miércoles, 13 de junio de 2012

mal

Mi posmodernidad es muy limitada, tiene unos bordes profundos y anchos como el foso que rodea a todo castillo que se precie. Y, al igual que en esos fosos, en la frontera cercana de mi posmodernidad hay cocodrilos monstruosos, algún que otro dragón y algún que otro viejo esqueleto que me avisa (les avisa) sobre los peligros que implica cruzar lo que no debe ser cruzado.
Mi posmodernidad está rodeada de grietas inexpugnables por donde se la mire, la pobre. Está cercada. Pero a las fronteras se las mira de a una, necesariamente; por eso hoy sólo voy a hablar del mal. Porque sí, el relativismo de mi posmodernidad, su comprensión del otro y sus circunstancias se terminan acá nomás, en el momento en el que creo, anuncio y sentencio con puño férreo golpeando la mesa del texto, que el mal existe, que el mal es.
Creo que hay maldad, así, en líneas generales y creo que hay personas intrínsecamente malas, malvadas, malévolas. A la manera más arcaica creo que hay gente que trabaja para el mal, que opera con hilos invisibles instituciones miniatúricas o descomunales; creo que los hay.
Pero sin embargo, para ser tan antigua y tan maniquea, soy muy confiada. Así que, si bien creo que hay personas que trabajan para el mal, no creo conocerlas, dudo mucho que estén en contacto conmigo, que soy demasiado poco interesante para los planes universalistas del caos: no soy ni pura ni buena como para intentar corromperme, ni tengo la semilla, el gérmen de la maldad, como para pensar en tentarme o en convertirme. No tengo poder, no tengo dinero, no soy bella ni fea, no soy débil ni fuerte. A los fines del mal (¿sólo del mal?) soy intrascendente. Así que no espero toparme con él en mi cotidianeidad, y he ido, a lo mejor, en una de esas, perdiendo mi natural capacidad para reconocerlo. Me fui atrofiando, digamos.

Por eso no sospeché nada cuando conocí a Angélica. Angélica (sí, ese es su nombre, el mundo tiene una ironía para bautizar de la que yo carezco), es una visitante habitual de la farmacia. Una señora mayor, aquejada por un torturante dolor cervical, que no sobresaldría del resto si no fuera porque usa permanentemente un collarín para tratar de soportar su malestar (como siempre la ortopedia regalando toda su capacidad mnemotécnica). Una señora mayor, decía, a la que me fui acercando despacio: primero, su dolencia y mi empatía, la farmacia me dio una increíble tolerancia al discurso sobre el dolor, valoro y disfruto de mi tolerancia, así que: a mí me duele así, a mí asá, acá, acá y acá también. Después, la cercanía extraña, de cimientos no dichos, plagada de supuestos que dan los años, el verse una y otra vez, y suponer que el otro es de una manera; empezar intuyendo y terminar dando por sentado que el otro piensa lo mismo que uno. Seguro.
Pero llegó después el último elemento aglutinante, lo último que precisaba yo para terminar de confirmar que entre Angélica y yo el diálogo podía irse del medicamento, de la molestia, de la posología. Y entrar en un terreno boscoso y conocido por ambas: la poesía.
Porque Angélica es poeta.
Una poeta urgente, de esos a los que la inspiración asalta y deben escribir. Deben hacerlo, imperativo categórico, y tiene que ser en ese mismo momento. A Angélica la inspiración la asalta en el supermercado, en el cajero automático, en el masajista al que va al pedo desde hace años; en el 80 a las seis de la tarde cuando no hay lugar ni para el aliento; en la casa de la prima vieja y estropeada a la que hay que visitar aunque el Alzheimer no acuse recibo de la cortesía, en todos esos lugares ella siente, como un golpe, como una trompada que la empuja hacia el papel, la carilina, el ticket, la palma de la mano húmeda del sudor del mediodía, y tiene que escribir, tiene que copiar con letra puntuda y prolija lo que siente que le dictan.
Para mí, que amaso cada palabra con barro y sudor en la boca; a mí, que cuido esa única saliva como si estuviera en el desierto, esa furia poética me parece envidiable, ya quisiera yo algo de ese magma de palabras haciendo erupción. Y no esta canilla rota que ni se abre ni se cierra del todo para siempre.
Angélica escribe con furia. Con angustia. Con apuro.
Y sus poemas, pude comprobar cuando me los trajo (un día en el que haber sido testigo de uno de esos violentos arrebatos acrecentó la mutua confianza), eran buenos. Estaban cargados de imágenes sutiles y metáforas ambiguas. Algunos eran simples, unos pocos versos, y otros mucho más elaborados. Se percibía en todos, eso sí, un aire antiguo a alegoría. El tema es que, cada tanto me iba trayendo sus poemas nuevos y hablábamos sobre ellos, sobre la escritura, sobre escribir, y llegué a tomarles (a los poemas y a ella) cierto cariño, motivado, tal vez, por eso en común que nos unía.

