lunes, 19 de diciembre de 2011

secreto

Que me cuenten un secreto es, para mí, una cárcel que otro me impone, en general, en virtud de sus propias faltas o delitos.
Pocas cosas me resultan menos halagüeñas y más atemorizadoras que esas graves confesiones que suelen estar encabezadas por frases como: “que no salga de acá”, “esto entre nosotros”, “te pido, eso sí, absoluta reserva”, “por favor, discreción sobre esto”, y las otras miles con las que la oralidad camufla el chisme. (y en la increíble variedad de estas expresiones que contabilizo y de las que acabo de mencionar tan sólo una muestra, leo la inacabable pasión que despierta en el ser humano el decir lo que, por naturaleza, no debería ser dicho).
Efectivamente, cuando alguien empieza a decirme que lo que me dicen no debo repetirlo, además de empezar a putear internamente por lo que me parece una decisión profundamente injusta, se prende en mí un cartel de alerta; porque para aquellos que tenemos una memoria lábil y selectiva como es la mía, contarnos un secreto es hacernos una doble exigencia, es exigirnos que recordemos el contenido –casi siempre polémico- de lo que se nos cuenta y demandarnos, además, que recordemos el significativísimo detalle de que no debemos repetir a los cuatro vientos (ni a uno solo, en realidad) eso que, por su misma naturaleza polémica llama, invita y nos emplaza a compartirlo, a comunicarlo, a discutirlo.
En definitiva, me molesta que me cuenten un secreto porque me cuesta espantosamente conservarlo y, en general, nadie me pregunta a priori si estoy dispuesta a realizar ese descomunal esfuerzo. Por lo general, entonces, fallo, como fallo casi siempre que algo me exige un descomunal esfuerzo. Y esto, que es una triste advertencia para mis conocidos y no tanto, es también una invitación a la reflexión, tanto para los emisores de secretos como para los receptores: ¿qué buscamos diciendo lo que decimos?, ¿cuánto queremos, sinceramente, que esa noticia no circule? y, por qué no, una más personal: ¿debemos imponerle a la comerciante barrial, digamos, la chica que atiende en la farmacia, por ejemplo, el pesado grillete de eso que estamos por contarle?, ¿lo amerita?, ¿tiene vinculación alguna con el rol que ella desempeña en nuestra vida o lo hacemos simplemente para soltar el lastre que alguien, a lo mejor, nos endilgó a su vez? ¿Estamos repitiendo con ella ese gesto mecánico de quien descarta un cadáver flojo de papeles en un descampado solitario para que, a lo mejor no, a lo mejor sí –ese ya no es nuestro problema- nadie lo encuentre?
Estas preguntas, todas, son las que circulan enloquecidas por mi mente, rebotando contra sus paredes acolchonadas cada vez que uno de esos desconocidos mentirosos que suelen ser los clientes frecuentes (condición ambigua, si las hay) decide soltar la bolsa de contenido dudoso sobre el mostrador de nuestra conversación, hasta ese momento regulada estrictamente por frases hechas.
Entonces el encabezado, el “te lo digo porque estamos en confianza”, el “eso sí, de esto que te voy a decir, ni una palabra a nadie”, o el “una tumba, con esto, por favor”.
Y el compromiso de recordar, de no decir; de retener y de callar.
Así tuve que no repetir, por ejemplo:
Que cuando el vecino de al lado, el del sexto piso viene y compra dos ejemplares del mismo perfume o el mismo par de aros, uno es para su mujer, y el otro para su novia. Y que esa mecánica le resulta muy útil, “para evitar confusiones”.
Que cuando el Arquitecto (así se presenta él, como si fuera el único) llama para encargar su pastilla especial para tratar la disfunción eréctil no debemos, bajo ningún punto de vista, enviársela a través de su esposa, que viene casi a diario. No debemos ni mencionar la existencia del encargo cuyos efectos, sospecho, no la tienen por destinataria.
No debo, ni por casualidad, decirle a la madre de la hija adolescente que la nena toma pastillas anticonceptivas; ni debo decirle a la hija que la madre tiene un novio con el que usa preservativos.
No debo decirle a otro padre que su hijo también toma antidepresivos, para no agigantar su propia depresión.
No debo decirle al marido que su mujer ya no se cuida, y que cambió la pastilla por el test de ovulación.
No debo decir tantas cosas, tantas cosas que siempre estoy al borde de olvidarme, que muchas veces pienso que más me valdría no emitir sonido alguno cuando hace su entrada un cliente. O que más les valdría a ellos ser sordomudos y casi ciegos como mi intrigante pero tranquilizador cliente del maletín.

Una vez estuve a punto de pisar el palito, una vez estuve a segundos de explotar, estuve a segundos de mandar uno de esos compromisos que nunca pedí bien mandado a la mierda.

