sábado, 8 de enero de 2011

epifanía

Hay un género de literatura oral que siempre me ha fascinado, es un género menor, sin lugar a dudas, pero que concentra, para mí, todo lo que tiene que tener una buena historia; ya en el colmo de las alegrías literarias, este género me suele brindar un hermoso ejemplo de esos relatos que me encantan: la epifanía laica; intolerante a toda clase de epifanías religiosas (católica, judía, musulmana, mormona y los etcéteras que, en este caso, son todos) y crecientemente denostante de la epifanía amorosa (no por hacer gala de un antirromanticismo que no profeso, sino porque considero que ha caído en una superabundancia que encuentro falsa, dañina y mentirosa además de hastiante, no sé si he sido clara), la epifanía política es, para mí, un relato del que simplemente no me canso; de hecho –y este detalle me resulta curioso- me fascina tanto cuando relata una conversión hacia la izquierda como cuando narra una hacia la derecha (dejo que el posible lector ubique el signo político y las siglas de su partido del lado que quiera de la rosa de los vientos ideológica, no porque no tenga mis certezas, sino porque lo que no tengo ahora es tiempo para desarrollarlas).
Así acumulo en mi anecdotario de historias robadas algunas perlas que saco de vez en cuando de su polvoriento cajón para lustrarlas y, casi siempre, para verlas yo solita, porque me encanta su brillo opaco que para casi todos es intrascendente. Recuerdo alguna en que el rojo de una bandera flameando en una manifestación bastó para tocar algo, una cuerda oculta vibrando al unísono con otra y, de golpe, décadas de militancia. Recuerdo otra en la que una sola conversación de media hora develó una verdad que, no por evidente, había sido descubierta en toda una vida de charlas.
Todas las historias tienen el común denominador del golpe: un uppercut de contundencia infalible que deja al hombre nuevo mirando al cielo, no como quien está noqueado, sino como quien por fin ha encontrado un norte, su horizonte.
Seguiré haciendo uso y abuso de mis amigos y sus vidas para esto que, si creyera en jerarquías monográficas, debería ser una nota al pie en pantuflas, una cita de asado y vino con soda. Rimondino cuenta su ingreso al peronismo en una sola escena que, tranquilamente, podría ser filmada. Trataré de narrarla en esos términos, entonces, aunque la emoción justicialista se me escape como con él no haría. Exterior. Tarde. Estación de tren de Olivos. Un joven de diecisiete años con cara de compungido está esperando el tren para capital. La mujer de la que está enamorado lo acaba de plantar –intuye acertadamente- para siempre. La desolación no reconoce límites y, pese al gesto relativamente sereno, podemos intuir que los únicos planes concebibles para él en este momento son los que involucran autodestrucciones, tanto transitorias como permanentes. El tren se detiene, abre sus puertas y él entra. Emerge por la misma puerta tan sólo una estación después, en Vicente López, pero ya no es un individuo sino que integra un todo. Un todo que se dirige hacia la casa sita en Gaspar Campos 1065 para darle la bienvenida a su líder tras los 17 años (vaya paradojas su edad y esta cifra) que pasó en el exilio. Ahora él es la “marea de morochos bullangueros” de la que ya nunca más podrá escindirse. Fundido a negro. Placa de “Fin” y títulos. O, como él seguramente preferiría, placa azul-nacional y blanco-popular y la frase de “Volveré y seré millones” o algo así.
Una estación. Una sola estación sobra incluso para la trompada epifánica que no requiere más que la inconmensurable dosis de tiempo que se esconde en un instante. Una estación basta para que el mapa se ponga en perspectiva y alguien encuentre exacto lo que necesitaba: el punto grande y rojo que suele acompañar a la leyenda de “Usted está aquí”. Un descubrimiento maravilloso, de los que verdaderamente valen la pena: esos que cientos atestiguan y nadie puede dar cuenta.
Como el dios en el que no creo siempre me concede a granel la gracia del ejemplo, y como no entiendo cómo pudiendo redundar hay el imbécil que sintetiza. Voy a contar la historia de Mariano, un frecuentador típico de la farmacia, un viejito de estampa prolijísima, de trajes marrones inmaculados y corbatas finitas. Lo primero que llama la atención de Mariano es que cuando entra y saluda, da la mano; así en la farmacia, el bar o el kiosko, así a la azorada cajera china del supermercado de la otra cuadra, como al chico de catorce años que le vende el diario. Mariano tiene ochenta y cinco años y los parece, y su orgullo por tenerlos incluye también una innúmera cantidad de anécdotas que siempre narra al que quiera escucharlo. De ellas, dada mi tendencia atesoradora antes mencionada, mi favorita absoluta es la de su conversión al peronismo. Porque Mariano es peronista, muy peronista; de hecho, no sé si es porque me dejé ganar por la sugestión pero siempre me pareció que Mariano tiene un extraño parecido con Antonio Cafiero. El tema es que más allá de llamativas coincidencias, Mariano dice haberse vuelto peronista “de grande, a los treinta años” (curioso, para Mariano y su generación un hombre de treinta años ya es grande, tan grande como para que resulte llamativo un cambio de orientación política, por ejemplo; para mí, que estoy en esas, con treinta años no sé si soy grande, pero lo que es seguro es que todavía es temprano). El uppercut para él fue bastante doloroso porque el azar lo había llevado a media cuadra de la Plaza de Mayo, a hacer un trámite, el 16 de junio de 1955. El bombardeo lo encontró libre de toda filiación política y aterrorizado en un banco, del cual recién emergió después de un tiempo que no todavía hoy no puede precisar. La curiosidad puede casi siempre más que el instinto de supervivencia, así que cuando Mariano finalmente salió de la entidad bancaria, caminó temerariamente la media cuadra que lo separaba del epicentro del desastre y ahí estaba la piña peronista esperándolo: entre los cientos de cadáveres y semi-cadáveres recién hechos se paseaban algunos de los militares responsables de la masacre. En este punto del relato, por lo general, a Mariano, que se emociona seguido hasta el llanto lento (como muchos otros viejos y como yo misma), suelen llenársele los ojos de lágrimas, y suele decir con la voz entrecortada: “Y ahí vi algo horrendo, espantoso; los milicos pateaban a los muertos, si estaban boca abajo los daban vuelta sin tocarlos, con las botas, y les revisaban los bolsillos y se quedaban con las billeteras, con los relojes, con lo que fuera. A una mujer vi cómo le sacaban un collar y cómo a otro le robaban los zapatos”.
Punto final para la vida apolítica de Mariano. Se dio media vuelta y se fue a su casa casi corriendo porque temía –con razón- que cayera una nueva oleada de bombas y que los siguientes bolsillos en ser saqueados fuesen los suyos. El apresurado viaje de vuelta, ya lo encontró peronista, la epifanía lo había cambiado para siempre porque una cosa era la violencia desatada, otra era tirar bombas contra civiles inocentes, pero ¿patear y robarles a los muertos? Se le antojó demasiado. La línea sutil que divide tajantemente lo tolerable de lo intolerable, evidentemente y para mi cliente, había sido cruzada para siempre.

