lunes, 21 de febrero de 2011

anacrónica

¿Cuándo se envejece? ¿Cuál es el punto exacto en que se abandona para siempre un momento de la vida –la juventud- para pasar al siguiente? ¿Cuál es el punto de inflexión, la modificación inobjetable que se opera en el cuerpo o en la mente y que dice a gritos que una etapa (esa etapa, la etapa de crecimiento objetivo y subjetivo) ha finalizado? ¿Cuándo sucede ese cambio? ¿Es un dolor en los huesos?, ¿una arruga en la cara?, ¿la pérdida de ese único pelo que era frontera entre una caída normal y un prospecto de pelada? ¿En qué momento puntual de nuestra historia abandonamos la juventud para afrontar la decadencia?
En mi caso puntual recuerdo una mañana, una mañana particular en la que miré hacia atrás y la vida se me hizo pasillo, un túnel de puertas cerradas; una mañana exhausta en la que la juventud y el mundo pleno de posibilidades fueron una ruta ya transitada, un camino pedregoso rodeado de montañas, una ruta imposible de ser retomada.
De allí en más: la resignación de quien fuera un insurrecto y ahora se aboca con nostalgia a recordar un pasado –a veces vergonzoso, a veces glorioso- en el que la modificación general del orden establecido era un “proyecto”, diferente en todo, pero fundamentalmente en su perspectiva de posibilidad al nuevo “sueño libertario”, que la vejez nos permite portar.
Una mañana sola en la que los años le ganan por cansancio a nuestra voluntad. Despertar de una vez y para siempre a las puertas de un nuevo edificio, de un nuevo pasillo o un camino inédito que -sabemos- no conduce a ningún lugar agradable.

Despertarse una mañana, una mañana radiante de domingo, despertarse como si nada fuese a suceder, despertarse con la secreta conciencia (o esperanza, vaya uno a saber), de que el día transcurrirá en la apacibilidad acostumbrada. Los pequeños ritos, esos diminutos salvavidas que nos rescatan de la angustia de no saber qué hacer con el tiempo libre, esos ritos, me ayudan a empezar el día.
Un pie afuera, la ducha, y visitar a la familia, a los amigos, hacer las compras, lo que sea que sea necesario, o que yo quiera pensar que es necesario, o que yo elija convencerme de que estoy convencida de que es necesario. Lo que sea.
Ese día, sin embargo, infausto domingo lluvioso, lo primero que asaltó a mi cabeza después de cortado el hilo del sueño (o siguiendo estrictamente a aquel, no lo sé), fue una imagen, una suerte de certeza de la imposibilidad, un cuadro hermoso que nos deja quietos (nunca lograremos tal belleza, ni posar, ni pintar, las dos dimensiones de un mismo quedarse afuera); ya nunca iba a poder amanecer ese domingo con una voz que ame respirando musicalmente su sueño, ese domingo iba a empezar, así, exactamente igual a sí mismo por los siglos de los siglos.
Uno tras otro llovieron los territorios vedados en mi vida, así me di cuenta que ya nunca podría ser una niña prodigio del piano, nunca iba a ser premio nobel de física, ni de química, ni de nada, nunca iba a ser deportista, ni iba a jugar la copa davis, ni iba a ser la primer mujer argentina en jugar de nueve en un mundial, ni iba a ser como barbie cuando creciera, muy probablemente nunca ganara un oscar, tampoco un martin fierro, tampoco el premio a mejor compañera de séptimo grado, que no iba a ser un pibe chorro, que no iba a ser una niña madre, que no iba a ser víctima de los tratantes de blancas, que era tarde para ser blanco de malas influencias, que ya estaba fuera de la competencia para santa, que tampoco podría ya ser precoz estrella porno, que ni siquiera iba a poder ser la diputada más joven del mundo, que si ahora me cagaba la vida, no iba a ser demasiado temprano, que si ahora me moría, no era un atentado contra las estadísticas de expectativa de vida. Que ya estaba vieja y cansada para poeta maldita.
Es increíble como uno no escucha el cerrarse de puertas a su paso, sigue caminando convencido de que las puertas permanecen de par en par abiertas, de que siempre podremos volver y visitar esos cuartos que la urgencia y la obligación de optar, nos obligaron a ignorar.
Es increíble la cantidad de caminos que ya no podré tomar.

