
Brunilda subiría el índice de criminalidad hasta en Suecia, pero no es eso, o al menos no es eso solamente, de lo que quería hablar. Quería hablar de que la semana pasada vino y finalmente me contó una buena noticia: ella es la única heredera viva de sus padres, que le dejaron, por único legado, una casa en su Entre Ríos natal, una casa muy grande, tipo casco de estancia que para ella significa mucho porque es la casa en la que nació y se crió. Lamentablemente, su salud, deteriorada a fuerza de tanto disgusto, no le permite ir hasta allá a terminar los trámites de sucesión y toda esa historia; pero por suerte apareció un muchacho encantador que justo justo va a ese mismo pueblo y se ofreció a hacerle el trámite. Lo único que tiene que hacer ella es firmarle un poder para que él haga todo, absolutamente todo, en su nombre.

No pienso añadir ni una sola palabra a lo anterior. Me voy a quedar en completo silencio.
El mismo silencio libre de alertas en el que me quedé cuando Brunilda terminó de contarme, feliz, la historia. El mismo silencio que ahora escribo, hago crónica cómplice, inmoral.

Hay algunas discusiones que se resuelven, se ganan -o se pierden- en acciones, no en palabras. No sé cuál de las dos cosas acaba de sucederme.

5 comentarios:

  1. el verdadero inmoral es el lector de crónicas.
    y: no, a la pena de muerte. sí, al aborto legal. sí, a la despenalización de la droga.

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  2. celebro tu crónica, vic, nuestras diferencias que no son tantas ni tan tan, el camino juntas, lo narrable. justo hoy hablaba con los chicos en el cole de estas cuestiones, del hurto a lo real al que nos dedicamos al cronicar...
    y, claro que sí, leyéndote, recién, recién, hubo una línea en la que como muchísimas y otras veces, brotó una carcajada de esas estruendosas que compartimos por años, claro que, también, mis ansias de replicar se acrecentaron geométrica, exponencialmente antes de llegar al verdadero, legítimo quid del relato, brunilda.
    y, para terminar, diría, simplemente: ¿inmorales no seremos todos?

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  3. recurro a lo fácil, primero, la crónica de Brunilda, la de una muerte anunciada. eso está claro.
    a esta altura de la soirée la moralidad es algo que evidentemente comprendo poco y, en consecuencia, con la inmoralidad del lector/escritor, me ocurre lo mismo. se corrieron los límites para algunos, se encogieron para otros. hasta qué punto la moral es objetiva? para mi, ni en el punto inicial. por lo que debo asentir a la pregunta de la amiga analía. la moral del otro nunca será la propia, por tanto, a ojos vista de cualquier interlocutor, siempre seremos inmorales.

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  4. Curioso, pero a mí no me parece objetable la crónica, aunque sí desarrollo un poderoso odio por los programas donde Martín Ciccioli se sienta a comerse las eses con los pibes de Plaza Flores. Perdono a la crónica por su coqueteo con la literatura, aunque al mismo tiempo me pregunto por qué no se libera ya de su papá bobo el periodismo y abraza la ficción, donde nadie puede tirar la primera piedra.
    Gran texto. Beso.

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  5. Escribir es más contar que opinar y esta historia está muy bien contada.

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