El mal se mostró despacio, como si yo fuera un animal asustadizo y no quisiera alejarme, entonces un día me explicó un poema y me dijo que era para su madre enferma y que el verso que hablaba nubosamente de justicias era porque ella creía que su madre merecía su enfermedad, merecía su sufrimiento agónico. Yo pensé que hay madres guachas, sí, y que el resentimiento no sabe de diluciones en el tiempo ni de vínculos sanguíneos; pensé también que no hay vínculos sagrados. Pero al poco tiempo me dijo que ese verso, de otro poema, en el que hablaba vagamente de un dolor físico se refería al castigo que imaginó que podría provocarle al perro de su vecino, si tuviese los elementos (cortopunzantes, deduzco, por el texto) necesarios para hacerlo. Y poco después me mostró un hermoso poema moral que, me contó cuando terminé de leerlo, había sido inspirado por el testimonio radial de una mujer víctima de la violencia familiar. “Con este poema quise expresar lo que yo sé y siento: que toda mujer golpeada, en realidad, se lo merece, porque le gusta que le peguen, porque provoca al hombre para que él la faje”.

Ahí terminé de darme cuenta.

Pero con mi lentitud inveterada de siempre, me costó mucho tiempo cortar la relación, así que tuve que leer todavía muchos poemas más. Algunos me obligó el infortunio y mi clienta a saber por qué aberración estaban motivados, y me sentí mal. De otros, tuve la desgracia superlativa de que no me dijera nada, y entonces me vio obligada a sospechar, conjeturar, intuir, y me sentí peor, mucho peor.
Angélica es un agente del mal, y no sólo por el río de cadáveres y muerte que ocultan sus metáforas, no sólo por el catálogo de sentimientos bajos que la motiva a escribir, ni siquiera por el desfalco moral, la defraudación de la palabra que puede parecer el hecho de que enmascare lo horrendo tras la belleza. No, Angélica es, para mí, un agente del mal porque profanó un espacio que me era sagrado, me mostró que la palabra es una estafa, también, que es mentira de mentiras.
El efecto de semejante descubrimiento, era de esperarse, es contagioso. Y un signo de pregunta, ahora, sobrevuela todo lo que leo. Una hoz afilada acariciando el pasto tierno del texto. Una amenaza.
Sobrevuela también, necesariamente, todo lo que escribo.

Termino esto sin saber dónde poner el punto final, presa del mareo, el vértigo, el tembladeral

4 comentarios:

  1. el viejo lobo con piel de cordero: la abuelita con collarín. porque si el mal de algo sabe es de camuflajes.
    brillante, amiga, brillante

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  2. el peligro del lenguaje, amiga, la trampa más añeja de la humanidad. decí que nos quedan quienes tratan de curar este mal, y entre esos quienes afortunadamente, estás vos...

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  3. yo adoro esta canilla rota que ni se abre ni se cierra del todo para siempre. yo leo con paciencia terrenos así.
    lo otro es la manera más mezquina de decir: las angélicas no son peligrosas por lo malas, son peligrosas por lo cobardes.

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  4. puede que angélica sea una retorcida, pero jamás podrá corromper este terreno baldío.
    menos mal que la canilla está rota. ese constante goteo nos deja tranquilos, nos asegura que siempre podemos volver a este espacio donde la palabra sí que nos hace bien.

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