miércoles, 3 de octubre de 2012

pasto

No, el barro del tiempo está destinado a correr barranca abajo, porque cuando llega a la planicie, se vuelve un pantano. Y ya se sabe que los pantanos tragan todo, todo lo que hay a su alrededor.
Ha visto el espectáculo de lo que se hunde lento, despacio e indefectiblemente en el barro y, déjenme decirlo, no es agradable.
Es preferible un alud a un pantano.
El arquitecto de la entrada anterior vive en la nube hostil y cómoda de los noventa, es cierto. Un pantano tóxico, pero habitable. Desafortunadamente ese no es el caso de Romina, que vive desde hace años inmersa en la más apestosa y honda de las arenas movedizas.
Romina vive a la vuelta de la farmacia y viene muy seguido a comprar. Demasiado. Es que Romina sufre de un caso grave de Trastorno Borderline de la Personalidad, así que prefiero cuando viene a comprar su batería habitual de antipsicóticos/ansiolíticos/bombaatómicaparaelánimo. Porque cuando no viene a comprar eso es porque se le desató la bestia interna, una bestia como yo no he visto otra igual en toda mi vida de cuidador del bestiario.
Y se escapa de la casa.
Y con voracidad animal se mete todo lo que encuentra.
Y coge con todo lo que encuentra hasta que uno de los que se coge, o alguno que le dio merca, o varios juntos de esos hijos de remil puta, le pegan.
Y la cagan a patadas.
Y la dejan tirada en algún lugar remoto hasta que la policía la encuentra.
Y pasa por el hospital.
Y vuelve a su casa.
Y viene a la farmacia, donde no me pide la batería habitual sino la pastilla del día después. Una única pastilla, una sola a la que ella y yo, las dos, querríamos insuflarle el poder mágico de limpiarla de todo. Una vez, incluso, mientras miraba su ojo izquierdo en compota creo que agarré bien fuerte la caja y, en lo que fue un gesto desesperado sin precedentes ni consecuentes, le hablé al medicamento, sí, le hablé y le pedí que fuera fuerte, le pedí que fuera también un antiséptico emocional, y un veneno para bestias internas y externas.
Romina nunca está bien, porque después de la bestia desatada le sobreviene una depresión hondísima. Nada tienen que hacer el tabique de la nariz roto con el que vino una vez, las costillas fisuradas de otra, o los dos dientes menos de una tercera al lado de esa tristeza horrenda para la que, por otro lado, no hay palabras. Respeto el silencio triste de la Romina derrotada por su bestia y por los hijos de puta. O, más que respetarlo, lo comparto.
Porque Romina vive desde hace años inmersa en una masacre. Ella es su genocidio. Es su dictadura.
Bien atrás, al fondo de los ojos celestes de Romina puedo ver la tortura. Puedo ver el odio, el silencio cómplice. Juro por el dios que cuando veo a Romina me falta, que si miro con atención puedo ver a los asesinos. Querría insultarlos, anunciarles quizás un futuro con algo mucho más parecido a la justicia, algo con cadenas perpetuas, cárceles comunes. Querría pero no puedo, porque lo que no llego a ver al fondo de los ojos celestes de Romina por más que busco, es el borde de ese pantano, alguna orilla, aunque sea lejana, para estas arenas movedizas.

Romina tiene exactamente mi edad y por alguna razón que no me quiero preguntar eso me afecta especialmente.
Tiene mi edad y una familia con la que vive. Una madre comprensiblemente al borde del colapso y una hermana menor, Valeria. La madre provoca, en líneas generales, más tristeza que la propia Romina. Vive sumida en la desesperación y el miedo. La posibilidad permanente de la liberación de la bestia le ha ido estropeando los nervios quizás aún más que el largo peregrinaje de búsqueda que tiene que encarar cuando constata que su hija desapareció, peregrinaje que termina, casi siempre, con el llamado de la policía.
La hermana menor me parece tan frágil como una brizna de pasto, la veo tan flaca y tan chiquita que siento que un solo pisotón bien puesto bastaría para desprenderla para siempre de la tierra, para romperla. En el colmo de la sugestión, creo en más de una oportunidad haberle visto un tinte verde en la cara. Valeria vive también, como su madre, bajo el terror permanente de que aparezca la bestia.

Lo que quiero contar (no sé por qué, ni para qué, ni para quién, y ese desconocimiento me parece la razón más válida para escribirlo), empieza una tarde de viernes en la que la madre de Romina entró a la farmacia desencajada: Romina estaba en crisis, había logrado encerrarla para llegar hasta la farmacia. Quería saber si teníamos algo inyectable para tranquilizarla. No teníamos y no sé quedó a escuchar las inutilísimas explicaciones del caso, supongo, porque ya una vez Romina se había tratado de fugar descolgándose del balcón del departamento que, mala o buena suerte, estaba en el primer piso.
No supe nada más del tema hasta el lunes, y creo que hasta había logrado olvidarlo. Por lo menos hasta que la brizna entró y con pocas palabras y austeramente me actualizó. Romina se había escapado (no me aclaró si por el balcón o de otra forma), su madre, previsiblemente, no aguantó más y se tragó todas las pastillas de la casa, las propias y las de la bestia. Ahora estaba internada en el hospital, igual que Romina, que apareció el domingo a la madrugada en Santos Lugares (vaya paradoja, tuve tiempo de pensar). Valeria venía a pedirme, mejor dicho a transmitirme el pedido que le hicieron los psiquiatras del hospital: que no importa la receta que traigan (porque las consiguen), no les venda más nada, ni a una ni a otra.
Me pareció saludable. Más que saludable, sabio. Le pregunté si la pastilla del día después entraba en la prohibición. Lo pensó. Me dio la sensación de que se vio criando a un hijo de su hermana y me dijo que no, que la pastilla del día después estaba bien.
Se produjo un silencio extraño que yo decidí romper con tan pocas palabras, que sentí que no eran mías:
–¿Vos estás bien? –le dije, pensando en lo ridículo de la pregunta.
–Sí –me contestó.
Y miré al fondo de los ojos marrones de Valeria y vi, lejos, es cierto, pero vi la orilla del pantano. Vi la tristeza y el alivio de mi mayor descubrimiento, el vértice atroz de las libertades individuales: dejalo ir. Vi lo que ya sabía, que al espanto de ver a alguien perder literalmente la cabeza sólo se lo supera despidiéndose. Dejando que se suba al barco unipersonal de la demencia sin romanticismos ni adjetivaciones posibles, superando la propia negativa y el llanto. Después, el tímido, el tibio levantar la mano con el pañuelo al aire para agitarla desde el puerto en señal de duelo.
Valeria, pasto fuerte, había logrado hacerlo.
–Me voy a mudar –me dijo, y sentí la tierra firme.
–Me parece bien –contesté, como para bienvenirla de este lado.

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