viernes, 14 de octubre de 2011

bordolino

Y por suerte advertí de este amor mío (y no tan mío) por la repetición, porque quizás deba insistir involuntariamente (voluntariamente) sobre lo ya insistido. Quizás me aboque a mi afición preferida, la reincidencia, cuando cuente lo que necesito contar hoy. Cuando cuente lo que ya conté, pero distinto, pero ligeramente diferente, tal vez. Cuando empiece por contar que Valentino es, sin lugar a dudas, mi cliente favorito, que es muy viejito, bastante endeble y completamente ciego. Que es optimista hasta la exasperación y que es ese optimismo sin mesura, en una de esas, el que lo motiva a usar anteojos con aumento, el aumento más inútil del mundo. En una de esas Valentino piensa que si al don de la vista se le da por volver, más vale estar preparado; no lo culpo.

Copio la lógica reiterativa de Valentino, como él copia la mía, hoy mismo cuando me contó que cuento que, habiendo recientemente perdido la visión, a sus jóvenes veintiséis años, con una promisoria carrera como técnico mecánico por delante y con la capacidad de aprender “esas cosas que saben los ciegos, como el braille”, definitiva y tristemente por detrás, su madre murió, añadiendo tormentas y tormentos a lo ya inundado. Y él quedó solo con un perrito que era toda su alegría, un perrito que a veces es Bobby, y a veces Toby pero que siempre pero siempre se le pierde. El optimismo sin límites tiene un límite bien claro, y si bien se banca que nos quedemos ciegos, si bien se banca que se muera nuestra madre, parece que no se banca que se nos pierda el perro, aunque no recordemos bien cómo se llama, así que Valentino se deprimió. Bobby se perdió y Valentino salió como loco por su querido y topográficamente mnemotecnizado barrio de Villa Real a buscarlo. A veces durante diez días, a veces durante veinte, el hecho es que lo buscó tocando puerta por puerta y no logró dar con él; un par le quisieron meter perro por perro y le dijeron que tenían a Toby y lo hicieron entrar a la casa y le ofrecieron –primero-, lo invitaron –después-, y pretendieron obligarlo -por último- a llevarse a ese pequinés o a ese cusquito tan temido, el que se querían sacar de encima a como diera lugar. Pero Valentino no quería cualquier perro, puede ser que el nombre hoy no lo preocupe demasiado, pero en aquel entonces quería al Toby y sólo al Bobby. Así que siguió buscando. Y siguió buscando hasta que, sin proponérselo, entró a un colegio. El director de ese colegio resultó un tipo sensible y perceptivo, charló con él un rato y le tiró la posta: el problema que usted tiene es que está deprimido, quédese con nosotros un tiempo en el colegio que se va a sentir mejor y, ya que está aprende algunas cosas que le van a servir para la vida. A veces se queda como alumno, a veces se queda ayudando a los docentes y a los chicos, pero el asunto es que se queda.
Los chicos eran todos víctimas y sobrevivientes de la polio, cada uno con su grado de tullidismo, iban a ese lugar donde les enseñaban, además de a leer y a escribir, algún oficio. Los pibes que lo sacaron de la depresión estaban todos peor que él, pero tenían un sentido del humor extraordinario; las anécdotas al respecto rozan el límite del buen gusto, porque incluyen –de acuerdo al día- un muchacho con una pata de palo que jugaba muy bien al fútbol pero que cuando se calentaba porque le cometían una falta se la sacaba la prótesis y le daba de a piernazos al rival; o dos que tenían un pequeño show montado para los incautos (y Valentino lo fue), que empezaba con una discusión que se iba tornando violenta hasta que se armaba un auténtico catch que terminaba con uno de los dos (el que estaba en silla de ruedas) subiéndose las piernas inertes al cuello, trabándolas atrás de su nuca y gritando a viva voz: “Pero ¡mirá lo que me hiciste! ¡Me rompiste!”.
Esos eran los jóvenes amigos de Valentino, y su salida de la depresión se inició ahí nomás, cuando después de que el director lo presentara al resto, uno de ellos le anunció: “¿Qué Valentino ni Valentino? ¿Te la das de actor de Hollywood, vos? ¡De ahora en más vas a ser Bordolino!”. Y con el apodo vino la remontada, una remontada que duró unos años largos.
Largos años le duró la escuela a Valentino, y de esa experiencia tiene infinidad de historias que contar, las historias de los chicos (por usar su expresión más que por precisión cronológica) que iban, de los profesores e incluso del director, que se jubiló en algún momento impreciso, antes de la década del ’60, y murió quince días después, (que a veces son veinte y a veces cinco) porque quizás, sensible y perceptivo como era, notó que no tener nada que hacer, lejos de ser un sueño, puede ser muy una pesadilla.
Alguna vez me contó, por ejemplo, la historia de Juan Carlos, un muchacho adorable que no podía mover la mitad inferior de su cuerpo. Juan Carlos un día apareció con una novia macanudísima, super buena, a veces es linda, a veces, más o menos. Al año, diez meses, año y medio, apareció con esa misma novia, embarazada. El misterio de la concepción es enemigo de todo tipo de pregunta, le pasó a la virgen María, le pasa a cualquiera; así que nadie le preguntó a Juan Carlos cómo es que había sucedido algo así, qué clase de milagro se había obrado.
Pero la historia argentina está plagada de baches y de golpes, en el sentido más literal y brutal de la palabra: de piñas. Y vino un golpe militar, el de Onganía y con él cayeron las medidas políticas y económicas que tanto suelen gustarles a estos sujetos de sacos tan decorados. La dictadura consideró innecesario el colegio al que asistían Valentino, Juan Carlos y otros tantos, una pérdida de dinero y espacio para el Estado, así que lo cerró o, mejor dicho, lo tercerizó: lo trasladó a la casona de una dama más o menos notable de Villa Luro, que se ofreció a cuidar y educar a estos jóvenes por una suma de dinero in-módica que le abonaban mensualmente de buenísima gana sus amigos del ministerio. De más está decir que la experiencia resultó penosa, Valentino me contaba (recontaba) hoy, que la señora en cuestión ataba a los muchachos; le molestaba su andar de acá para allá así que les ataba la silla de ruedas a un radiador, por ejemplo, o a una columna y ahí los dejaba, hasta que se cumpliera su horario escolar, estar atados era todo lo que hacían; se hablaban de columna a columna, o de radiador a radiador, en voz muy baja, para no molestar a la dueña de casa que tenía una cierta tendencia a la irritabilidad.
Además, mire usted, la doña en cuestión tenía la posibilidad de emitir certificados de estudios completos, cosa que hizo a diestra y siniestra, por dinero, por quedar bien, o por lo que fuese. Si hasta la hija de ella, que era un desastre y quería hacerse partera sacó así el título, si la piba no podía ni sumar dos más dos, viera usted, y ahora se da unos aires, unas ínfulas.

