martes, 23 de febrero de 2010

llanto

Hay una sóla marca, un único record que la vida ha querido que yo rompiera; una sola marca, del todo inservible, uno de esos lugares que no son incluidos por los libros de recapitulación esmerada y rimbombante, uno de esos espacios que me fueron cedidos y que no salen publicados en los diarios de la mañana (tampoco en los de la tarde o la noche, tampoco en una de esas extrañas revistas especializadas en nimiedades); digamos que mi virtud (siempre y cuando accedamos en disfrazar así a ciertas falencias), es una virtud privada, una de esas pequeñas joyas que uno aleja, por el bien propio y del entorno, de la mirada escrutadora y ajena.

Mi virtud existe a mi pesar, como muchas otras cosas que a uno le crecen ocultas a la luz, entierran sus raíces en sitios inhóspitos, enredan sus ramas a las piernas impidiendo que uno escape a su ¿bendita? influencia. Cuántas ínfulas dirán ustedes, cuánta tinta derramada en pos de la autoalabanza, y probablemente tengan razón, no tendrán piedad de lector, pero sí la sabiduría de distinguir a la falsa modestia, porque lo único cierto, lo único inobjetablemente verdadero en todo lo que llevo dicho es esta suerte de halago confundido, es esta especie de llamado de atención sobre un aspecto positivo (probablemente el único aspecto positivo que yo tenga), que no me gustaría que pasase inadvertido, que, dado que la experiencia me ha enseñado mucho sobre la ignorancia hacia la sutileza, me esfuerzo en este texto malogrado y evidente, por resaltar.

Mi record es intrascendente (ya lo he dicho, pero gozo al plagiarme), consiste en la ostensible cantidad siempre creciente de personas que a diario, échanseme a llorar, prorrúmpenme en feroz conato de llanto por los motivos más variados. Hoy, sin ir más atrás en el tiempo (y no porque la ausencia ejemplificadora me lo impida, sino porque mi memoria menguante sí lo hace), en mi mañana apacible, llena de primeros escozores invernales, plagada de vapores y cálidos algodones cerebrales, una mujer entrada en años luego de dirigirme apenas dos o tres palabras comenzó a llorar inexplicablemente. Me gustaría romper el misterio y contarles una historia, ya sea trágica, ya sea ridícula sobre los motivos de su tristeza compulsiva, pero lo cierto es que los mismos nunca me fueron dados, y si bien es también cierto que podría inventarlos, que podría engañarlos y engañarme haciendo uso de mis facultades autorales, que podría con toda la impunidad que he aprendido de mis maestros literarios (así en la vida como en el libro, he resultado fanática del embuste, casi contra mi voluntad, parece que amo que me mientan), lo cierto es que hoy, una malsana necesidad irrefrenable quiere obligarme a ser sincera, un impulso nefasto que estoy luchando, palabra a palabra, por vencer quiere llevarme sin escalas a una honestidad que no sólo me resulta aborrecible, sino que no estoy segura de que mi cuerpo ya demasiado acostumbrado a la farsa sea capaz de tolerar. Nunca sabrán el resultado de esta pelea, es un secreto que el texto y yo nos guardamos, la única señal de una complicidad que no es cierta.

En fin, pido disculpas por esta intromisión netamente egocéntrica de la que los hice víctimas, es tan sólo que a veces aflora lo más desagradable de esta condición artística que trato en vano de portar (es notable como uno, a veces, en tren de adquirir ciertas virtudes que anhela, termina copiando sólo los vicios, convirtiéndose en una caricatura de lo deseado ), a veces no puedo evitar pensar que todo en este mundo es en referencia a mí: parecido a, distinto de, inexplicable para, opuesto, idéntico, todo es en relación a esta cabeza parlante, todo está más cerca o más lejos de este punto central y emblemático, esta paradoja lógicamente insostenible: si el universo es una recta infinita, yo soy ese punto medio que por definición e implacable matemática, no existe.

Volvamos, por el amor de ese dios al que siempre blasfemo, por favor volvamos a tratar de seguir un relato estable, tratemos de recomponer ese hilo que se me pierde, que se me desmembra en miles de hilachas intangibles, tratemos de tejer esa malla plagada de agujeros que cuento.