Cuánta exageración, dirán ustedes, cuánta necedad juvenil agrandada, cuánta ansiedad a destiempo por aparentar y demostrar una experiencia de vida que aún no tengo. Puede que sea verdad, puede ser perfectamente cierto que los años que me pesan aún no sean muchos, puede ser válido acusarme de ampulosa. Están plenamente autorizados por mi soberbia voluntad de escritora a abandonar este texto si herí su sensibilidad de ancianos. Acúseme, si quiérese, de lo que quiera acusárseme, pero de por sí descarto en este momento los cargos que puedan imputárseme sobre falta de honestidad. Sepan ustedes, queridos restantes de la deserción que imagino, sepan ustedes, queridos sobrevivientes, veteranos, sepan ustedes muchos, sepan ustedes nadie, que esta vejez que proclamo como propia no me fue dada por los años, es vejez autogestada, es vejez a mi criterio; que peco de extremadamente sincera, mucho más sincera de lo que quisiera, que es exactamente así como me siento y el sentimiento no se juzga (o sí se juzga, siempre se juzga, pero a mí no me importa), no hay sentimiento ni más cercano, ni más lejano a La Verdad, porque La Verdad no existe y sí existe este agotamiento que vence a mis años.
Pongámonos de acuerdo, querido usted (si es que existe, si es que a esta altura del aburrimiento textual quedó al menos uno solo leyendo en la agradable confortabilidad del baño/bondi/cama todo este devaneo idiota que yo escribo en mi incomodidad de pretendida literatura), acordémonos al menos, de esto: yo soy vieja (/me siento vieja ), pero vivo con mi vejez reposada y resignadamente; lo que aquí quiero tratar es un caso particular de patología, es mi versión antagónica (anti-agónica, el lenguaje obsequia juegos como si todos los días fuesen navidad); el caso de alguien que no se aviene a la orden cronológica de envejecer, o por lo menos no piensa acusar recibo de los años transcurridos.