Evelyn es jovencísima, ella y su madre (quien me pidió por favor que no divulgue la certera suposición de que a su hermano lo envenenaron) vienen seguido a la farmacia desde hace ya mucho. Digamos que cuando conocí a Evelyn era poco más que una nena, tomaba ibuprofeno en jarabe, todavía; así que me sorprendí enormemente el día que vino y me dijo, en tren de confesiones (ouch), que tenía un problemón, que el novio, su primer novio le había contagiado un HPV que le había agarrado con increíble virulencia, que por favor no le contara a la madre, que ella estaba yendo a un médico, se estaba haciendo un tratamiento costosísimo y dolorosísimo por igual. Me lamenté, por ella, por el HPV, por el tratamiento, y por el tiempo que llevo trabajando en la farmacia, que había pasado tan rápido como para que la pobre Evelyn saltara del antibiótico en suspensión a este mal trago sin que yo me diera por enterada del cambio. Recordé no mencionarle a su madre (a nadie, en realidad) este asunto y me limité a preguntarle discretamente si estaba mejor cada vez que venía sola a la farmacia.
El tiempo pasaba, sin embargo, y no había mucha mejoría para Evelyn, que un día me dijo –entre nos (ay)- que el problema era que el novio no quería someterse a la parte que le tocaba del tratamiento, que prefería seguir teniendo HPV; por esas cosas que tienen algunos hombres con su genitalidad, se negaba sistemáticamente a cualquier cuestión que obrase por la zona, no se sabe si asustado por la imaginaria posibilidad de que un tratamiento le genere la disfunción del arquitecto o por qué oscuro capricho. Para Evelyn, parece, la disyuntiva era cruel: o sanarse o seguir garchando con ese novio que empezaba a parecerme la mezcla insoportable e hiperhabitual de pelotudo y reverendo hijo de puta. No le dije, sin embargo, mi sincera opinión (y, por primera vez en este texto, no callé obedeciendo la orden o el pedido de nadie más, sino el mío propio, quizás ahora ya calle por reflejo condicionado) y me limité a condolerme de su penosa opción.
Pero a la cotidianeidad molesta del trabajo tiende a ponerme contra las cuerdas (económicas, morales, de mi paciencia) y por eso a todo este asunto le siguió aquel invierno que va a pasar a los anales del estudio de la paranoia como el invierno de la gripe porcina. Y los ánimos exaltados pusieron a muchos imbéciles los pelos de punta y a muchos, también, los puso en la farmacia. Fue este el caso del novio de Evelyn que un día entró como una tromba, arrastrando a su novia de la mano y me preguntó si teníamos barbijos -por esos días, el entelado y sacrosanto grial del estúpido-. No me sorprendió comprobar que, físicamente, era exactamente como lo había imaginado. Le contesté con la misma fingida calma que a todo el resto de los imbéciles que no, que no tenía y justo cuando estaba por empezar a explicar que, por otro lado, el barbijo no tenía sentido salvo que él fuese, por ejemplo, un trasplantado (y el trasplante de cerebro le hubiese venido bien), él arrancó a los gritos con una invectiva que provocó que, al terminar, no me sorprendiera comprobar que, mentalmente, era exactamente como lo había imaginado. El contenido de los gritos se resume, básicamente, en que todo esto era culpa del gobierno (¿?), que cómo podía ser que si él quería comprar barbijos para protegerse de tan peligrosa peste, el gobierno no le garantizase poder hacerlo. Que qué tenía que hacer él, ¿eh?, ¿ir al hospital público para obtenerlos? Porque a los negros sí que se los daban, los barbijos. El gobierno no nos cuidaba, no señor. Si era por el gobierno, que nos muriéramos todos, bien muertos.

Después de treinta segundos de soportar cómo la sangre iba toda hacia mi cabeza y de sentir que iba a explotar, literalmente, si no decía las dos palabras clave; después de medio minuto de feroz resistencia interior, el gen judeocristiano occidental logró imponerse y pude reprimirme, pude reprimirme como el dios de la biblia y el talmud mandan y logré evitar el “justo vos” que todavía hoy me atraganta.

Todavía hoy, que escribo esto con ningún objeto, todavía hoy que vuelvo a comprobar que la literatura no hace ninguna otra cosa más que repetir un gesto: tirar en un anónimo terreno baldío el cuerpo muerto del texto.

Sí, definitivamente, un secreto es una cárcel de la que a veces dan ganas de salir con la connivencia del comisario o del director de la penitenciaría, matar o robar, hacer un buen estrago ahí afuera y volver a entrar a la celda, solo, tranquilito, a seguir preso, nomás.

4 comentarios:

  1. estuve a un centímetro de decir algo como "qué bueno" o "siempre que pienso que esto llegó a su mejor momento viene un texto nuevo a derrumbarme la certeza, siempre un texto mucho mejor" o algo semejante. y de pronto me di cuenta de algo: si yo revelara aquí algo secreto de mi lectura, estaría condenando a alguien a no repetirlo.
    y ya estamos atrapados en tantas cosas.
    así que me siento a esperar, calladita, el próximo texto que me venga a decir "vos tranquila, que esto se pone cada vez mejor".

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  2. no es secreto, terreno baldío es un lugar que en el que quiero estar. menos mal que sigue creciendo para hacer pie en él a menudo. salú

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  3. y como para algunos, como para mí, los secretos, o bien no existen, o siempre resultan de algún modo mal formulados, este baldío literario forma parte de casa, y de mi palabra casa.

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  4. "tirar en un anónimo terreno baldío el cuerpo muerto del texto". brillante, vicki, brillante.

    y como dicen las pibas acá arriba, para mí también es un terreno que me encanta visitar.

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