Momento, acá interrumpo la historia de Valentino de la misma forma en que lo interrumpí en su momento. No hay que preocuparse por saber más de él, por saber hasta dónde iba a llegar con su relato porque Valentino siempre vuelve, de donde sea, de donde esté, y yo volveré con él.

Lo que me interesa en este caso es ver cómo las historias se entrelazan, y cómo la hija de la dama de Villa Luro es ahora tan dama como su madre; sin saber cuánto es dos más dos se hizo partera y ahora cada tanto entra a la farmacia con un aire de plumas y alfombra roja y rezonga porque yo no la atiendo rápido, porque no le gusta lo que le ofrezco, porque los precios (que evidentemente imagina que yo fijo) son demasiado altos, por todo, en definitiva. Por absolutamente todo rezonga la partera, que una vez me dijo que los jóvenes de ahora (y, en lo que yo bien podría considerar un elogio, me señaló) no saben lo que es el sacrificio, porque cuando ella iba a la escuela tenía que pasarse horas y horas estudiando, y no había ni tiempo de pensar en hacer estupideces como eso de tomar el colegio, qué idea más descabellada. Es-tu-diar, como hizo ella, eso es lo que necesitan estos mocosos. A ver si se les pasa lo burros.

Siempre me interesó la forma en la que se consolidan, se solidifican las versiones que inventamos sobre nosotros mismos, sobre nuestras biografías. ¿En qué momento exacto convertimos en oficial una historia (posible, real o ficticia, no sé qué diferencia hay entre estas palabras) sobre nuestro pasado? ¿Cuándo y cómo tiene lugar esa justicia retrospectiva por la que de golpe fuimos o hicimos (siempre en el pasado) eso que siempre quisimos haber sido o hecho?

Valentino siempre cambia un poco la historia que cuenta y ese asunto me tiene muy sin cuidado; a lo mejor está probando qué versión solidifica, cristaliza mejor. En cualquier caso prefiero sus versiones transitorias antes que la monolítica versión de los hechos que me presenta la partera. A mí y justo a mí, como si yo no supiera que el pasado es materia plástica, maleable, móvil. Como si yo no estuviera ensayando las versiones de mi propia historia cada vez que escribo.

Valentino siempre me pide que escriba su historia. Y reescriba. Y así.

3 comentarios:

  1. mi querida, vertiginoso relato, cada frase me pedía la siguiente. y, creo, esta vez no eran mi ansiedad ni mi apuro, sino el cuerpo del relato el responsable de la carrera.
    como siempre, colega, amiga, un placer leerla y encontrarme en sus consideraciones sobre la vida y la escritura.
    he dicho.-

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  2. "si la historia la escriben los que ganan, eso quiere decir que hay otra historia" y valentino debe haber perdido y ganado la misma historia, varias veces. gracias por contárnoslas todas

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  3. qué tipo macanudo, este valentino.
    ¡gracias por escribir y reescribir su historia para nosotros!

    definitivamente, me encantan las historias que se cuentan en este terreno baldío.

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