miércoles, 9 de mayo de 2012

pollera

Vos estabas caminando por la calle 2 en santa teresita, había mucha gente, muchísima. Entonces te quedaste mirando unos juguetes en un negocio y cuando te diste vuelta empezaste a seguir a la abuela, a la pollera de la abuela que caminaba por la calle, adelante. Cuando llegaste a agarrarte te diste cuenta de que no era la abuela esa señora sino una señora que tenía la misma pollera. Te asustaste mucho y no sabías qué hacer. Entonces llegó la abuela que te retó, te gritó y después te dio un abrazo. Vos llorabas y ella también.

Mi sobrina Lizi me cuenta esto incesantemente. Como todo artista de la narración, ya a sus cuatro años sabe perfectamente que la atmósfera lo es todo, así que para contarme esto me lleva a la habitación más apartada de la casa de la abuela del cuento que es, por supuesto, mi madre; no me deja prender la luz y hace que me siente en la cama. Pone su voz más truculenta y empieza a narrarme la verídica historia de mi pérdida. Una historia que no sé quién le habrá contado (aunque intuyo los propósitos aleccionadores por los que lo hizo) pero que se imprimió con tanta fuerza en su anecdotario que contármelo una vez, parece, no es suficiente. Así que cuando termina, después de que yo suelto alguna frase de tipo “qué interesante” o “mirá vos” y amago con irme, me agarra de la mano, me retiene con gesto desesperado y me dice: “Esperáaaaa, esperáa”.

Vos estabas caminando por la calle 2 en santa teresita, había mucha gente, muchísima. Entonces te quedaste mirando unos perritos…

Como si supiera de esta pasión mía por la variación mínima, altera algunos detalles, así que la pollera de mi mamá es a veces roja, a veces verde y a veces, incluso, azul con flores chiquititas, tal y como yo la recuerdo; a veces, se ve que de tanto perderme y encontrarme con mi mamá, de tanto bancarme la cagada a pedos y el abrazo, me agarra hambre, y entonces el negocio que produce mi distracción es un kiosco, por ejemplo. Como todo artista de la narración, a ella no le interesa en lo absoluto la verdad, así que las veces en las que traté, estúpidamente, de agregarle detalles que, pensé, agregaban precisión histórica y hasta documental al hecho, la propuesta no fue bienvenida, indefectiblemente fue rechazada con el más grande de los desdenes: la ignorancia.

El círculo virtuoso y perfecto de su narración, de otro modo incesante, se rompe cuando alguien nos reclama del otro lado de la casa, ese lugar menos teatral y peor iluminado en el que todos hacen como que el tiempo avanza, hacen como que yo volví, y no seguí a la pollera melliza a cuya dueña ahora, a lo mejor, llamo madre.

Hablando de circularidades, hoy Lizi, mi biógrafa circunstancial, me ayuda a traer a la memoria, a presentizar, a evocar a Hernán, un viejo cliente frecuente de estas cuatro paredes blancas muy blancas. Hernán, el anciano más educado del mundo (o al menos, del barrio) que venía a diario a cumplir con las exigencias de su mujer, un personaje sobre el que tendría también que escribir algo algún día, tal era la fascinación que ejercía sobre mí ese sujeto monstruoso, maravilloso y complejo que refería Hernán, otro evidente artista del relato circular. El tema con Hernán, además de su capacidad para fabular, es decir, de hacer fabuloso lo mundano, es que lentamente, trabajosamente y pacientemente se fue volviendo loco. Y estas no son mis palabras, poco afectas a pensar que la psicopatía es la excepción y no la regla, son las palabras del propio Hernán que, educado como es, me fue anunciando su locura progresiva, supongo que para evitar un escándalo que se parecería demasiado, para él, a una descortesía. Hernán se fue volviendo loco y yo lo fui viendo partir desde la orilla blanca muy blanca que es este mostrador. Lo despedí sin pañuelos que se agitan en el aire pero con la nostalgia cierta de ver un buque cuyo destino infalible es el hundimiento.
El hundimiento llegó, porque llega siempre, un día en el que Hernán entró a la farmacia y cambió los rituales circulares que interpretábamos tan bien, y los reemplazó por uno nuevo: con voz agitada, cansado, como si estuviese corriendo por la cubierta buscando por qué lugar del océano escapar del naufragio, me preguntó: ¿qué día es hoy?
Maquinalmente contesté un siete de febrero que no le sirvió, así que insistió: “no, pero, ¿qué día?”.
Lunes, contesté, con la satisfacción del que responde a una duda.
“No”. Me dijo, con impaciente tristeza, “que qué día es”.

Probé otras combinaciones, cifras, letras, en distintos órdenes; probé y probamos. Pero la caja fuerte no se abrió. No hubo caso. Ese día Hernán finalmente se fue, triste, pero con alguna esperanza. Y yo me quedé pensando en cuál sería la clave para desentrañar ese enigma.
Al día siguiente volvió y probamos. Yo había pensado, indagado, preparado preguntas y respuestas. Pero tampoco hubo caso.

El círculo pasó a hacer ese pero yo, presa de otras geometrías, agoté mi repertorio y mi capacidad de repetición. A la larga, a la pregunta de Hernán, respondía con un silencio, una mueca variable y el mismo eterno encogerme de hombros.

A la larga, entendí que no hay calendario posible cuando se está perdido. Y pensé en el tiempo imposible que habré pasado siguiendo a la pollera equivocada.
Tendría que preguntárselo a Lizi, la próxima vez que me cuente esa o alguna de las otras muchas veces que me he perdido y me perderé en mi vida.

1 comentario:

  1. cómo pudo ser, se me había pasado por alto este texto. o no, o me llega recién ahora, en este día que no sabemos

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