Desgraciadamente no tengo en mi propia biografía una epifanía política que pueda cerrar este tedioso anecdotario; me gustaría tanto tenerla que hasta pensé en fraguarla, pero el patetismo que implicaba abrazar esa posibilidad fue demasiado, incluso para mí. Sin embargo, guardo con la pasión del que no tiene nada más, algunos momentos de la (mi) historia en que por diversos motivos me sentí parte de algo más grande, algo así como un remedo apenas monocromo de Rimondino emergiendo en la estación Vicente López, o Mariano, apretando el indignado paso mientras volvía a su casa. Lo que me motivó hoy a escribir este texto fue uno de ellos. Fue Videla y su condena a prisión perpetua en una cárcel común. Fue ver algo que no pensé jamás ver en estos, mis tempranos treinta años. Fue escuchar la sentencia con el llanto lento (como los viejitos) y pensar que nunca celebrar me había resultado tan triste.

Fue también sentir por primera vez en toda mi vida que algo había sido devuelto a los expoliados bolsillos de la patria.

3 comentarios:

  1. Yo tampoco tuve epifanías de este tipo (ni de ningún otro), pero una vez, cuando me creí el cuento de un grupo de fabuladores y fui a un almuerzo que se hacía en un local del PC porque "iba a cantar Silvio Rodriguez de sorpresa" (?), lloré y temblé de emoción cuando todos se pararon, levantaron el puño izquierdo y cantaron la Internacional. Ahí descubrí que yo era comunista en algún lugar de mi organismo. Alguna parte de mí había reaccionado, no sé por qué, a esa canción que nunca antes había escuchado. Otro tipo de fabuladores me dijeron que podía ser "memoria celular". También les creí. Excelente texto, como siempre. Beso.

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  2. Necesito imperiosamente que profundicemos sobre silvio rodríguez tocando de sorpresa en el local del pc.
    Y bienvenido, somos muchos los biológicamente comunistas. Salud!

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  3. Tampoco tengo en mi propia biografía una epifanía política.
    Sin embargo, quiero confesar que diversos momentos del año 2010 ( y me quedo ahí, sin especificar cuáles), me han dejado marcas bastante profundas. También me hicieron sentir parte de algo grande.

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