Nilda despertaba miradas, ese es un hecho indudable y carente de toda posible adjetivación; quien quiera que se cruzara con ella estaba indudablemente obligado a destinar un repaso a su persona; las ponderaciones posibles de lo observado dependen en todo del ser que observa (qué de implicancias científicas tiene ésta, mi más reciente estupidez verbal). Así, la mirada podría estar cargada de extrema libidinosidad, o hasta de cierto chancho goce observatorio. O, por el contrario, (y olvidando toda la gama intermedia, que siempre me aburre soberanamente) podría tener la secreta ambición de asesinarla y la expresa intención de burlarse de “esa vieja pedorra que se hace la pendeja”.
A la autora de esta diatriba espantosa, Nilda no le caía nada en gracia (este súbito hablar en tercera persona sigue teniendo una honestidad primopersonal, es un artificio imbécil sin sentido alguno); al principio sin que yo lo notara, más adelante con absoluta conciencia, el hecho es que cada vez que Nilda entraba a la farmacia me poseía un súbito malestar, me vencía un repentino dolor de cabeza que no le debía nada a mi cuerpo sino que era exclusiva responsabilidad de esa mujer ataviada con polleras reveladoras y remeritas lujuriosas; a esa cara pintada exageradamente, a esas cirugías plásticas inocultables, a esos estudiados ademanes adolescentes que imitaba como quien parodia, pero imitaba con seriedad. No, Nilda no era mi clienta favorita, ella era más bien una caricatura de lo indeseable, de lo imposible a esta altura de mi vida, era la imagen que ilustra la no-aceptación del paso del tiempo, ese mismo tiempo que quizás yo he aceptado prematura, apresuradamente y de antemano; Nilda tenía una juventud hecha de prótesis y yo buscaba un bastón aún antes de necesitarlo.
Si alguna vez alguna persona deslizara sus ojos por sobre estos dibujos, si alguna vez alguien que no sea yo –y yo porque me veo obligada a leerlo al escribirlo, que si no...-, si alguna vez algún ser perseverante y terco se estuviese paseando aún por estos lugares, seguramente podría verse tentado de llamar al malestar que la que suscribe sufría cada vez que veía a Nilda, lisa y llanamente de envidia, y no estoy del todo segura de poder hacer oídos sordos de la acusación. Pero lo cierto es que, créaseme o no, desconozco la envidia como sentimiento puro, igual que desconozco el amor, el odio, el placer o cualquier otra cosa que atiborre los libros y que se suponga que deba ser sentido.
No, lo que me molestaba de Nilda no era que fuese bella y atractiva para los hombres, no; tampoco hería mi sensibilidad estética con su mala elección de vestuario –está bien, lastimaba un poco mis retinas, pero tampoco es que yo soy Coco Chanel- no, lo que me molestaba de Nilda era ver corporizado en ese esperpento sobremaquillado, lo que de Nilda hay en mí, como si fuera un augurio, ver desde afuera un espejo ridiculizante; cada vez que veía a Nilda me veía a mí misma atenazada a la juventud que ya no tengo; me veía incurriendo mil veces en los mismos confusos errores, no por necia, tampoco por débil o imbécil, tropezar con las mismas piedras es mi pequeño homenaje personal a la adolescencia, bella etapa de la vida en la que la capacidad de aprendizaje está puesta en todos lados menos en uno mismo, uno puede aprender de los libros, de las clases, de la calle, uno puede aprender de otras personas pero nunca de uno mismo.
Qué contradictorio, dirán ustedes, se proclamaba anciana por elección hace tan sólo unas páginas, y ahora declara con toda la premeditación y alevosía propia de un enfermo de amnesia o de un político que es adolescente a destiempo. Cuánta ligereza, contesto yo ante las acusaciones probables y por ahora inexistentes, están descuidando mi mayor característica, yo, señora, yo señor, soy una anacrónica perpetua, no fui niña cuando debía serlo (demasiada política internacional, impidió que invirtiera tiempo en las muñecas), no fui adolescente cuando correspondía (la apatía típica de la edad, era un insulto a mi inteligencia), y, por supuesto, ahora que debería marchar recto por el camino de la adultez, como no podía ser de otra manera, me niego. (Cuando sea anciana, quién sabe, quizás haga las paces con el calendario y teja al crochet, o quizás hasta me niegue a hacer como hacen todos que en determinado momento vuelven a ser bebés).
Como un guerrero peleado con el tiempo, me le resisto, con una tenacidad, con una tozudez preocupante, me niego a estar fija en el punto exacto que la línea cronológica me indica. Toda yo soy un collage de tiempos pretéritos incoherentes: aferrada con uñas y dientes a una doctrina política del siglo XIX (dejo que adivinen, aunque no parezca un gran desafío), practicante de costumbres sociales dignas del medioevo, la generación romántica abona mi teoría de la desmesura y del exceso, y escribo barrocamente, sí, ya habrán notado un cierto pánico al vacío, una superabundancia innecesaria de detalles adjetivos.
Nilda, cultiva como yo, el anacronismo, Nilda se niega una y mil veces a despertarse una mañana radiante de domingo haciendo la operación idéntica que me lleva a mí a rechazar a diario, por ejemplo, una economía verbal que me resulta aberrante.

Como siempre, como con todo en la vida, yo, por principio, me niego.

2 comentarios:

  1. y pensar que la mayoría de los escritores se vanagloria de haber encontrado en su infancia a sus interminables musas.
    una rebelde usted. magia pura.

    (personalmente creo que este es uno de los mejores textos que han sembrado el terreno baldío. gracias, doña).

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  2. Sencillamente, EXCELENTE.

    Y acoto:
    ¡No a la linealidad cronológica que dicta resignación por lo que supuestamente no hicimos o no llegaremos a hacer!
    ¡Sí, al anacronismo que se burla del calendario ( y hasta a veces, como en el caso de Nilda, lo ridiculiza) y le lleva el apunte sólo en la medida en que le sienta bien!

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