Así como con las de esa mujer, a diario tengo que enfrentarme con las lágrimas de mucha otra gente, con un torrente salado que parece aflorar sin vergüenza de los ojos de los que se me enfrentan; evidentemente, soy una tierra fértil sobre la que descargar ciertas miserias (otra vez, yo y el autoplagio somos uno), frente a mi cara de nada, sueltan amarras y se lamentan por un rato. Por lo general, sin embargo, las causas me son ofrecidas, de manera desordenada, confusamente la mayor parte del tiempo, casi sin conexión lógica en los argumentos (¿creían que esa enfermedad confusa y disgregadora que me lleva a perder el hilo de lo que estaba contando era de generación espontánea?, no, a todas luces es una dolencia altamente contagiosa que se me pegó tras tantos años de lidiar con la incoherencia, así que si en un tiempo, empiezan a notar que no pueden terminar de contar una anécdota, si se ven permanentemente tentados a abandonar la senda de la lógica narrativa, no lo duden, échenme la culpa y consulten inmediatamente a su médico, rogándole a todos los santos que les brinde el remedio que no existe contra el sinsentido). Todos los días veo como se inundan los ojos de niños, ancianos, hombres de edad madura y no tanto, mujeres en edad de merecer una vida mejor, mujeres en edad de recordar mejor vida; todas las esferas de población me lamentan sus infortunios: se me murió mi madre/padre/hermano/marido/mujer/hijo/amigo/perro/gato/cobayo/ todo ser biótico que viva y que por lo tanto merezca el sano reposo de la muerte; estoy cansada/exhausta/insomne/ansiosa/ todo estado desagradable digno de ser imaginado; no tengo tiempo/dinero/voluntad/sosiego/salud/nadie que me quiera/ absolutamente todo de lo que se pueda carecer, es decir absolutamente todo (he aquí mucho de autoplagio profético, una variante novedosamente enferma: procuro robarme las ideas que no he expresado todavía, un plagio a crédito que veré si puedo pagar algún día cuando la inspiración y su bienestar me lo permitan).

Llantos incontenibles contra los que no puedo hacer nada, porque la experiencia me ha demostrado sobradamente que nunca sé qué decir, ni qué cara poner, ni qué consuelo ensayar, porque lo único cierto es que nunca terminaré de acostumbrarme a la angustia ajena, nunca podré prever cuál es la mejor manera de reaccionar ante la pena del otro. Si el infierno existiera, si existiera y yo lo mereciera (y quizás lo merezca) y si la tortura fuese personalizada, creo que después de muerta me correspondería una errancia por los laberintos ciegos del averno, rodeada permanentemente de sollozos, de gritos sofocados, de quejidos de angustia, de lágrimas ajenas, todo el tiempo ese concierto desgraciado (de falto de gracia, no de hijo de puta) que me taladra los oídos. Si el castigo post-mortem existiese y yo fuera merecedora de tal, esa es la tortura auditiva a la que me condenaría (qué idiota, en mi completo ateísmo, no termino de entender que tengo que precaverme de la existencia divina, que no tengo que dar a los dioses de los que reniego ideas nefastas que probar conmigo).

Sin embargo, entre todas las lamentaciones, entre todo el griterío compungido que me maltrata, hay un sólo llanto contra el que nunca pude hacer nada, un llanto que me desprotege, que me desnuda, que me desgracia más que ningún otro: mi madre llora de una manera particularmente triste, mi madre llora como si no hubiese ninguna otra cosa que hacer en este mundo, como si lo único que restara fuera esa angustia hecha lágrimas que se extiende mucho más allá de lo imaginable, cada gota que escapa de los ojos de mi madre me mata, se me cae en la piel y dibuja un tatuaje de impotencia, indeleble marca de vergüenza y frustración.

Probablemente piensen ustedes que es mi madre, y que es lógico que entristezca tanto el llanto de aquella que nos hizo nacer (como ven, no sólo me plagio a mí de antemano, también ensayo formas de robarle originalidad a sus ideas posibles; una oración y dos patologías: copiona, y obsesiva del control; falta de originalidad y maniática, vicios escriturales varios, desde los apóstoles y sus testamentos hasta esta parte, todo aquel que empuñe una pluma jugará a ser dios). Probablemente esto que piensan sea cierto, y sólo me duela tanto porque es mi madre, probablemente a todos les ocurra lo mismo con su progenitor de turno. Sí, quizás sea así, pero yo he visto llorar a muchas madres, he visto a muchas mujeres apenarse hasta formar a su alrededor un mar de tristeza, pero nunca nada será como aquella vez que me fracturé el pie andando en bicicleta, o como aquella otra en la que la maestra la citó para decirle que yo era mala, o todas esas veces que yo adolescente le dije que la odiaba, o cuando finalmente le dije de buena manera que era hora de que me vaya de casa. Todas aquellas veces que lloraba por mi hermana.

Una vez por semana repito la desdicha, mi mamá una vez por semana llora para adentro en la puerta de su casa. La mano abierta en alto y atrás de los ojos, una catarata. Y yo, que me alejo por la vereda mirando las baldosas con la ilusión de no verla, de no saber que me está llorando, de no escuchar ese lamento que va a seguirme hasta en mi peor infierno literario.

Nunca podré plagiarla, jamás podré explicar cómo es un llanto así. Tendrán que creerme. Es simplemente la peor música posible.

1 comentario:

  1. la farmacia se vuelve cada vez más tremenda y el terreno cada vez menos baldío (ella debería visitar a su mamá más seguido. seguro el llanto la seguiría, pero en dosis homeopáticas tal vez duela menos, suene menos a castigo divino en plena vida).

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